Domingo, XXI semana

Sofonías 1,1-7.14-2,3

La esperanza de la tierra nueva

Vaticano II

Gaudium et spes 39

No conocemos ni el tiempo de la nueva tierra y de la nueva humanidad, ni el modo en que el universo se trans­formará. Se termina ciertamente la representación de este mundo, deformado por el pecado, pero sabemos que Dios prepara una nueva morada y una nueva tierra, en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y sobre­pasará todos los deseos de paz que brotan en el corazón del hombre. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que se había sembrado débil y corruptible se vestirá de incorrupción y, permanecien­do la caridad y sus frutos, toda la creación, que Dios creó por el hombre, se verá libre de la esclavitud de la vanidad.

 Aunque se nos advierta que de nada le vale al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo, sin embargo, la esperanza de la tierra nueva no debe debilitar, al con­trario, debe excitar la solicitud de perfeccionar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva humanidad, que ya presenta las esbozadas líneas de lo que será el siglo futuro. Por eso, aunque hay que distinguir cuidadosamente pro­greso temporal y crecimiento del reino de Dios, con todo, el primero, por lo que puede contribuir a una mejor orde­nación de la humana sociedad, interesa mucho al bien del reino de Dios.

 Los bienes que proceden de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad, bienes que son un pro­ducto de nuestra naturaleza y de nuestro trabajo, una vez que, en el Espíritu del Señor y según su mandato, los ha­yamos propagado en la tierra, los volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva a su Padre «un reino eterno y uni­versal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz». En la tierra este reino está ya presente de una manera misteriosa, pero se completará con la llegada del Señor.

Lunes, XXI semana

Sofonías 3,8-20

El resto de Israel pastará y se tenderá sin sobresaltos

Santo Tomás de Aquino

Comentario so­bre el evangelio de san Juan 10, 3

Yo soy el buen Pastor. Es evidente que el oficio de pas­tor compete a Cristo, pues, de la misma manera que e rebaño es guiado y alimentado por el pastor, así Cristo ali­menta a los fieles espiritualmente y también con su cuerpo y su sangre. Andabais descarriados como ovejas –dice el Apóstol–, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas.

 Pero ya que Cristo, por una parte, afirma que el pastor entra por la puerta y, en otro lugar, dice que el es la puerta, y aquí añade que él es el pastor, debe concluirse, de todo ello, que Cristo entra por sí mismo. Y es cierto que Cristo entra por sí mismo, pues él se manifiesta a sí mismo, y por sí mismo conoce al Padre. Nosotros, en cambio, entramos por él, pues es por él que alcanzamos la felicidad.

 Pero, fijate bien: nadie que no sea el es puerta, porque nadie sino él es luz verdadera, a no ser por participación: No era él –es decir, Juan Bautista– la luz, sino testigo d la luz. De Cristo, en cambio, se dice: Era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Por ello, de nadie puede decirse que sea puerta; esta cualidad Cristo se la reserva para sí; el oficio, en cambio, de pastor lo dio también otros y quiso que lo tuvieran sus miembros: por ello, Pedro fue pastor, y pastores fueron también los otros apóstoles, y son pastores todos los buenos obispos. Os daré –dice la Escritura–pastores a mi gusto. Pero, aunque los prelados de la Iglesia, que también son hijos, sean todos llamados pastores, sin embargo, el Señor dice en singular: Yo soy el buen Pastor; con ello quiere estimularlos a la caridad, insinuándoles que nadie puede ser buen pastor, si no llega a ser una sola cosa con Cristo por la caridad y se convierte en miembro del verdadero pastor.

 El deber del buen pastor es la caridad; por eso dice: El buen pastor da la vida por las ovejas. Conviene, pues distinguir entre el buen pastor y el mal pastor: el buen pastor es aquel que busca el bien de sus ovejas, en cam­bio, el mal pastor es el que persigue su propio bien.

 A los pastores que apacientan rebaños de ovejas no se les exige exponer su propia vida a la muerte por el bien de su rebaño, pero, en cambio, el pastor espiritual sí que debe renunciar a su vida corporal ante el peligro de sus ovejas, porque la salvación espiritual del rebaño es de más precio que la vida corporal del pastor. Es esto precisamente lo que afirma el Señor: El buen pastor da la vida –la vida del cuerpo– por las ovejas, es decir, por las que son suyas por razón de su autoridad y de su amor. Ambas cosas se requieren: que las ovejas le pertenezcan y que las ame, pues lo primero sin lo segundo no sería suficiente.

