Domingo, XVII semana

II Corintios 7,2-16

En toda esta lucha me siento rebosando de alegría

San Juan Crisóstomo

Homilías sobre la II Corintios 14,1-2

Nuevamente vuelve Pablo a hablar de la caridad, para atemperar la aspereza de su reprensión. Pues, después que los ha reprendido y les ka echado en cara que no lo aman como él los ama, sino que, separándose de su amor, se han juntado a otros hombres perniciosos, por segunda vez, suaviza la dureza de su reprensión, diciendo: Dadnos amplio lugar en vuestro corazón, esto es: «Amadnos». El favor que pide no es en manera alguna gravoso, y es un favor de más provecho para el que lo da que para el que lo recibe. Y no dice: «Amadnos», sino: Dadnos amplio lugar en vuestro corazón, expresión que incluye un matiz de compasión.

 «¿Quién –dice– nos ha echado fuera de vuestra men­te? ¿Quién nos ha arrojado de ella? ¿Cuál es la causa de que nos sintamos al estrecho entre vosotros?» Antes había dicho: Vosotros estáis encogidos por dentro, y ahora acla­ra el sentido de esta expresión, diciendo: Dadnos amplio lugar en vuestro corazón, añadiendo este nuevo motivo para atraérselos. Nada hay, en efecto, que mueva tanto a amar como el pensamiento, por parte de la persona amada, de que aquel que la ama desea en gran manera verse correspondido.

 Ya os tengo dicho –añade– que os llevo tan en el co­razón, que estamos unidos para vida y para muerte. Muy grande es la fuerza de este amor, pues que, a pesar de sus desprecios, desea morir y vivir con ellos. «Porque os llevamos en el corazón, mas no de cualquier modo, sino del modo dicho». Porque puede darse el caso de uno que ame pero rehuya el peligro; no es éste nuestro caso.

 Me siento lleno de ánimos. ¿De qué ánimos? «De los que vosotros me proporcionáis: porque os habéis enmen­dado y me habéis consolado así con vuestras obras». Esto es propio del que ama, reprochar la falta de corresponden­cia a su amor, pero con el temor de excederse en sus re­proches y causar tristeza. Por esto, dice: Me siento lleno de ánimos y rebosando de alegría.

 Es como si dijera: «Me habéis proporcionado una gran tristeza, pero me habéis proporcionado también una gran satisfacción y consuelo, ya que no sólo habéis quitado la causa de mi tristeza, sino que además me habéis llena­do de una alegría mayor aún».

 Y, a continuación, explica cuán grande sea esta ale­gría, cuando, después que ha dicho: Me siento rebosando de alegría, añade también: En toda esta lucha. «Tan gran­de –dice– es el placer que me habéis dado, que ni estas tan graves tribulaciones han podido oscurecerlo, sino que su grandeza exuberante ha superado todos los pesares que nos invadían y ha hecho que ni los sintiéramos».

Lunes, XVII semana

II Corintios 8,1-24

La misericordia divina y la misericordia humana

San Cesáreo de Arlés

Sermón 25,1

Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dulce es el nombre de misericordia, herma­nos muy amados; y, si el nombre es tan dulce, ¿cuánto más no lo será la cosa misma? Todos los hombres la de­sean, mas, por desgracia, no todos obran de manera que se hagan dignos de ella; todos desean alcanzar misericor­dia, pero son pocos los que quieren practicarla.

 Oh hombre, ¿con qué cara te atreves a pedir, si tú te re­sistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe él practicarla en este mundo. Y, por esto, hermanos muy amados, ya que todos deseamos la misericordia, ac­tuemos de manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después en el futuro. Hay en el cielo una misericordia, a la cual se llega a tra­vés de la misericordia terrena. Dice, en efecto, la Escri­tura: Señor, tu misericordia llega al cielo.

Existe, pues, una misericordia terrena y humana, otra celestial y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en atender a las miserias de los pobres. ¿Cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que consiste en el perdón de los pecados. Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios, en este mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo él mismo: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, con­migo lo hicisteis. El mismo Dios que se digna dar en el cielo quiere recibir en la tierra.

