Domingo, XXIV semana

Ezequiel 1,3-14.22-28a

Somos cristianos y somos obispos

San Agustín

Sermón sobre los pas­tores 46,1-2

No acabáis de aprender ahora precisamente que toda nuestra esperanza radica en Cristo y que él es toda nues­tra verdadera y saludable gloria, pues pertenecéis a la grey de aquel que dirige y apacienta a Israel. Pero, ya que hay pastores a quienes les gusta que les llamen pastores, pero que no quieren cumplir con su oficio, tratemos de examinar lo que se les dice por medio del profeta. Vosotros es­cuchad con atención, y nosotros escuchemos con temor.

 Me vino esta palabra del Señor: «Hijo de Adán, profe­tiza contra los pastores de Israel, profetiza diciéndoles». Acabamos de escuchar esta lectura; ahora podemos co­mentarla con vosotros. El Señor nos ayudará a decir cosas que sean verdaderas, en vez de decir cosas que sólo sean nuestras. Pues, si sólo dijésemos las nuestras, seríamos pastores que nos estaríamos apacentando a nosotros mis­mos, y no a las ovejas; en cambio, si lo que decimos es suyo, él es quien os apacienta, sea por medio de quien sea. Esto dice el Señor: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?» Es decir, que no tienen que apacentarse a sí mismos, sino a las ovejas. Ésta es la pri­mera acusación dirigida contra estos pastores, la de que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas. ¿Y quiénes son ésos que se apacientan a sí mismos? Los mismos de los que dice el Apóstol: Todos sin excepción buscan su interés, no el de Jesucristo.

 Por nuestra parte, nosotros que nos encontramos en este ministerio, del que tendremos que rendir una peligro­sa cuenta, y en el que nos puso el Señor según su digna­ción y no según nuestros méritos, hemos de distinguir claramente dos cosas completamente distintas: la primera, que somos cristianos, y, la segunda, que somos obispos. Lo de ser cristianos es por nuestro propio bien; lo de ser obispos, por el vuestro. En el hecho de ser cristianos, se ha de mirar a nuestra utilidad; en el hecho de ser obispos, la vuestra únicamente.

 Son muchos los cristianos que no son obispos y llegan a Dios quizás por un camino más fácil y moviéndose con tan­ta mayor agilidad, cuanto que llevan a la espalda un peso menor. Nosotros, en cambio, además de ser cristianos, por lo que habremos de rendir a Dios cuentas de nues­tra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuenta a Dios del cumplimiento de nuestro ministerio.

Lunes, XXIV semana

Ezequiel 2,8-3,11.16-21

Los pastores que se apacientan a sí mismos

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,3-4

Oigamos, pues, lo que la palabra divina, sin halagos para nadie, dice a los pastores que se apacientan a sí mis­mos en vez de apacentar a las ovejas: Os coméis su enjun­dia, os vestís con su lana; matáis las más gordas y, las ovejas, no las apacentáis. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no reco­géis a las descarriadas, ni buscáis las perdidas, y maltra­táis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se des­perdigaron y fueron pasto de las fieras del campo.

 Se acusa a los pastores que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas, por lo que buscan y lo que descuidan. ¿Qué es lo que buscan? Os coméis su enjundia, os vestís con su lana. Pero por qué dice el Apóstol: ¿Quién planta una viña, y no come de su fruto? ¿Qué pastor no se alimenta de la le­che del rebaño? Palabras en las que vemos que se llama leche del rebaño a lo que el pueblo de Dios da a sus res­ponsables para su sustento temporal. De eso hablaba el Apóstol cuando decía lo que acabamos de referir.