 De este proceder Cristo nos dio ejemplo: Si Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nues­tra vida por los hermanos.

Martes, XXI semana

Jeremías 1,1-19

Cinco caminos de penitencia

San Juan Crisóstomo

Homilía 2 sobre el diablo tentador 6

¿Queréis que os recuerde los diversos caminos de peni­tencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos ellos conducen al cielo.

 El primer camino de penitencia consiste en la acusación de los pecados: Confiesa primero tus pecados, y serás jus­tificado. Por eso dice el salmista: Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Condena, pues, tú mismo, aquello en lo que pecaste, y esta confesión te obtendrá el perdón ante el Señor, pues, quien condena aquello en lo que faltó, con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico, y así no ten­drás quien te acuse ante el tribunal de Dios.

 Éste es un primer y óptimo camino de penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en per­donar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemi­gos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira, olvide­mos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obten­dremos que Dios perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo modo de expiar nuestras culpas. Porque si perdonáis a los demás sus culpas –dice el Señor–, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.

 ¿Quieres conocer un tercer camino de penitencia? Lo tienes en la oración ferviente y continuada, que brota de lo íntimo del corazón.

 Si deseas que te hable aún de un cuarto camino, te diré que lo tienes en la limosna: ella posee una grande y ex­traordinaria virtualidad.

 También, si eres humilde y obras con modestia, en este proceder encontrarás, no menos que en cuanto hemos di­cho hasta aquí, un modo de destruir el pecado: De ello tienes un ejemplo en aquel publicano, que, si bien no pudo recordar ante Dios su buena conducta, en lugar de buenas obras presentó su humildad y se vio descargado del gran peso de sus muchos pecados.

 Te he recordado, pues, cinco caminos de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las ofensas de nuestro prójimo; tercero, la oración; cuarto, la limosna; y quinto, la humildad.

 No te quedes, por tanto, ocioso, antes procura caminar cada día por la senda de estos caminos: ello, en efecto, resulta fácil, y no te puedes excusar aduciendo tu pobre­za, pues, aunque vivieres en gran penuria, podrías depo­ner tu ira y mostrarte humilde, podrías orar asiduamente y confesar tus pecados; la pobreza no es obstáculo para dedicarte a estas prácticas. Pero, ¿qué estoy diciendo? La pobreza no impide de ninguna manera el andar por aquel camino de penitencia que consiste en seguir el mandato del Señor, distribuyendo los propios bienes —hablo de la limosna—, pues esto lo realizó incluso aquella viuda po­bre que dio sus dos pequeñas monedas.

 Ya que has aprendido con estas palabras a sanar tus heridas, decídete a usar de estas medicinas, y así, recupe­rada ya tu salud, podrás acercarte confiado a la mesa san­ta y salir con gran gloria al encuentro del Señor, rey de la gloria, y alcanzar los bienes eternos por la gracia, la mi­sericordia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

Miércoles, XXI semana

Jeremías 2,1-13.20-25

El que tenga sed que venga a mí y que beba

San Columbano

Instrucción 13, Sobre Cristo, fuente de vida 1-2

Amadísimos hermanos, escuchad nuestras palabras, pues vais a oír algo realmente necesario; y mitigad la sed de vuestra alma con el caudal de la fuente divina, de la que ahora pretendemos hablaros. Pero no la apaguéis del todo: bebed, pero no intentéis saciaros completamente. La fuente viva, la fuente de la vida nos invita ya a ir a él, diciéndonos: El que tenga sed que venga a mí y que beba.

 Tratad de entender qué es lo que vais a beber. Que os lo diga Jeremías. Mejor dicho, que os lo diga el que es la misma fuente: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva –oráculo del Señor–. Así, pues, nuestro Señor Jesucris­to en persona es la fuente de la vida. Por eso, nos invita a ir a él, que es la fuente, para beberlo. Lo bebe quien lo ama, lo bebe quien trata de saciarse de la palabra de Dios. El que tiene suficiente amor también tiene suficiente de­seo. Lo bebe quien se inflama en el amor de la sabiduría.

 Observad de donde brota esa fuente. Precisamente de donde nos viene el pan. Porque uno mismo es el pan y la fuente: el Hijo único, nuestro Dios y Señor Jesucristo, de quien siempre hemos de tener hambre. Aunque lo coma­mos por el amor, aunque lo vayamos devorando por el deseo, tenemos que seguir con ganas de él, como ham­brientos. Vayamos a él, como a fuente, y bebamos, tratan­do de excedernos siempre en el amor; bebamos llenos de deseo y gocemos de la suavidad de su dulzura.