 ¿Cómo somos nosotros, que, cuando Dios nos da, que­remos recibir y, cuando nos pide, no le queremos dar? Porque, cuando un pobre pasa hambre, es Cristo quien pasa necesidad, como dijo él mismo: Tuve hambre, y no me disteis de comer. No apartes, pues, tu mirada de la mi­seria de los pobres, si quieres esperar confiado el perdón de los pecados. Ahora, hermanos, Cristo pasa hambre, es él quien se digna padecer hambre y sed en la persona de todos los pobres; y lo que reciba aquí en la tierra lo devolverá luego en el cielo.

 Os pregunto, hermanos, ¿qué es lo que queréis o bus­cáis cuando venís a La iglesia? Ciertamente la misericor­dia. Practicad, pues, la misericordia terrena, y recibiréis la misericordia celestial. El pobre te pide a ti, y tú le pides a Dios; aquél un bocado, tú la vida eterna. Da al indigen­te, y merecerás recibir de Cristo, ya que él ha dicho: Dad, y se os dará. No comprendo cómo te atreves a esperar recibir, si tú te niegas a dar. Por esto, cuando vengáis a la iglesia, dad a los pobres la limosna que podéis, según vuestras posibilidades.

Martes, XVII semana

II Corintios 9,1-15

Sembrad justicia, y cosecharéis misericordia

San Basilio Magno

Homilía 3 sobre la caridad 6   

  Oh hombre, imita a la tierra; produce fruto igual que ella, no sea que parezcas peor que ella, que es un ser inanimado. La tierra produce unos frutos de los que ella no ha de gozar, sino que están destinados a tu provecho. En cambio, los frutos de beneficencia que tú produces los recolectas en provecho propio, ya que la recompensa de las buenas obras revierte en beneficio de los que las hacen. Cuando das al necesitado, lo que le das se convierte en algo tuyo y se te devuelve acrecentado. Del mismo modo que el grano de trigo, al caer en tierra, cede en provecho del que lo ha sembrado, así también el pan que tú das al pobre te proporcionará en el futuro una ganancia no pequeña. Procura, pues, que el fin de tus trabajos sea el comienzo de la siembra celestial: Sembrad justicia, y cosecharéis misericordia, dice la Escritura.

 Tus riquezas tendrás que dejarlas aquí, lo quieras o no; por el contrario, la gloria que hayas adquirido con tus buenas obras la llevarás hasta el Señor, cuando, rodeado de los elegidos, ante el juez universal, todos proclamarán tu generosidad, tu largueza y tus beneficios, atribuyéndo­te todos los apelativos indicadores de tu humanidad y be­nignidad. ¿Es que no ves cómo muchos dilapidan su di­nero en los teatros, en los juegos atléticos, en las pantomimas, en las luchas entre hombres y fieras, cuyo solo espectáculo repugna, y todo por una gloria momentánea, por el estrépito y aplauso del pueblo?

 Y tú, ¿serás avaro, tratándose de gastar en algo que ha de redundar en tanta gloria para ti? Recibirás la aproba­ción del mismo Dios, los ángeles te alabarán, todos los hombres que existen desde el origen del mundo te pro­clamarán bienaventurado; en recompensa por haber ad­ministrado rectamente unos bienes corruptibles, recibirás la gloria eterna, la corona de justicia, el reino de los cie­los. Y todo esto te tiene sin cuidado, y por el afán de los bienes presentes menosprecias aquellos bienes que son el objeto de nuestra esperanza. Ea, pues, reparte tus ri­quezas según convenga, sé liberal y espléndido en dar a los pobres. Ojalá pueda decirse también de ti: Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante.

Deberías estar agradecido, contento y feliz por el honor que se te ha concedido, al no ser tú quien ha de importunar a la puerta de los demás, sino los demás quienes acu­den a la tuya. Y en cambio te retraes y te haces casi inaccesible, rehuyes el encuentro con los demás, para no verte obligado a soltar ni una pequeña dádiva. Sólo sabes decir: «No tengo nada que dar, soy pobre». En verdad eres po­bre y privado de todo bien: pobre en amor, pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna.

Miércoles, XVII semana

II Corintios 10,1 - 11,6

La Iglesia o convocación del pueblo de Dios

San Cirilo de Jerusalén

Catequesis 18,23-25

La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las verdades de fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosas visibles o invisibles, de las celestia­les o las terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos y a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella po­see todo género de virtudes, cualquiera que sea su nom­bre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales.

 Con toda propiedad se la llama Iglesia o convocación, ya que convoca y reúne a todos, como dice el Señor en el libro del Levítico: Convoca a toda la asamblea a la entra­da de la tienda del encuentro. Y es de notar que la prime­ra vez que la Escritura usa esta palabra «convoca» es pre­cisamente en este lugar, cuando el Señor constituye a Aarón como sumo sacerdote. Y en el Deuteronomio Dios dice a Moisés: Reúneme al pueblo, y les haré oir mis pa­labras, para que aprendan a temerme. También vuelve a mencionar el nombre de Iglesia cuando dice, refiriéndose a las tablas de la ley: Y en ellas estaban escritas todas las palabras que el Señor os había dicho en la montaña, desde el fuego, el día de la iglesia o convocación; es como si dijera más claramente: «El día en que, llamados por el Señor, os congregasteis». También el salmista dice: Te daré gracias, Señor, en medio de la gran iglesia, te alabaré entre la multitud del pueblo.

 Anteriormente había cantado el salmista: En la iglesia bendecid a Dios, al Señor, estirpe de Israel. Pero nuestro Salvador edificó una segunda Iglesia, formada por los gentiles, nuestra santa Iglesia de los cristianos, acerca de la cual dijo a Pedro: Y sobre esta piedra edificaré mi Igle­sia, y el poder del infierno no la derrotará.

 En efecto, una vez relegada aquella única iglesia que es­taba en Judea, en adelante se van multiplicando por toda la tierra las Iglesias de Cristo, de las cuales se dice en los salmos: Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la iglesia de los fieles. Concuerda con esto lo que dijo el profeta a los judíos: Vosotros no me agradáis –dice el Señor de los ejércitos–, añadiendo a continua­ción: Del oriente al poniente es grande entre las nacio­nes mi nombre.

 Acerca de esta misma santa Iglesia católica, escribe Pa­blo a Timoteo: Quiero que sepas cómo hay que conducirse en la casa de Dios, es decir, en la Iglesia del Dios vivo, columna y base de la verdad.

Jueves, XVII semana

II Corintios 11,7-29

La Iglesia es la esposa de Cristo

San Cirilo de Jerusalén

Catequesis 18,26-29

«Católica»: éste es el nombre propio de esta Iglesia santa y madre de todos nosotros; ella es en verdad esposa de nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de dios (porque está escrito: Como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a si mismo por ella, y lo que sigue), y es figura y anticipo de la Jerusalén de arriba, que es libre y es nuestra madre, la cual, antes estéril, es ahora madre de una prole nume­rosa.

 En efecto, habiendo sido repudiada la primera, en la segunda Iglesia, esto es, la católica, Dios –como dice Pablo– estableció en el primer puesto los apóstoles, en el segundo los profetas, en el tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don de curar, la beneficen­cia, el gobierno, la diversidad de lenguas, y toda clase de virtudes: la sabiduría y la inteligencia, la templanza y la justicia, la misericordia y el amor a los hombres, y una paciencia insuperable en las persecuciones.

 Ella fue la que antes, en tiempo de persecución y de an­gustia, con armas ofensivas y defensivas, con honra y deshonra, redimió a los santos mártires con coronas de paciencia entretejidas de diversas y variadas flores; pero ahora, en este tiempo de paz, recibe, por gracia de Dios, los honores debidos, de parte de los reyes, de los hom­bres constituidos en dignidad y de toda clase de hombres. Y la potestad de los reyes sobre sus súbditos está limi­tada por unas fronteras territoriales; la santa Iglesia ca­tólica, en cambio, es la única que goza de una potestad ilimitada en toda la tierra. Tal como está escrito, Dios ha puesto paz en sus fronteras.

 En esta santa Iglesia católica, instruidos con esclareci­dos preceptos y enseñanzas, alcanzaremos el reino de los cielos y heredaremos la vida eterna, por la cual todo lo toleramos, para que podamos alcanzarla del Señor. Por­que la meta que se nos ha señalado no consiste en algo de poca monta, sino que nos esforzamos por la posesión de la vida eterna. Por esto, en la profesión de fe, se nos en­seña que, después de aquel artículo: La resurrección de los muertos, de la que ya hemos disertado, creamos en la vida del mundo futuro, por la cual luchamos los cris­tianos

 Por tanto, la vida verdadera y auténtica es el Padre, la fuente de la que, por mediación del Hijo, en el Espíritu Santo, manan sus dones para todos, y, por su benignidad, también a nosotros los hombres se nos han prometido verídicamente los bienes de la vida eterna.

Viernes, XVII semana

II Corintios 11,30 12,13

Hemos de soportarlo todo por Dios, a fin de que también él nos soporte a nosotros

San Ignacio de Antioquía

Carta a San Policarpo de Esmirna 1,1 -4, 3

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a Policarpo, obispo de la Iglesia de Esmirna, o más bien, puesto él mismo bajo la vigilancia o episcopado de Dios Padre y del Señor Jesucristo: mi más cordial sa­ludo.

 Al comprobar que tu sentir está de acuerdo con Dios y asentado como sobre roca inconmovible, yo glorifico en gran manera al Señor por haberme hecho la gracia de ver tu rostro intachable, del que ojalá me fuese dado go­zar siempre en Dios. Yo te exhorto, por la gracia de que estás revestido, a que aceleres el paso en tu carrera, y a que exhortes a todos para que se salven. Desempeña el cargo que ocupas con toda diligencia corporal y espiritual. Preocúpate de que se conserve la concordia, que es lo me­jor que puede existir. Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de cari­dad, como siempre lo haces. Dedícate continuamente a la oración. Pide mayor sabiduría de la que tienes. Mantén alerta tu espíritu, pues el espíritu desconoce el sueño. Há­blales a todos al estilo de Dios. Carga sobre ti, como per­fecto atleta, las enfermedades de todos, Donde mayor es el trabajo, allí hay rica ganancia.

 Si sólo amas a los buenos discípulos, ningún mérito tienes en ello. El mérito está en que sometas con manse­dumbre a los más perniciosos. No toda herida se cura con el mismo emplasto. Los accesos de fiebre cálmalos con aplicaciones húmedas. Sé en todas las cosas sagaz como la serpiente, pero sencillo en toda ocasión, como la palo­ma. Por eso, justamente eres a la vez corporal y espiritual, para que aquellas cosas que saltan a tu vista las desempe­ñes buenamente, y las que no alcanzas a ver ruegues que te sean manifestadas. De este modo, nada te faltará, sino que abundarás en todo don de la gracia. Los tiempos re­quieren de ti que aspires a alcanzar a Dios, juntamente con los que tienes encomendados, como el piloto anhela prósperos vientos, y el navegante, sorprendido por la tor­menta, suspira por el puerto. Sé sobrio, como un atleta de Dios. El premio es la incorrupción y la vida eterna, de cuya existencia también tú estás convencido. En todo y por todo soy una víctima de expiación por ti, así como mis cadenas, que tú mismo has besado.

 Que no te amedrenten los que se dan aires de hombres dignos de todo crédito y enseñan doctrinas extrañas a la fe. Por tu parte, mantente firme como un yunque golpea­do por el martillo. Es propio de un grande atleta el ser desollado y, sin embargo, vencer. Pues ¡cuánto más he­mos de soportarlo todo nosotros por Dios, a fin de que también él nos soporte a nosotros! Sé todavía más diligen­te de lo que eres. Date cabal cuenta de los tiempos. Aguar­da al que está por encima del tiempo, al intemporal, al invisible, que por nosotros se hizo visible; al impalpable, al impasible, que por nosotros se hizo pasible; al que en todas las formas posibles sufrió por nosotros.

