Domingo, XXII semana

Jeremías 11,18-20; 12,1-13

El Señor se ha compadecido de nosotros

San Agustín

Sermón 23 A,1-4

Dichosos nosotros, si llevamos a la práctica lo que es­cuchamos y cantamos. Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fruc­tificara. Empiezo diciendo esto, porque quisiera exhorta­ros a que no vengáis nunca a la iglesia de manera infruc­tuosa, limitándoos sólo a escuchar lo que allí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque, como dice el Apóstol, estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por ello: «Vayamos al encuentro y premiemos a estos hombres, porque la santi­dad de su vida lo merece». A Dios le desagradaba nuestra vida, le desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo que él había realizado en nosotros. Por ello, en nosotros, condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que él había obrado.

 Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura: Cristo murió por los impíos. Y ¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir.Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atre­va a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entre­gar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?

 Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, lle­vado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no total­mente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que he­mos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico ex­traordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.

 Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos, en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de morta­lidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.

 Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otor­gó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que noso­tros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.

Lunes, XXII semana

Jeremías 19,1-5.10-20,6

Yo instruí a mis profetas

Tomás de Kempis

Imitación de Cristo 3,3

Escucha, hijo mío, mis palabras, palabras suavísimas, que trascienden toda la ciencia de los filósofos y letrados de este mundo.

 Mis palabras son espíritu y son vida, y no se pueden ponderar partiendo del criterio humano.

 No deben usarse con miras a satisfacer la vana compla­cencia, sino oírse en silencio, y han de recibirse con hu­mildad y gran afecto del corazón.

 Y dije: Dichoso el hombre a quien tú educas, al que en­señas tu ley, dándole descanso tras los anos duros, para que no viva desolado aquí en la tierra.

 Yo –dice el Señor– instruí a los profetas desde anti­guo, y no ceso de hablar a todos hasta hoy; pero muchos se hacen sordos a mi palabra y se endurecen en su corazón.

Los más oyen de mejor grado al mundo que a Dios, y más fácilmente siguen las apetencias de la carne que el beneplácito divino.

 Ofrece el mundo cosas temporales y efímeras, y, con todo, se le sirve con ardor. Yo prometo lo sumo y eterno, y los corazones de los hombres languidecen presa de la inercia.

 ¿Quién me sirve y obedece a mí con tanto empeño y diligencia como se sirve al mundo y a sus dueños?

Sonrójate, pues, siervo indolente y quejumbroso, que aquéllos sean más solícitos para la perdición que para la vida.

 Más se gozan ellos en la vanidad que tú en la verdad. Y, ciertamente, a veces quedan fallidas sus esperanzas; en cambio, mi promesa a nadie engaña ni deja frustrado al que funda su confianza en mí.

 Yo daré lo que tengo prometido, lo que he dicho lo cumpliré. Pero a condición de que mi siervo se mantenga fiel hasta el fin.

 Yo soy el remunerador de todos los buenos, así como fuerte el que somete a prueba a todos los que llevan una vida de intimidad conmigo.

 Graba mis palabras en tu corazón y medítalas una y otra vez con diligencia, porque tendrás gran necesidad de ellas en el momento de la tentación.

 Lo que no entiendas cuando leas lo comprenderás el día de mi visita. Porque de dos medios suelo usar para visitar a mis elegidos: la tentación y la consolación.

 Y dos lecciones les doy todos los días: una consiste en reprender sus vicios, otra en exhortarles a progresar en la adquisición de las virtudes.

 El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue en el último día.

Martes, XXII semana

Jeremías 20,7-18

La fidelidad del Señor dura por siempre

Tomás de Kempis

Imitación de Cristo 3,14

Señor, tus juicios resuenan sobre mí con voz de trueno; el temor y el temblor agitan con violencia todos mis hue­sos, y mi alma está sobrecogida de espanto.

 Me quedo atónito al considerar que ni el cielo es puro a tus ojos. Y si en los mismos ángeles descubriste faltas, y no fueron dignos de tu perdón, ¿qué será de mí?

 Cayeron las estrellas del cielo, y yo, que soy polvo, ¿qué puedo presumir? Se precipitaron en la vorágine de los vicios aun aquellos cuyas obras parecían dignas de elogio; y a los que comían el pan de los ángeles los vi deleitarse con las bellotas de animales inmundos.

 No es posible, pues, la santidad en el hombre, Señor, si retiras el apoyo de tu mano. No aprovecha sabiduría alguna, si tú dejas de gobernarlo. No hay fortaleza in­quebrantable, capaz de sostenernos, si tú cesas de con­servarla.

 Porque, abandonados a nuestras propias fuerzas, nos hundimos y perecemos; mas, visitados por ti, salimos a flote y vivimos.

 Y es que somos inestables, pero gracias a ti cobramos firmeza; somos tibios, pero tú nos inflamas de nuevo.

Toda vanagloria ha sido absorbida en la profundidad de tus juicios sobre mí.

¿Qué es toda carne en tu presencia? ¿Acaso podrá glo­riarse el barro contra el que lo formó? ¿Cómo podrá la vana lisonja hacer que se engría el corazón de aquel que está verdaderamente sometido a Dios?

 No basta el mundo entero para hacer ensoberbecer a quien la verdad hizo que se humillara, ni la alabanza de todos los hombres juntos hará vacilar a quien puso toda su confianza en Dios.

 Porque los mismos que alaban son nada, y pasarán con el sonido de sus palabras. En cambio, la fidelidad del Señor dura por siempre.

Miércoles, XXII semana

Jeremías 26,1-15

Cristo hablaba del templo de su cuerpo

Orígenes

Comentario sobre el evangelio de san Juan, tomo 10,20

Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Los amadores de su propio cuerpo y de los bienes materiales –se deja entender que hablamos aquí de los judíos–, los que no aguantaban que Cristo hubiera expulsado a los que convertían en mercado la casa de su Padre, exigen que Ies muestre un signo para obrar como obra. Así podrán juzgar si obra bien o no el Hijo de Dios, a quien se nie­gan a recibir. El Salvador, como si hablara en realidad del templo, pero hablando de su propio cuerpo, a la pre­gunta: ¿Qué signos nos muestras para obrar así?», res­ponde: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.

 Sin embargo, creo que ambos, el templo y el cuerpo de Jesús, según una interpretación unitaria, pueden consi­derarse figuras de la Iglesia, ya que ésta se halla construi­da de piedras vivas, hecha templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, construido sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo Jesús que, a su vez, también es templo. En cambio, si tenemos en cuenta aquel otro pasaje: Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro, parece que la unión y conveniente disposición de las piedras en el templo se destruye y descoyunta, como sugiere el salmo veintiuno, al decir en nombre de Cristo: Tengo los huesos descoyuntados. Descoyuntados por los continuos golpes de las persecuciones y tribulaciones, y por la guerra que levantan los que rasgan la unidad del templo; pero el templo será restaurado, y el cuerpo resucitará el d tercero; tercero, porque viene después del amenaza te día de la maldad, y del día de la consumación que seguirá.

 Porque llegará ciertamente un tercer día, y en él nace un cielo nuevo y una tierra nueva, cuando estos huesos, decir, la casa toda de Israel, resucitarán en aquel solemne y gran domingo en el que la muerte será definitivamente aniquilada. Por ello, podemos afirmar que la resurrección de Cristo, que pone fin a su cruz y a su muerte, contiene y encierra ya en sí la resurrección de todos los que formamos el cuerpo de Cristo. Pues, de la misma forma que el cuerpo visible de Cristo, después de crucificado y se­pultado, resucitó, así también acontecerá con el cuerpo total de Cristo formado por todos sus santos: crucificado y muerto con Cristo, resucitará también como él. Cada uno de los santos dice, pues, como Pablo: Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

 Por ello, de cada uno de los cristianos puede no sólo afirmarse que ha sido crucificado con Cristo para el mun­do, sino también que con Cristo ha sido sepultado, pues, si por nuestro bautismo fuimos sepultados con Cristo, como dice san Pablo, con él también resucitaremos, aña­de, como para insinuarnos ya las arras de nuestra futura resurrección.

Jueves, XXII semana

Jeremías 29,1-14

Meteré mi ley en su pecho

San León Magno

Sermón sobre las bienaventuranzas 95,1-2

Amadísimos hermanos: Al predicar nuestro Señor Jesu­cristo el Evangelio del reino, y al curar por toda Galilea enfermedades de toda especie, la fama de sus milagros se había extendido por toda Siria, y, de toda la Judea, in­mensas multitudes acudían al médico celestial. Como a la flaqueza humana le cuesta creer lo que no ve y esperar lo que ignora, hacía falta que la divina sabiduría les conce­diera gracias corporales y realizara visibles milagros, para animarles y fortalecerles, a fin de que, al palpar su poder bienhechor, pudieran reconocer que su doctrina era sal­vadora.

Queriendo, pues, el Señor convertir las curaciones ex­ternas en remedios internos y llegar, después de sanar los cuerpos, a la curación de las almas, apartándose de las turbas que lo rodeaban, y llevándose consigo a los apósto­les, buscó la soledad de un monte próximo. Quería ense­ñarles lo más sublime de su doctrina, y la mística cátedra y demás circunstancias que de propósito escogió daban a entender que era el mismo que en otro tiempo se dignó hablar a Moisés. Mostrando, entonces, más bien su terri­ble justicia; ahora, en cambio, su bondadosa clemencia. Y así se cumplía lo prometido, según las palabras de Jere­mías: Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Después de aquellos días –oráculo del Señor– meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones.

