Domingo, XVIII semana

Amós 1,1-2,3 

La esperanza de la vida, principio y término de nuestra fe

Carta de Bernabé 1,1-8; 2,1-5

Salud en la paz, hijos e hijas, en el nombre del Señor que nos ha amado.

 Ya que las gracias de justificación que habéis recibido de Dios son tan grandes y espléndidas, me alegro sobre­manera, y, más que toda otra cosa, de la dicha y excelencia de vuestras almas. Pues habéis recibido la gracia del don espiritual, plantada en vosotros. Me felicito aún más, con la esperanza de ser salvado, cuando veo de verdad el Espíritu que se ha derramado sobre vosotros del abundante manantial que es el Señor. Hasta tal punto me conmovió el veros, cosa tan deseada para mí, cuando estaba entre vosotros.

 Aunque os haya hablado ya muchas veces, estoy profundamente convencido de que me quedan todavía mu­chas cosas por deciros, pues el Señor me ha acompañado por el camino de la justicia. Me siento obligado a amaros más que a mi propia vida, pues una gran fe y una gran caridad habitan en vosotros por la esperanza de alcanzar la vida divina. Considerando que obtendré una gran re­compensa si me preocupo de hacer partícipes a unos es­píritus como los vuestros, al menos en alguna medida, de los conocimientos que he recibido, he decidido escribiros con brevedad, a fin de que, con la fe, poseáis un conoci­miento perfecto.

Tres son las enseñanzas del Señor: la esperanza de la vida, principio y término de nuestra fe; la justicia, comienzo y fin del juicio; el amor en la alegría y el regocijo. testimonio de las obras de la justicia.

 El Señor, en efecto, nos ha manifestado por medio de sus profetas el pasado y el presente, y nos ha hecho gustar por anticipado las primicias de lo porvenir. Viendo, pues, que estas cosas se van cumpliendo en el orden en que él las había predicho, debemos adelantar en una vida más generosa y más excelsa en el temor del Señor. Por lo que respecta a mí, no como maestro, sino como uno de voso­tros, os manifestaré algunas enseñanzas que os puedan alegrar en las presentes circunstancias.

 Ya que los días son malos y que el Altivo mismo posee poder, debemos, estando vigilantes sobre nosotros mis­mos, buscar las justificaciones del Señor. Nuestra fe tiene como ayuda el temor y la paciencia, y como aliados la lon­ganimidad y el dominio de nosotros mismos. Si estas vir­tudes permanecen santamente en nosotros, en todo lo que atañe al Señor, tendrán la gozosa compañía de la sabidu­ría, la inteligencia, la ciencia y el conocimiento.

 El Señor nos ha dicho claramente, por medio de los profetas, que no tiene necesidad ni de sacrificios ni de ho­locaustos ni de ofrendas, cuando dice: ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios? –dice el Señor–. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de toros, corderos y machos cabríos no me agra­da. ¿Por qué entráis a visitarme? ¿Quién pide algo de vuestras manos cuando pisáis mis atrios? No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable. Novilunios, sá­bados, asambleas, no los aguanto.

Lunes, XVIII semana

Amós 2,4-16

La nueva ley de nuestro Señor

Carta de Bernabé 2, 6-10; 3,1. 3; 4,10-14

Dios invalidó los sacrificios antiguos, para que la nueva ley de nuestro Señor Jesucristo, que no está sometida al yugo de la necesidad, tenga una ofrenda no hecha por mano de hombre. Por esto les dice también: Cuando saqué a vuestros padres de Egipto, no les ordené ni les hablé de holocaustos y sacrificios; ésta fue la orden que les di: «Que nadie maquine maldades contra su prójimo, y no améis los juramentos falsos».

 Y, ya que no somos insensatos, debemos comprender el designio de bondad de nuestro Padre. Él nos habla para que no caigamos en el mismo error que ellos, cuando bus­camos el camino para acercarnos a él. Por esta razón, nos dice: Sacrificio para el Señor es un espíritu quebrantado, olor de suavidad para el Señor es un corazón que glori­fica al que lo ha plasmado. Por tanto, hermanos, debe­mos preocuparnos con todo cuidado de nuestra salvación, para que el Maligno seductor no se introduzca furtiva­mente entre nosotros y, por el error, nos arroje, como una honda a la piedra, lejos de lo que es nuestra vida.

 Acerca de esto afirma en otro lugar: ¿Para qué ayu­náis –dice el Señor–, haciendo oir hoy en el cielo vues­tras voces? No es ése el ayuno que yo deseo –dice el Se­ñor–, sino al hombre que humilla su alma. A nosotros, en cambio, nos dice: El ayuno que yo quiero es éste –oráculo del Señor–: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos. dejar libres a los oprimidos. romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, ves­tir al que ves desnudo, hospedar a los pobres sin techo.

 Huyamos de toda vanidad, odiemos profundamente las obras del mal camino; no viváis aislados, replegados en vosotros mismos, como si ya estuvierais justificados, sino reuníos para encontrar todos juntos lo que a todos convie­ne. Pues la Escritura afirma: ¡Ay de los que se tienen por sabios y se creen perspicaces! Hagámonos hombres espiri­tuales, seamos un templo perfecto para Dios. En cuanto esté de nuestra parte, meditemos el temor de Dios y esfor­cémonos por guardar sus mandamientos, a fin de alegrar­nos en sus justificaciones. El Señor juzgará al mundo sin parcialidad. Cada uno recibirá según sus obras; el bueno será precedido de su justicia, el malo tendrá ante sí el sala­rio de su iniquidad. No nos abandonemos al descanso, bajo el pretexto de que hemos sido llamados, no vaya a su­ceder que nos durmamos en nuestros pecados y el Prínci­pe de la maldad consiga poder sobre nosotros y nos arroje lejos del reino del Señor.

 Además, hermanos, debemos considerar también este hecho: si, después de tantos signos y prodigios como fue­ron realizados en Israel, los veis ahora abandonados, es­temos vigilantes para que no nos suceda a nosotros tam­bién lo que afirma la Escritura: Muchos son los llamados y pocos los elegidos.

Martes, XVIII semana

Amós 7,1-17

La segunda creación

Carta de Bernabé 5, 1-8; 6, 11-16

El Señor soportó que su carne fuera entregada a la destrucción, para que fuéramos santificados por la remi­sión de los pecados, que se realiza por la aspersión de su sangre. Acerca de él afirma la Escritura, refiriéndose en parte a Israel y en parte a nosotros: Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Por tanto, debemos dar rendidas gracias al Señor, porque nos ha dado a conocer el pasado, nos instruye sobre el pre­sente y nos ha concedido un cierto conocimiento respecto del futuro. Pero la Escritura afirma: No en vano se tiende la red a lo que tiene alas, es decir, que perecerá justamen­te aquel hombre que, conociendo el camino de la justicia, se vuelve al camino de las tinieblas.

 Todavía, hermanos, considerad esto: si el Señor soportó sufrir por nosotros, siendo él el Señor de todo el universo, a quien Dios dijo en la creación del mundo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, ¿cómo ha aceptado el sufrir por mano de los hombres? Aprendedlo: los profe­tas, que de él recibieron el don de profecía, profetizaron acerca de él. Como era necesario que se manifestara en la carne para destruir la muerte y manifestar la resurrección de entre los muertos, ha soportado sufrir de esta forma pa­ra cumplir la promesa hecha a los padres, constituirse un pueblo nuevo y mostrar, durante su estancia en la tierra, que, una vez que suceda la resurrección de los muertos, será él mismo quien juzgará. Además, instruía a Israel y realizaba tan grandes signos y prodigios, con los que le testimoniaba su gran amor.

 Al renovarnos por la remisión de los pecados, nos ha dado un nuevo ser, hasta el punto de tener un alma como de niños, según corresponde a quienes han sido creados de nuevo. Pues lo que afirma la Escritura, cuando el Pa­dre habla al Hijo, se refiere a nosotros: Hagamos al hom­bre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos. Y, viendo la hermosura de nuestra naturaleza, dijo el Señor: Creced, multiplicáos, llenad la tierra.

 Estas palabras fueron dirigidas a su Hijo. Pero te mos­traré también cómo nos ha hablado a nosotros, realizando una segunda creación en los últimos tiempos. En efecto, dice el Señor: He aquí que hago lo último como lo primero. Refiriéndose a esto, dijo el profeta: Entrad en la tierra que mana leche y miel, y enseñoreaos de ella. En consecuen­cia, hemos sido creados de nuevo, como también afirma por boca de otro profeta: Arrancaré de ellos –es decir, de aquellos que el Espíritu del Señor preveía– el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Por esto él quiso manifestarse en la carne y habitar entre nosotros. En efecto, hermanos, la morada de nuestros corazones es un templo santo para el Señor. Pues también dice el Señor: Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asam­blea de los santos te alabaré. Por tanto, somos nosotros a quienes introdujo en la tierra buena.

Miércoles, XVIII semana

Amós 9,1-15

El camino de la luz

Carta de Bernabé 19, 1-3. 5-7. 8-12

He aquí el camino de la luz: el que quiera llegar al lu­gar designado, que se esfuerce en conseguirlo con sus obras. Éste es el conocimiento que se nos ha dado sobre la forma de caminar por el camino de la luz. Ama a quien te ha creado, teme a quien te formó, glorifica a quien te redimió de la muerte; sé sencillo de corazón y ri­co de espíritu; no sigas a los que caminan por el camino de la muerte; odia todo lo que desagrada a Dios y toda hi­pocresía; no abandones los preceptos del Señor. No te enorgullezcas; sé, por el contrario, humilde en todas las cosas; no te glorifiques a ti mismo. No concibas malos propósitos contra tu prójimo y no permitas que la insolen­cia domine tu alma.

 Ama a tu prójimo más que a tu vida. No mates al hijo en el seno de la madre y tampoco lo mates una vez que ha nacido. No abandones el cuidado de tu hijo o de tu hija, sino que desde su infancia les enseñarás el temor de Dios. No envidies los bienes de tu prójimo; no seas avaricioso; no frecuentes a los orgullosos, sino a los humildes y a los justos .

 Todo lo que te suceda, lo aceptarás como un bien, sa­biendo que nada sucede sin el permiso de Dios. Ni en tus palabras ni en tus intenciones ha de haber doblez, pues la doblez de palabra es un lazo de muerte.

 Comunica todos tus bienes con tu prójimo y no digas que algo te es propio: pues, si sois partícipes en los bienes incorruptibles, ¿cuánto más lo debéis ser en los corrupti­bles? No seas precipitado en el hablar, pues la lengua es una trampa mortal. Por el bien de tu alma, sé casto en el grado que te sea posible. No tengas las manos abiertas para recibir y cerradas para dar. Ama como a la niña de tus ojos a todo el que te comunica la palabra del Señor.

 Piensa, día y noche, en el día del juicio y busca siempre la compañía de los santos, tanto si ejerces el ministerio de la palabra, portando la exhortación o meditando de qué manera puedes salvar un alma con tu palabra, como si trabajas con tus manos para redimir tus pecados.

 No seas remiso en dar ni murmures cuando das, y un día sabrás quién sabe recompensar dignamente. Guarda lo que recibiste, sin quitar ni añadir nada. El malo ha de serte siempre odioso. Juzga con justicia. No seas causa de división, sino procura la paz, reconciliando a los adver­sarios. Confiesa tus pecados. No te acerques a la oración con una mala conciencia. Este es el camino de la luz.

Jueves, XVIII semana

Oseas 1,19; 3,1-5

Es fuerte el amor como la muerte

Balduino de Cantorbery

Tratado 10

Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor.

 Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devol­vérnosla.

 Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria. Lo cual tendrá lugar cuando podamos apostrofarla, diciendo: ¿Dónde están tus pestes, muerte? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

 Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de Cristo da muerte a la misma muerte. Por esto dice: Oh muerte, yo seré tu muerte; país de los muertos, yo seré tu aguijón. También el amor con que nosotros amamos a Cristo es fuerte como la muerte, ya que viene a ser él mismo como una muerte, en cuanto que es el aniquila­miento de la vida anterior, la abolición de las malas cos­tumbres y el sepelio de las obras muertas.

 Este nuestro amor para con Cristo es como un intercam­bio de dos cosas semejantes, aunque su amor hacia noso­tros supera al nuestro. Porque él nos amó primero y, con el ejemplo de amor que nos dio, se ha hecho para nosotros como un sello, mediante el cual nos hacemos conformes a su imagen, abandonando la imagen del hombre terreno y llevando la imagen del hombre celestial, por el hecho de amarlo como él nos ha amado. Porque en esto nos ha de­jado un ejemplo para que sigamos sus huellas.

Por esto dice: Grábame como un sello en tu corazón. Es como si dijera: «Amame, como yo te amo. Tenme en tu pensamiento, en tu recuerdo, en tu deseo, en tus suspiros, en tus gemidos y sollozos. Acuérdate, hombre, qué tal te he hecho, cuán por encima te he puesto de las demás criaturas, con qué dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado de gloria y de honor, cómo te he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he puesto bajo tus pies todas las cosas. Acuérdate no sólo de cuán grandes cosas he he­cho para ti, sino también de cuán duras y humillantes co­sas he sufrido por ti; y dime si no obras perversamente cuando dejas de amarme. ¿Quién te ama como yo? ¿Quién te ha creado sino yo? ¿Quién te ha redimido sino yo?»

 Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí este corazón endurecido, incircunciso. Tú que purifi­cas los corazones y amas los corazones puros, toma pose­sión de mi corazón y habita en él, llénalo con tu presen­cia, tú que eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más dentro de mí que mi propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la belleza y el sello de la santidad, sella mi corazón con la impronta de tu ima­gen; sella mi corazón, por tu misericordia, tú, Dios por quien se consume mi corazón, mi lote perpetuo. Amén.

Viernes, XVIII semana

Oseas 2,4.8-25

Me casaré contigo en matrimonio perpetuo

San Juan de la Cruz

Cántico espiritual 39,4-7

En la transformación que el alma tiene en esta vida, pasa esta misma aspiración de Dios al alma y del alma a Dios con mucha frecuencia, con subidísimo deleite de amor en el alma, aunque no en revelado y manifiesto gra­do, como en la otra vida. Porque esto es lo que entiendo quiso decir san Pablo cuando dijo: Por cuanto sois hijos de Dios, envió Dios en vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, clamando al Padre.

 Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado, porque, dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de en­tendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza.

 Y como esto sea, no hay más saber ni poder para decir­lo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan; y así lo pidió al Pa­dre por el mismo san Juan, diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que, donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste; es a saber, que hagan por participación en nosotros, la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espí­ritu Santo. Y dice más: No ruego, Padre, solamente por es­tos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en mí; que todos ellos sean una misma cosa, de la manera que tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo, la clari­dad que me has dado, he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y tú en mí; para que sean perfectos en uno, para que conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habemos dicho, por unidad y transformación de amor. Como tampoco, se entiende, aquí quiere decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esencial y na­turalmente como lo son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de amor.

 De donde las almas esos mismos bienes poseen por par­ticipación que él por naturaleza; por lo cual verdadera­mente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios. De donde san Pedro dijo: Gracia y paz sea cumplida y perfecta en vosotros en el conocimiento de Dios y de Jesucristo, nuestro Señor, de la manera que nos son dadas todas las cosas de su divina virtud por la vida y la piedad, por el conocimiento de aquel que nos llamó con su propia gloria y virtud, por el cual muy grandes y pre­ciosas promesas nos dio, para que por estas cosas seamos hechos compañeros de la divina naturaleza.

 Hasta aquí son palabras de san Pedro, en las cuales da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él, acompañadamente con él, la obra de la Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios. Lo cual, aunque se cumple perfectamente en la otra vida, todavía en ésta, cuando se llega al estado perfecto, como decimos ha llegado aquí el alma, se alcanza gran rastro y sabor de ella, al modo que vamos diciendo, aun­que, como habemos dicho, no se puede decir.

 ¡Oh almas criadas para esas grandezas y para ellas lla­madas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ig­norantes e indignos!

Sábado, XVIII semana

Oseas 6,1-7,2

Quiero misericordia y no sacrificios

San Ireneo

Contra las herejías lib. 4,17, 4-6

Dios quería de los israelitas, por su propio bien, no sa­crificios y holocaustos, sino fe, obediencia y justicia. Y así, por boca del profeta Oseas, les manifestaba su volun­tad, diciendo: Quiero misericordia y no sacrificios; co­nocimiento de Dios, más que holocaustos. Y el mismo Señor en persona les advertía: Si comprendierais lo que significa: «Quiero misericordia y no sacrificios», no con­denaríais a los que no tienen culpa, con lo cual daba tes­timonio a favor de los profetas, de que predicaban la ver­dad, y a ellos les echaba en cara su culpable ignorancia.

 Y, al enseñar a sus discípulos a ofrecer a Dios las pri­micias de su creación, no porque él lo necesite, sino para el propio provecho de ellos, y para que se mostrasen agra­decidos, tomó pan, que es un elemento de la creación, pronunció la acción de gracias, y dijo: Esto es mi cuerpo. Del mismo modo, afirmó que el cáliz, que es también par­te de esta naturaleza creada a la que pertenecemos, es su propia sangre, con lo cual nos enseñó cuál es la obla­ción del nuevo Testamento; y la Iglesia, habiendo recibi­do de los apóstoles esta oblación, ofrece en todo el mundo a Dios, que nos da el alimento, las primicias de sus dones en el nuevo Testamento, acerca de lo cual Malaquías, uno de los doce profetas menores, anunció por adelantado: Vosotros no me agradáis –dice el Señor de los ejércitos–, no me complazco en la ofrenda de vuestras manos. Del Oriente al Poniente es grande entre las naciones mi nom­bre; en todo lugar ofrecerán incienso y sacrificio a mi nombre, una ofrenda pura, porque es grande mi nombre entre las naciones –dice el Señor de los ejércitos–, con las cuales palabras manifiesta con toda claridad que cesará los sacrificios del pueblo antiguo y que en todo lugar se I ofrecerá un sacrificio, y éste ciertamente puro, y que su nombre será glorificado entre las naciones.

 Este nombre que ha de ser glorificado entre las naciones no es otro que el de nuestro Señor, por el cual es glori­ficado el Padre, y también el hombre. Y, si el Padre se refiere a su nombre, es porque en realidad es el mismo nombre de su propio Hijo, y porque el hombre ha sido hecho por él. Del mismo modo que un rey, si pinta una imagen de su hijo, con toda propiedad podrá llamar suya aquella imagen, por la doble razón de que es la imagen de su hijo y de que es él quien la ha pintado, así también el Padre afirma que el nombre de Jesucristo, que es glorificado por todo el mundo en la Iglesia, es suyo porque es el de su Hijo y porque él mismo, que escribe estas co­sas, lo ha entregado por la salvación de los hombres.

 Por lo tanto, puesto que el nombre del Hijo es propio del Padre, y la Iglesia ofrece al Dios todopoderoso por Jesucristo, con razón dice, por este doble motivo: En todo lugar ofrecerán incienso y sacrificio a mi nombre, una ofrenda pura. Y Juan, en el Apocalipsis, nos enseña que el incienso es las oraciones de los santos.