 Las viudas no han de ser desatendidas. Después del Se­ñor, tú has de ser quien cuide de ellas. Nada se haga sin tu conocimiento, y tú, por tu parte, hazlo todo contando con Dios, como efectivamente lo haces. Mantente firme. Celébrense reuniones con más frecuencia. Búscalos a todos por su nombre. No trates altivamente a esclavos y es­clavas; mas tampoco dejes que se engrían, sino que tra­ten, para gloria de Dios, de mostrarse mejores servidores, a fin de que alcancen de él una libertad más excelente.

Sábado, XVII semana

II Corintios 12,14 - 13,13

Que todo se haga para gloria de Dios

San Ignacio de Antioquía

Carta a san Policarpo de Esmirna 5,1 - 8,1.3

Huye de la intriga y del fraude, más aún, habla a los fieles para precaverlos contra ello. Recomienda a mis her­manas que amen al Señor y que vivan contentas con sus maridos, tanto en cuanto a la carne, como en cuanto al es­píritu. Igualmente predica a mis hermanos, en nombre de Jesucristo, que amen a sus esposas como el Señor ama a la Iglesia. Si alguno se siente capaz de permanecer en cas­tidad para honrar la carne del Señor, permanezca en ella, pero sin ensoberbecerse. Pues, si se engríe, está perdido; y, si por ello se estimare en más que el obispo, está corrom­pido. Respecto a los que se casan, esposos y esposas, con­viene que celebren su enlace can conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se haga para gloria de Dios.

 Escuchad al obispo, para que Dios os escuche a voso­tros. Yo me ofrezco como víctima de expiación por quie­nes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáco­nos. ¡Y ojalá que con ellos se me concediera entrar a tener parte con Dios! Colaborad mutuamente unos con otros, luchad unidos, corred juntamente, sufrid con las penas de los demás, permaneced unidos en espíritu aun durante el sueño, así como al despertar, como administradores que sois de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de ser gratos al Capitán bajo cuyas banderas militáis, y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de ser para vosotros como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas; vuestras cajas de fondos han de ser vues­tras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos ahorros. Así pues, tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros. ¡Ojalá pudiera yo gozar de vuestra presencia en todo tiempo!

 Como la Iglesia de Antioquía de Siria, gracias a vuestra oración, goza de paz, según se me ha comunicado, también yo gozo ahora de gran tranquilidad, con esa seguridad que viene de Dios; con tal de que alcance yo a Dios por mi martirio, para ser así hallado en la resurrección como discípulo vuestro. Es conveniente, Policarpo felicísimo en Dios, que convoques un consejo divino y elijáis a uno a quien profeséis particular amor y a quien tengáis por in­trépido, el cual podría ser llamado «correo divino», a fin de que lo deleguéis para que vaya a Siria y dé, para glo­ria de Dios, un testimonio sincero de vuestra ferviente caridad.

 El cristiano no tiene poder sobre sí mismo, sino que está dedicado a Dios. Esta obra es de Dios, y también de vosotros cuando la llevéis a cabo. Yo, en efecto, confío, en la gracia, que vosotros estáis prontos para toda buena obra que atañe a Dios. Como sé vuestro vehemente fer­vor por la verdad, he querido exhortaros por medio de esta breve carta.

 Pero, como no he podido escribir a todas las Iglesias por tener que zarpar precipitadamente de Troas a Neá­polis, según lo ordena la voluntad del Señor, escribe tú, como quien posee el sentir de Dios, a las Iglesias situadas más allá de Esmirna, a fin de que también ellas hagan lo mismo. Las que puedan, que manden delegados a pie; las que no, que envíen cartas por mano de los delegados que tú envíes, a fin de que alcancéis eterna gloria con esta obra, como bien lo merecéis.

 Deseo que estéis siempre bien, viviendo en unión de Jesucristo, nuestro Dios; permaneced en él, en la unidad y bajo la vigilancia de Dios. ¡Adiós en el Señor!