 Porque el Señor es bueno y suave; y, por más que lo bebamos y lo comamos, siempre seguiremos teniendo hambre y sed de él, porque esta nuestra comida y bebida no puede acabar nunca de comerse y beberse; aunque se coma, no se termina, aunque se beba, no se agota, porque este nuestro pan es eterno y esta nuestra fuente es peren­ne y esta nuestra fuente es dulce. Por eso, dice el profeta: Sedientos todos, acudid por agua. Porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apaga­do. Y, por eso, llama a los que tienen sed, aquellos mismos que en otro lugar proclama dichosos, aquellos que nunca se sacian de beber, sino que, cuanto más beben, más sed tienen.

 Con razón, pues, hermanos, hemos de anhelar, buscar y amar a aquel que es la Palabra de Dios en el cielo, la fuente de la sabiduría, en quien, como dice el Apóstol, están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, tesoros que Dios brinda a los que tienen sed.

Si tienes sed, bebe de la fuente de la vida, si tienes hambre, come el pan de la vida. Dichosos los que tienen hambre de este pan y sed de esta fuente; nunca dejan de comer y beber y siempre siguen deseando comer y beber. Tiene que ser muy apetecible lo que nunca se deja de comer y beber, siempre se apetece y se anhela, siempre gusta y siempre se desea; por eso, dice el rey profeta: Gustad y ved qué dulce, qué bueno es el Señor.

Jueves, XXI semana

Jeremías 3,1-5.19-4,4

Tú, Señor, eres todo lo nuestro

San Columbano

Instrucción 13, sobre Cristo, fuente de vida 2-3

Hermanos, seamos fieles a nuestra vocación. A través de ella nos llama a la fuente de la vida aquel que es la vida misma, que es fuente de agua viva y fuente de vida eterna, fuente de luz y fuente de resplandor, ya que de él procede todo esto: sabiduría y vida, luz eterna. El autor de la vida es fuente de vida, el creador de la luz es fuente de resplandor. Por eso, dejando a un lado lo visi­ble y prescindiendo de las cosas de este mundo, busque­mos en lo más alto del cielo la fuente de la luz, la fuente de la vida, la fuente de agua viva, como si fuéramos peces inteligentes y que saben discurrir; allí podremos beber el agua viva que salta hasta la vida eterna.

 Dios misericordioso, piadoso Señor, haznos dignos de llegar a esa fuente. En ella podré beber también yo, con los que tienen sed de ti, un caudal vivo de la fuente viva de agua viva. Si llegara a deleitarme con la abundancia de su dulzura, lograría levantar siempre mi espíritu para agarrarme a ella y podría decir: «¡Qué grata resulta una fuente de agua viva de la que siempre mana agua que sal­ta hasta la vida eterna!»

 Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más, aunque no cesemos de beber de ella. Cristo Señor, danos siempre esa agua, para que haya también en nosotros un surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna. Es verdad que pido grandes cosas, ¿quién lo puede ignorar? Pero tú eres el rey de la gloria y sabes dar cosas excelentes, y tus promesas son magníficas. No hay ser que te aventaje. Y te diste a nosotros. Y te diste por nosotros.

 Por eso, te pedimos que vayamos ahondando en el co­nocimiento de lo que tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosa distinta de ti. Porque tú eres todo lo nuestro: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salva­ción, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios. In­funde en nuestros corazones, Jesús querido, el soplo de tu Espíritu e inflama nuestras almas en tu amor, de modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: «Mués­trame al amado de mi alma, porque estoy herido de amor.»

 Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así herida de amor. Ésa va en busca de la fuente. Ésa va a beber. Y, por más que bebe, siempre tie­ne sed. Siempre sorbe con ansia, porque siempre bebe con sed. Y, así, siempre va buscando con amor, porque halla la salud en las mismas heridas. Que se digne dejar impre­sas en lo más íntimo de nuestras almas esas saludables heridas el compasivo y bienhechor médico de nuestras almas, nuestro Dios y Señor Jesucristo, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

Viernes, XXI semana

Jeremías 4,5-8.13-28

Convertíos a mí

San Jerónimo

Comentarios sobre el li­bro del profeta Joel

Convertíos a mí de todo corazón, y que vuestra peni­tencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llan­to y de las lágrimas; así, ayunando ahora, seréis luego sa­ciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados. Y, ya que la costumbre tie­ne establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos –como nos lo cuenta el Evangelio, al decir que el pontífice rasgó sus vestiduras para significar la magni­tud del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias–, así os digo que no ras­guéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones repletos de pecado; pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad. Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habíais apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues, por grandes que sea vuestras culpas, la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la vastedad de vuestros muchos pecados.

 Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; él no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva; él no es impaciente como el hombre, sino que es­pera sin prisas nuestra conversión y sabe retirar su mali­cia de nosotros, de manera que, si nos convertimos de nuestros pecados, él retira de nosotros sus castigos y apar­ta de nosotros sus amenazas, cambiando ante nuestro cambio. Cuando aquí el profeta dice que el Señor sabe re­tirar su malicia, por malicia no debemos entender lo que es contrario a la virtud, sino las desgracias con que nues­tra vida está amenazada, según aquello que leemos en otro lugar: A cada día le bastan sus disgustos, o bien aque­llo otro: ¿Sucede una desgracia en la ciudad que no la mande el Señor?

 Y, porque dice, como hemos visto más arriba, que el Se­ñor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y que sabe retirar su malicia, a fin de que la magnitud de su clemencia no nos haga negligentes en el bien, añade el profeta: Quizá se arrepienta y nos perdone y nos deje todavía su bendición. Por eso, dice, yo, por mi parte, exhorto a la penitencia y reconozco que Dios es in­finitamente misericordioso, como dice el profeta David: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa.

 Pero, como sea que no podemos conocer hasta dónde llega el abismo de las riquezas y sabiduría de Dios, prefie­ro ser discreto en mis afirmaciones y decir sin presunción: Quizá se arrepienta y nos perdone. Al decir quizá, ya está indicando que se trata de algo o bien imposible o por lo menos muy difícil.

Habla luego el profeta de ofrenda y libación para nues­tro Dios: con ello, quiere significar que, después de haber­nos dado su bendición y perdonado nuestro pecado, noso­tros debemos ofrecer a Dios nuestros dones.

Sábado, XXI semana

Jeremías 7,1-20

Al adornar el templo, no desprecies al hermano necesitado

San Juan Crisóstomo

Homilías sobre el evangelio de san Mateo 50,3-4

¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: Tuve hambre, y no me dis­teis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer. El templo no necesita vestidos y lien­zos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos.

 Reflexionemos, pues, y honremos a Cristo con aquel mismo honor con que él desea ser honrado; pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a él le agrada, no en el que a nosotros nos place. Tam­bién Pedro pretendió honrar al Señor cuando no quería dejarse lavar los pies, pero lo que él quería impedir no era el honor que el Señor deseaba, sino todo lo contrario. Así tú debes tributar al Señor el honor que él mismo te in­dicó, distribuyendo tus riquezas a los pobres. Pues Dios no tiene ciertamente necesidad de vasos de oro, pero SI, en cambio. desea almas semejantes al oro.

No digo esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad para con los pobres. Porque, si Dios acepta los dones para su templo, le agradan, con todo, mucho más las ofrendas que se dan a los pobres. En efec­to, de la ofrenda hecha al templo sólo saca provecho quien la hizo; en cambio, de la limosna saca provecho tanto quien la hace como quien la recibe. El don dado para el templo puede ser motivo de vanagloria, la limosna, en cambio, sólo es signo de amor y de caridad.

 ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesa­rio para cubrir su desnudez? ¿Qué ganas con ello? Dime si no: Si ves a un hambriento falto del alimento indispen­sable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contem­plar una mesa adornada con vajilla de oro, ¿te dará las gracias de ello? ¿No se indignará más bien contigo? O, si, viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin acordar­te de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que con esto pretendes honrarlo, ¿no pen­sará él que quieres burlarte de su indigencia con la más sarcástica de tus ironías?

 Piensa, pues, que es esto lo que haces con Cristo, cuan­do lo contemplas errante, peregrino y sin techo y, sin reci­birlo, te dedicas a adornar el pavimento, las paredes y las columnas del templo. Con cadenas de plata sujetas lámpa­ras, y te niegas a visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohi­bir el uso de tales adornos, pero sí que quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo. Nadie, en efecto, resultará condenado por omitir esto segundo, en cambio, los castigos del infierno, el fuego inextinguible y la compañía de los demonios están destinados para quie­nes descuiden lo primero. Por tanto, al adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro.