Domingo, XIX semana

Oseas 11,1b-11

Con lazos de amor

Santa Catalina de Siena

Diálogo 4, 13

Dulce Señor mío, vuelve generosamente tus ojos mise­ricordiosos hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que ha­cia el cuerpo místico de tu Iglesia; porque será mucho ma­yor tu gloria si te apiadas de la inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te compadeces de mí, miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder conso­larme, viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido en la muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados, provoca­das precisamente por mis defectos y los de tus restantes criaturas?

 Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, que la inestimable caridad que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva atrás ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que a causa de la culpa del pecado perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto.

 A pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra de tu Hijo unigénito. Él fue efectivamente el mediador y reconciliador entre nosotros y tú, y nuestra justificación, al castigar y cargar sobre sí todas nuestras injusticias e iniquidades. El lo hizo en virtud de la obediencia que tú, Padre eterno, le impu­siste, al decretar que asumiese nuestra humanidad. ¡In­menso abismo de caridad! ¿Puede haber un corazón tan duro que pueda mantenerse entero y no partirse al con­templar el descenso de la infinita sublimidad hasta lo más hondo de la vileza, como es la de la condición humana?

 Nosotros somos tu imagen, y tú eres la nuestra, gracias a la unión que realizaste en el hombre, al ocultar tu eter­na deidad bajo la miserable nube e infecta masa de la car­ne de Adán. Y esto, ¿por qué? No por otra causa que por tu inefable amor. Por este inmenso amor es por el que su­plico humildemente a tu Majestad, con todas las fuerzas de mi alma, que te apiades con toda tu generosidad de tus miserables criaturas.

Lunes, XIX semana

Oseas 14,2-10

Yo curaré sus extravíos

Teodoreto de Ciro

Sobre la encar­nación del Señor 26-27

Jesús acude espontáneamente a la pasión que de él es­taba escrita y que más de una vez había anunciado a sus discípulos, increpando en cierta ocasión a Pedro por ha­ber aceptado de mala gana este anuncio de la pasión, y de­mostrando finalmente que a través de ella sería salvado el mundo. Por eso, se presentó él mismo a los que venían a prenderle, diciendo: Yo soy a quien buscáis. Y cuando lo acusaban no respondió, y, habiendo podido esconderse, no quiso hacerlo; por más que en otras varias ocasiones en que lo buscaban para prenderlo se esfumó.

 Además, lloró sobre Jerusalén, que con su incredulidad se labraba su propio desastre y predijo su ruina definitiva y la destrucción del templo. También sufrió con paciencia que unos hombres doblemente serviles le pegaran en la ca­beza. Fue abofeteado, escupido, injuriado, atormentado, flagelado y, finalmente, llevado a la crucifixión, dejando que lo crucificaran entre dos ladrones, siendo así contado entre los homicidas y malhechores, gustando también el vinagre y la hiel de la viña perversa, coronado de espinas en vez de palmas y racimos, vestido de púrpura por bur­la y golpeado con una caña, atravesado por la lanza en el costado y, finalmente, sepultado.

 Con todos estos sufrimientos nos procuraba la sal­vación. Porque todos los que se habían hecho esclavos del pecado debían sufrir el castigo de sus obras; pero él, inmune de todo pecado, él, que caminó hasta el fin por el camino de la justicia perfecta, sufrió el suplicio de los pecadores, borrando en la cruz el decreto de la antigua maldición. Cristo –dice san Pablo– nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un árbol». Y con la corona de espinas puso fin al castigo de Adán, al que se le dijo después del pecado: Maldito el suelo por tu culpa: brotará para ti cardos y espinas .

 Con la hiel, cargó sobre sí la amargura y molestias de esta vida mortal y pasible. Con el vinagre, asumió la na­turaleza deteriorada del hombre y la reintegró a su estado primitivo. La púrpura fue signo de su realeza; la caña, in­dicio de la debilidad y fragilidad del poder del diablo; las bofetadas que recibió publicaban nuestra libertad, al tole­rar él las injurias, los castigos y golpes que nosotros ha­bíamos merecido.

 Fue abierto su costado, como el de Adán, pero no salió de él una mujer que con su error engendró la muerte, sino una fuente de vida que vivifica al mundo con un doble arroyo; uno de ellos nos renueva en el baptisterio y nos viste la túnica de la inmortalidad; el otro alimenta en la sagrada mesa a los que han nacido de nuevo por el bautismo, como la leche alimenta a los re­cién nacidos.