 Así, pues, el mismo que habló a Moisés fue el que habló a los apóstoles, y era también la ágil mano del Ver­bo la que grababa en lo íntimo de los corazones de sus discípulos los decretos del nuevo Testamento; sin que hubiera como en otro tiempo densos nubarrones que lo ocultaran, ni terribles truenos y relámpagos que aterro­rizaran al pueblo, impidiéndole acercarse a la montaña, sino una sencilla charla que llegaba tranquilamente a los oídos de los circunstantes. Así era como el rigor de la ley se veía suplantado por la dulzura de la gracia, y el espíritu de hijos adoptivos sucedía al de esclavitud en el temor.

 Las mismas divinas palabras de Cristo nos atestiguan cómo es la doctrina de Cristo, de modo que los que anhe­lan llegar a la bienaventuranza eterna puedan identificar los peldaños de esa dichosa subida. Y así dice: Dicho­sos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Podría no entenderse de qué pobres hablaba la misma Verdad, si, al decir: Dichosos los pobres, no hubiera añadido cómo había de entenderse esa pobreza; porque podría parecer que para merecer el reino de los cielos basta la simple miseria en que se ven tantos por pura necesidad, que tan gravosa y molesta les resulta. Pero, al decir dichosos los pobres en el espíritu, da a entender que el reino de los cielos será de aquellos que han merecido más por la humildad de sus almas que por la carencia de bienes.

Viernes, XXII semana

Jeremías  30,18-31,9

Dichosos los pobres en el espíritu

San León Magno

Sermón sobre las bienaventuranzas 95,2-3

No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácil­mente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ri­cos adornados de esta humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad, conside­rando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos.

 El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor de bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar la riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bie­nes del cielo.

 Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe, siguieran esta misma sen­da. En efecto, muchos de los primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo cora­zón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.

Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando, al subir al templo, se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar.

 ¿Qué cosa más sublime podría encontrarse que esta hu­mildad? ¿Qué más rico que esta pobreza? No tiene la ayu­da del dinero, pero posee los dones de la naturaleza. Al que su madre dio a luz deforme, la palabra de Pedro lo hace sano; y el que no pudo dar la imagen del César grabada en una moneda a aquel hombre que le pedía li­mosna, le dio, en cambio, la imagen de Cristo al devolver­le la salud.

 Y este tesoro enriqueció no sólo al que recobró la facul­tad de andar, sino también a aquellos cinco mil hombres que, ante esta curación milagrosa, creyeron en la predica­ción de Pedro. Así aquel pobre apóstol, que no tenía nada que dar al que le pedía limosna, distribuyó tan abundan­temente la gracia de Dios que dio no sólo el vigor a las piernas del cojo, sino también la salud del alma a aquella ingente multitud de creyentes, a los cuales había encon­trado sin fuerzas y que ahora podían ya andar ligeros si­guiendo a Cristo.

Sábado, XXII semana

Jeremías 31,15-22.27-34

La dicha del reino de Cristo

San León Magno

Sermón sobre las bienaventuranzas  95,4-6

Después de hablar de la pobreza, que tanta felicidad proporciona, siguió el Señor diciendo: Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Queridísimos her­manos, el llanto al que está vinculado un consuelo eter­no es distinto de la aflicción de este mundo. Los lamentos que se escuchan en este mundo no hacen dichoso a nadie. Es muy distinta la razón de ser de los gemidos de los san­tos, la causa que produce lágrimas dichosas. La santa tris­teza deplora el pecado, el ajeno y el propio. Y la amargu­ra no es motivada por la manera de actuar de la justicia divina, sino por la maldad humana. Y, en este sentido, más hay que deplorar la actitud del que obra mal que la situación del que tiene que sufrir por causa del malvado, porque al injusto su malicia le hunde en el castigo, en cambio, al justo su paciencia lo lleva a la gloria.

 Sigue el Señor: Dichosos los sufridos, porque ellos he­redarán la tierra. Se promete la posesión de la tierra a los sufridos y mansos, a los humildes y sencillos y a los que están dispuestos a tolerar toda clase de injusticias. No se ha de mirar esta herencia como vil y deleznable, como si estuviera separada de la patria celestial, de lo contrario no se entiende quién podría entrar en el reino de los cie­los. Porque la tierra prometida a los sufridos, en cuya po­sesión han de entrar los mansos, es la carne de los santos. Esta carne vivió en humillación, por eso mereció una resurrección que la transforma y la reviste de inmortali­dad gloriosa, sin temer nada que pueda contrariar al espí­ritu, sabiendo que van a estar siempre de común acuerdo. Porque entonces el hombre exterior será la posesión pací­fica e inamisible del hombre interior.

 Y, así, los sufridos heredarán en perpetua paz y sin mengua alguna la tierra prometida, cuando esto corrup­tible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de in­mortalidad. Entonces lo que fue riesgo será premio, y lo que fue gravoso se convertirá en honroso.