Martes, XIX semana

Miqueas 3,1-12

Sus cicatrices nos curaron

Teodoreto de Ciro

Sobre la encar­nación del Señor 28

Los sufrimientos de nuestro Salvador son nuestra medicina. Es lo que enseña el profeta, cuando dice: Él sopor­tó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; noso­tros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas; por esto, como cordero llevado al matade­ro, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

 Y, del mismo modo que el pastor, cuando ve a sus ove­jas dispersas, toma a una de ellas y la conduce donde quie­re, arrastrando así a las demás en pos de ella, así también la Palabra de Dios, viendo al género humano descarriado, tomó la naturaleza de esclavo, uniéndose a ella, y, de esta manera, hizo que volviesen a él todos los hombres y con­dujo a los pastos divinos a los que andaban por lugares peligrosos, expuestos a la rapacidad de los lobos.

 Por esto, nuestro Salvador asumió nuestra naturaleza; por esto, Cristo, el Señor, aceptó la pasión salvadora, se entregó a la muerte y fue sepultado; para sacarnos de aquella antigua tiranía y darnos la promesa de la incorrupción, a nosotros, que estábamos sujetos a la corrupción. En efecto, al restaurar, por su resurrección, el templo destruido de su cuerpo, manifestó a los muertos y a los que esperaban su resurrección la veracidad y firmeza de sus promesas.

 «Pues, del mismo modo –dice– que la naturaleza que tomé de vosotros, por su unión con la divinidad que habi­ta en ella, alcanzó la resurrección y, libre de la corrupción y del sufrimiento, pasó al estado de incorruptibilidad e inmortalidad, así también vosotros seréis liberados de la dura esclavitud de la muerte y, dejada la corrupción y el sufrimiento, seréis revestidos de impasibilidad. »

 Por este motivo, también comunicó a todos los hom­bres, por medio de los apóstoles, el don del bautismo, ya que les dijo: Id y haced discípulos de todos los pue­blos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El bautismo es un símbolo y seme­janza de la muerte del Señor, pues, como dice san Pa­blo, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.

Miércoles, XIX semana

Miqueas 4,1-7

Vamos a subir al monte del Señor

San Agustín

Comentario sobre los salmos 47, 7

Lo que habíamos oído lo hemos visto. ¡Oh bienaven­turada Iglesia! En un tiempo oíste, en otro viste. Oíste en el tiempo de las promesas, viste en el tiempo de su rea­lización; oíste en el tiempo de las profecías, viste en el tiempo del Evangelio. En efecto, todo lo que ahora se cumple había sido antes profetizado. Levanta, pues, tus ojos y esparce tu mirada por todo el mundo; contempla la heredad del Señor difundida ya hasta los confines del orbe; ve cómo se ha cumplido ya aquella predicción: Que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan. Y aquella otra: Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria. Mira a aquel cuyas manos y pies fueron traspasados por los clavos, cuyos huesos pu­dieron contarse cuando pendía en la cruz, cuyas vestidu­ras fueron sorteadas; mira cómo reina ahora el mismo que ellos vieron pendiente de la cruz. Ve cómo se cum­plen aquellas palabras: Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia de postra­rán las familias de los pueblos. Y, viendo esto, exclama lleno de gozo: Lo que habíamos oído lo hemos visto.

 Con razón se aplican a la Iglesia llamada de entre los gentiles las palabras del salmo: Escucha, hija, mira: olvi­da tu pueblo y la casa paterna. Escucha y mira: primero escuchas lo que no ves, luego verás lo que escuchaste. Un pueblo extraño –dice otro salmo– fue mi vasallo; me escuchaban y me obedecían. Si obedecían porque escu­chaban es señal de que no veían. ¿Y cómo hay que en­tender aquellas palabras: Verán algo que no les ha sido anunciado y entenderán sin haber oído? Aquellos a los que no habían sido enviados los profetas, los que anterior­mente no pudieron oírlos, luego, cuando los oyeron, los entendieron y se llenaron de admiración. Aquellos otros, en cambio, a los que habían sido enviados, aunque tenían sus palabras por escrito, se quedaron en ayunas de su significado y, aunque tenían las tablas de la ley, no pose­yeron la heredad. Pero nosotros, lo que habíamos oído lo hemos visto.

 En la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios. Aquí es donde hemos oído y visto. Dios la ha fundado para siempre. No se engrían los que dicen: El Mesías está aquí o está allí. El que dice: Está aquí o está allí induce a división. Dios ha prometido la unidad: los reyes se alían, no se dividen en facciones. Y esta ciu­dad, centro de unión del mundo, no puede en modo algu­no ser destruida: Dios la ha fundado para siempre. Por tanto, si Dios la ha fundado para siempre, no hay temor de que cedan sus cimientos.

Jueves, XIX semana

Miqueas 4,14-5,7

Tenemos a Cristo que es nuestra paz y nuestra luz

San Gregorio de Nisa

Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano

 Él es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Teniendo en cuenta que Cristo es la paz, mostraremos la autenticidad de nuestro nombre de cristianos si, con nuestra manera de vivir, ponemos de manifiesto la paz que reside en nosotros y que es el mismo Cristo. Él ha dado muerte al odio, como dice el Apóstol. No permitamos, pues, de ningún modo que este odio reviva en nosotros, antes demostremos que está del todo muerto. Dios, por nuestra salvación, le dio muerte de una manera admirable; ahora, que yace bien muerto, no seamos noso­tros quienes lo resucitemos en perjuicio de nuestras al­mas, con nuestras iras y deseos de venganza.

 Ya que tenemos a Cristo, que es la paz, nosotros tam­bién matemos el odio, de manera que nuestra vida sea una prolongación de la de Cristo, tal como lo conocemos por la fe. Del mismo modo que él, derribando la barrera de separación, de los dos pueblos creó en su persona un solo hombre, estableciendo la paz, así también nosotros atraigámonos la voluntad no sólo de los que nos atacan desde fuera, sino también de los que entre nosotros pro­mueven sediciones, de modo que cese ya en nosotros esta oposición entre las tendencias de la carne y del es­píritu, contrarias entre sí; procuremos, por el contrario, someter a la ley divina la prudencia de nuestra carne, y así, superada esta dualidad que hay en cada uno de no­sotros, esforcémonos en reedificarnos a nosotros mismos, de manera que formemos un solo hombre, y tengamos paz en nosotros mismos.

 La paz se define como la concordia entre las partes disidentes. Por esto, cuando cesa en nosotros esta guerra in­terna, propia de nuestra naturaleza, y conseguimos la paz, nos convertimos nosotros mismos en paz, y así de­mostramos en nuestra persona la veracidad y propiedad de este apelativo de Cristo.

 Además, considerando que Cristo es la luz verdadera sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de la luz verdadera. Los rayos del sol de justicia son las virtudes que de él emanan para iluminarnos, para que dejemos las actividades de las tinieblas y nos con­duzcamos como en pleno día, con dignidad. Y, apartando de nosotros las ignominias que se cometen a escondidas y obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en luz y, según es propio de la luz, iluminemos a los demás con nuestras obras.

 Y, si tenemos en cuenta que Cristo es nuestra santificación, nos abstendremos de toda obra y pensamiento malo e impuro, con lo cual demostraremos que llevamos con sinceridad su mismo nombre, mostrando la eficacia de esta santificación no con palabras, sino con los actos de nuestra vida.

Viernes, XIX semana

Miqueas 6,1-15

Reformemos nuestras costumbres en Cristo, por el Espíritu Santo

San Paciano

Sermón sobre el bautismo 5-6

El pecado de Adán se había transmitido a todo el género humano, como afirma el Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres. Por lo tanto, es necesario que la justicia de Cristo sea transmitida a todo el género humano. Y, así como Adán, por su pecado, fue causa de perdición para toda su descendencia, del mismo modo Cristo, por su justi­cia, vivifica a todo su linaje. Esto es lo que subraya el Após­tol cuando afirma: Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno to­dos se convertirán en justos. Y así como reinó el pecado, causando la muerte, así también reinará la gracia, cau­sando una justificación que conduce a la vida eterna.

 Pero alguno me puede decir: «Con razón el pecado de Adán ha pasado a su posteridad, ya que fueron en­gendrados por él. ¿Pero acaso nosotros hemos sido engendrados por Cristo para que podamos ser salva­dos por él?» No penséis carnalmente, y veréis cómo so­mos engendrados por Cristo. En la plenitud de los tiem­pos, Cristo se encarnó en el seno de María: vino para salvar a la carne, no la abandonó al poder de la muerte, sino que la unió con su espíritu y la hizo suya. Éstas son las bodas del Señor por las que se unió a la natu­raleza humana, para que, de acuerdo con aquel gran misterio, se hagan los dos una sola carne, Cristo y la Iglesia.

 De estas bodas nace el pueblo cristiano, al descen­der del cielo el Espíritu Santo. La substancia de nues­tras almas es fecundada por la simiente celestial, se de­sarrolla en el seno de nuestra madre, la Iglesia, y cuan­do nos da a luz somos vivificados en Cristo. Por lo que dice el Apóstol: El primer hombre, Adán, fue un ser animado, el último Adán, un espíritu que da vida. Así es como engendra Cristo en su Iglesia por medio de sus sacerdotes, como lo afirma el mismo Apóstol: Os he en­gendrado para Cristo. Así, pues, el germen de Cristo, el Espíritu de Dios, da a luz, por manos de los sacerdotes, al hombre nuevo, concebido en el seno de la Iglesia, reci­bido en el parto de la fuente bautismal, teniendo como madrina de boda a la fe.

 Pero hay que recibir a Cristo para que nos engendre, como lo afirma el apóstol san Juan: Cuantos lo recibie­ron, les da poder para ser hijos de Dios. Esto no puede ser realizado sino por el sacramento del bautismo, del crisma y del obispo. Por el bautismo se limpian los pecados, por el crisma se infunde el Espíritu Santo, y ambas cosas las conseguimos por medio de las manos y la boca del obispo. De este modo, el hombre entero renace y vive una vida nueva en Cristo: Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva, es decir, que, depuestos los errores de la vida pasa­da, reformemos nuestras costumbres en Cristo, por el Es­píritu Santo.

Sábado, XIX semana

Miqueas 7,7-20

¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado?

San Paciano

Sobre el bautismo 6-7

Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, sere­mos también imagen del hombre celestial; porque el pri­mer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Si obramos así, hermanos, ya no moriremos. Aunque nuestro cuerpo se deshaga, viviremos en Cristo, como él mismo dice: El que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá.

 Por lo demás, tenemos certeza, por el mismo testimo­nio del Señor, que Abrahán, Isaac y Jacob y que todos los santos de Dios viven. De ellos dice el Señor: Para él todos están vivos. No es Dios de muertos, sino de vivos. Y el Apóstol dice de sí mismo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir; deseo partir para estar con Cristo. Y añade en otro lugar: Mientras sea el cuerpo nuestro do­micilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Esta es nuestra fe, queridos hermanos. Además: Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. La vida meramente natural nos es común, aunque no igual en duración, como lo veis vosotros mismos, con los ani­males, las fieras y las aves. Lo que es propio del hombre es lo que Cristo nos ha dado por su Espíritu, es decir, la vida eterna, siempre que ya no cometamos más pecados. Pues, de la misma forma que la muerte se adquiere con el pe­cado, se evita con la virtud. Porque el pecado paga con muerte, mientras que Dios regala vida eterna por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro.

Como afirma el Apóstol, él es quien redime, perdonándonos todos los pecados. Borró el protocolo que no condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz, y, des­tituyendo por medio de Cristo a los principados y auto­ridades, los ofreció en espectáculo público y los llevó cau­tivos en su cortejo. Ha liberado a los cautivos y ha roto nuestras cadenas, como lo dijo David: El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego, el Señor en­dereza a los que ya se doblan. Y en otro lugar: Rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza. Así, pues, somos liberados de las cadenas cuando, por el sa­cramento del bautismo, nos reunimos bajo el estandarte del Señor, liberados por la sangre y el nombre de Cristo.

 Por lo tanto, queridos hermanos, de una vez para siem­pre hemos sido lavados, de una vez para siempre hemos sido liberados y de una vez para siempre hemos sido tras­ladados al reino inmortal; de una vez para siempre, di­chosos los que están absueltos de sus culpas, a quienes les han sepultado sus pecados. Mantened con fidelidad lo que habéis recibido, conservadlo con alegría, no pequéis más. Guardaos puros e inmaculados para el día del Señor.