 Ya que el Apóstol, aunque había preferido vivir del tra­bajo de sus manos y no exigir de las ovejas ni siquiera su leche, sin embargo, afirmó su derecho a percibir aquella leche, pues el Señor había dispuesto que los que anuncian el Evangelio vivan de él. Y, por eso, dice que otros de sus compañeros de apostolado habían hecho uso de aquella f facultad, no usurpada sino concedida. Pero él fue más allá y no quiso recibir siquiera lo que se le debía. Renunció, por tanto, a su derecho, pero no por eso los otros exigieron algo indebido: simplemente, fue más allá. Quizás pueda relacionarse con esto lo de aquel hombre que dijo, al con­ducir al herido a la posada: Lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.

 ¿Y qué más vamos a decir de aquellos pastores que no necesitan la leche del rebaño? Que son misericordiosos, o mejor, que desempeñan con más largueza su deber de misericordia. Pueden hacerlo, y por esto lo hacen. Han de ser alabados por ello, sin por eso condenar a los otros. Pues el Apóstol mismo, que no exigía lo que era un dere­cho suyo, deseaba, sin embargo, que las ovejas fueran productivas, y no estériles y faltadas de leche.

Martes, XXIV semana

Ezequiel 8,1-6.16-9,11

El ejemplo de Pablo

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,4-5

En una ocasión en que Pablo se encontraba en una gran indigencia, preso por la confesión de la verdad, los hermanos le enviaron con qué remediar su indigente necesidad. El les dio las gracias y les dijo: Al socorrer mis necesidades, habéis obrado bien. Yo he aprendido a arre­glarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y abun­dancia. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación.

 Porque trataba de darles a entender lo que se propo­nía, a propósito del bien que ellos habían hecho, y no que­ría ser entre ellos uno de esos que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas, por eso, más que alegrarse de que hubiesen acudido a remediar su necesidad, quiso congratularse de su fecundidad en buenas obras. ¿Qué era entonces lo que pretendía? No es que yo busque regalos, busco que los intereses se acumulen en vuestra cuenta. «Y no para quedar yo repleto –venía a decirles–, sino para que vosotros no os quedéis desprovistos».

 Así, pues, quienes no puedan, como Pablo, sostenerse con el trabajo de sus manos, no duden en aceptar la leche de las ovejas, para sustentarse en sus necesidades, pero que no se olviden de las ovejas débiles. No han de buscar esto como ventaja suya, como si anunciasen el Evangelio para remedio de su pobreza, sino con el fin de poder en­tregarse a la preparación de la palabra de verdad con la que han de iluminar a los hombres. Pues son como lumi­narias, según está dicho: Tened ceñida la cintura y encen­didas las lámparas; y: No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el can­delero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.

 Si en tu casa se encendiera una lámpara, ¿no le pon­drías aceite para que no se apagara? Y, si, después de ponerle aceite, la lámpara no alumbrara, no se la colocaría en el candelero, sino que inmediatamente se la tiraría. La necesidad autoriza, pues, a aceptar, y la caridad, a dar los medios necesarios para la subsistencia. Y ello no por­que el Evangelio sea algo banal, como si lo recibido como medio de vida por quienes lo anuncian fuera su precio. Si así lo estuvieran vendiendo, lo estarían malvendiendo. En efecto, si el sustento de sus necesidades han de recibirlo del pueblo, el premio de su entrega es de Dios de quien tienen que aguardarlo. Pues el pueblo no puede otorgar la recompensa a quienes le sirven en la caridad del Evan­gelio. Éstos no aguardan su premio sino del mismo Señor de quien el pueblo espera su salvación.

 Entonces, ¿por qué se increpa y acusa a aquellos pasto­res? Porque, mientras bebían la leche y se vestían con la lana de las ovejas, no se ocupaban de ellas. Buscaban, pues, su interés, no el de Jesucristo.

Miércoles, XXIV semana

Ezequiel 10,18-22; 11,14-25

Que nadie busque su interés, sino el de Jesucristo

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,6-7

Ya que hemos hablado de lo que quiere decir beberse la leche, veamos ahora lo que significa cubrirse con su lana. El que ofrece la leche ofrece el sustento, y el que ofrece la lana ofrece el honor. Éstas son las dos cosas que esperan del pueblo los que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas: la satisfacción de sus necesidades con holgura y el favor del honor y la gloria.

 Desde luego, el vestido se entiende aquí como signo de honor, porque cubre la desnudez. Un hombre es un ser débil. Y, el que os preside, ¿qué es sino lo mismo que vo­sotros? Tiene un cuerpo, es mortal, come, duerme, se le­vanta; ha nacido y tendrá que morir. De manera que, si consideras lo que es en sí mismo, no es más que un hom­bre. Pero tú, al rodearle de honores, haces como si c­ubrieras lo que es de por sí bien débil.

 Ved qué vestidura de esta índole había recibido el mis­mo Pablo del buen pueblo de Dios, cuando decía: Me recibisteis como a un mensajero de Dios. Porque hago constar en vuestro honor que, a ser posible, os habríais sacado los ojos por dármelos. Pero, habiéndosele tributado semejante honor, ¿acaso se mostró complaciente con los que andaban equivocados, como si temiera que se lo negaran y le retiraran sus alabanzas si los acusaba? De haberlo hecho así, se hubiera contado entre los que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas. En ese caso, estaría diciendo para sí: «¿A mí qué me importa? Que haga cada uno lo que quiera; mi sustento está a salvo, lo mismo que mi honor: tengo suficiente leche y lana; que cada un tire por donde pueda». ¿Con que para ti todo está bien, si cada uno tira por donde puede? No seré yo quien te dé responsabilidad alguna, no eres más que uno de tantos. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él.

 Por eso, el mismo Apóstol, al recordarles la manera que tuvieron de portarse con él, y para no dar la impresión de que se olvidaba de los honores que le habían tributado, les aseguraba que lo habían recibido como si fuera un mensajero de Dios y que, si hubiera sido ello posible, se habrían sacado los ojos para ofrecérselos a él. A pesar de lo cual, se acercó a la oveja enferma, a la oveja corrom­pida, para cauterizar su herida, no para ser complacien­te con su corrupción. ¿Y ahora me he convertido en ene­migo vuestro por ser sincero con vosotros? De modo que aceptó la leche de las ovejas y se vistió con su lana, pero no las descuidó. Porque no buscaba su interés, sino el de Jesucristo.

Jueves, XXIV semana

Ezequiel 12,1-16

Sé un modelo para los fieles

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,9

Después de haber hablado el Señor de lo que estos pastores aman, habla de lo que desprecian. Son muchos los defectos de las ovejas, y las ovejas sanas y gordas son muy pocas, es decir, las que se hallan robustecidas con el alimento de la verdad, alimentándose de buenos pastos por gracia de Dios. Pues bien, aquellos malos pastores no las apacientan. No les basta con no curar a las débiles y enfermas, con no cuidarse de las errantes y perdidas. También hacen todo lo posible por acabar con las vigorosas y cebadas. A pesar de lo cual, siguen viviendo. Siguen viviendo por pura misericordia de Dios. Pero, por lo que toca a los malos pastores, no hacen sino matar. «¿Y cómo matan?», me preguntarás. Matan viviendo mal, dando mal ejemplo. Pues no en vano se le dice a aquel siervo de Dios, que destaca entre los miembros del supremo Pastor: Preséntate en todo como un modelo de buena conducta, y también: Sé un modelo para los fieles.

 Porque, la mayor parte de las veces, aun la oveja sana, cuando advierte que su pastor vive mal, aparta sus ojos de los mandatos de Dios y se fija en el hombre, y comienza a decirse en el interior de su corazón: «Si quien está pues­to para dirigirme vive así, ¿quién soy yo para no obrar co­mo él obra?» Así el mal pastor mata a la oveja sana. Y, si mató a la que estaba fuerte, ¿qué va a ser lo que haga con las otras, si con el ejemplo de su vida acaba de matar a la que él no había fortalecido, sino que la había encontrado ya fuerte y robusta?

 Os aseguro, hermanos queridos, que, aunque las ove­jas sigan viviendo, y estén firmes en la palabra del Señor, y se atengan a lo que escucharon de sus labios: Haced lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen; sin em­bargo, quien vive de mala manera a los ojos del pueblo, por lo que a él se refiere, está matando a los que lo ven. Y que no se tranquilice diciéndose que la oveja no ha muer­to. Es verdad que no ha muerto, pero él es un homicida. Es lo mismo que cuando un hombre lascivo mira a una mujer con mala intención: aunque ella se mantenga cas­ta, él, en cambio, ha pecado. La palabra de Dios es verda­dera e inequívoca: El que mira a una mujer casada de­seándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior. No ha penetrado hasta su habitación, pero la ha deseado en su propia habitación interior.

 Así, pues, todo aquel que vive mal a la vista de quienes son sus subordinados, por lo que a él toca, mata hasta a los fuertes. Quien lo imita muere, mientras que quien no lo imita vive. Pero él, por su parte, ha matado a ambos. Matáis las más gordas –dice el profeta– y, las ovejas, no las apacentáis.

Viernes, XXIV semana

Ezequiel 16,3.5b-7a.8-15.35.37a.40-43.5963

Prepárate para las pruebas

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,10-11

Ya habéis oído lo que los malos pastores aman. Ved ahora lo que descuidan. No fortalecéis a las débiles, ni cu­ráis a las enfermas, ni vendáis a las heridas, es decir, a las que sufren; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes, des­trozándolas y llevándolas a la muerte. Decir que una ove­ja ha enfermado quiere significar que su corazón es débil, de tal manera que puede ceder ante las tentaciones en cuanto sobrevengan y la sorprendan desprevenida.

 El pastor negligente, cuando recibe en la fe a alguna de estas ovejas débiles, no le dice: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente. Porque quien dice tales cosas, ya está confortando al débil, ya está fortale­ciéndole, de forma que, al abrazar la fe, dejará de espe­rar en las prosperidades de este siglo. Ya que, si se le in­duce a esperar en la prosperidad, esta misma prosperidad será la que le corrompa; y, cuando sobrevengan las adver­sidades, lo derribarán y hasta acabarán con él.

 Así, pues, el que de esa manera lo edifica, no lo edifica sobre piedra, sino sobre arena. Y la roca era Cristo. Los cristianos tienen que imitar los sufrimientos de Cristo, y no tratar de alcanzar los placeres. Se conforta a un pusilá­nime cuando se le dice: «Aguarda las tentaciones de este siglo, que de todas ellas te librará el Señor, si tu corazón no se aparta lejos de él. Porque precisamente para forta­lecer tu corazón vino él a sufrir, vino él a morir, a ser es­cupido y coronado de espinas, a escuchar oprobios, a ser, por último, clavado en una cruz. Todo esto lo hizo él por ti, mientras que tú no has sido capaz de hacer nada, no ya por él, sino por ti mismo».

 ¿Y cómo definir a los que, por temor de escandalizar a aquellos a los que se dirigen, no sólo no los preparan para las tentaciones inminentes, sino que incluso les prometen la felicidad en este mundo, siendo así que Dios mismo no la prometió? Dios predice al mismo mundo que vendrán so­bre él trabajos y más trabajos hasta el final, ¿y quieres tú que el cristiano se vea libre de ellos? Precisamente por ser cristiano tendrá que pasar más trabajos en este mundo.

 Lo dice el Apóstol: Todo el que se proponga vivir pia­dosamente en Cristo será perseguido. Y tú, pastor que tra­tas de buscar tu interés en vez del de Cristo, por más que aquél diga: Todo el que se proponga vivir piadosa­mente en Cristo será perseguido, tú insistes en decir: «Si vives piadosamente en Cristo, abundarás en toda clase de bienes. Y, si no tienes hijos, los engendrarás y sacarás adelante a todos, y ninguno se te morirá». ¿Es ésta tu ma­nera de edificar? Mira lo que haces, y dónde construyes. Aquel a quien tú levantas está sobre arena. Cuando ven­gan las lluvias y los aguaceros, cuando sople el viento, harán fuerza sobre su casa, se derrumbará, y su ruina será total.

 Sácalo de la arena, ponlo sobre la roca; aquel que tú deseas que sea cristiano, que se apoye en Cristo. Que piense en los inmerecidos tormentos de Cristo, que pien­se en Cristo, pagando sin pecado lo que otros cometieron, que escuche la Escritura que le dice: El Señor castiga a sus hijos preferidos. Que se prepare a ser castigado, o que renuncie a ser hijo preferido.

Sábado, XXIV semana

Ezequiel 18,1-13.20-32

Ofrece el alivio de la consolación

San Agustín

Sermón sobre los pastores 46,11-12

El Señor, dice la Escritura, castiga a sus hijos preferidos. Y tú te atreves a decir: «Quizás seré una excepción.» Si eres una excepción en el castigo, quedarás igualmente exceptuado del número de los hijos. «¿Es cierto —pregun­tarás— que castiga a cualquier hijo?» Cierto que castiga a cualquier hijo, y del mismo modo que a su Hijo único. Aquel Hijo, que había nacido de la misma substancia del Padre, que era igual al Padre por su condición divina, que era la Palabra por la que había creado todas las cosas, por su misma naturaleza no era susceptible de castigo. Y, pre­cisamente, para no quedarse sin castigo, se vistió de la carne de la especie humana. ¿Con qué va a dejar sin cas­tigo al hijo adoptado y pecador, el mismo que no dejó sin castigo a su único Hijo inocente? El Apóstol dice que no­sotros fuimos llamados a la adopción. Y recibimos la adopción de hijos para ser herederos junto con el Hijo único, para ser incluso su misma herencia: Pídemelo: te daré en herencia las naciones. En sus sufrimientos, nos dio ejemplo a todos nosotros.

 Pero, para que el débil no se vea vencido por las futu­ras tentaciones, no se le debe engañar con falsas esperan­zas, ni tampoco desmoralizarlo a fuerza de exagerar los peligros. Dile: Prepárate para las pruebas, y quizá co­mience a retroceder, a estremecerse de miedo, a no querer dar un paso hacia adelante. Tienes aquella otra frase: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vues­tras fuerzas. Pues bien, prometer y anunciar las tribula­ciones futuras es, efectivamente, fortalecer al débil. Y, si al que experimenta un temor excesivo, hasta el punto de sentirse aterrorizado, le prometes la misericordia de Dios, y no porque le vayan a faltar las tribulaciones, sino por­que Dios no permitirá que la prueba supere sus fuerzas, eso es, efectivamente, vendar las heridas.

 Los hay, en efecto, que, cuando oyen hablar de las tribu­laciones venideras, se fortalecen más, y es como si se sin­tieran sedientos de la que ha de ser su bebida. Piensan que es poca cosa para ellos la medicina de los fieles y anhelan la gloria de los mártires. Mientras que otros, cuando oyen hablar de las tentaciones que necesariamente habrán de so­brevenirles, aquellas que no pueden menos de sobrevenirle al cristiano, aquellas que sólo quien desea ser verdaderamen­te cristiano puede experimentar, se sienten quebrantados y claudican ante la inminencia de semejantes situaciones.

 Ofréceles el alivio de la consolación, trata de vendar sus heridas. Di: «No temas, que no va a abandonarte en la prueba aquel en quien has creído. Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere sus fuerzas». No son palabras mías, sino del Apóstol, que nos dice: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí. Cuando oyes estas cosas, estás oyendo al mismo Cristo, estás oyen­do al mismo pastor que apacienta a Israel. Pues a él le fue dicho: Nos diste a beber lágrimas, pero con medida. De modo que el salmista, al decir con medida, viene a decir lo mismo que el Apóstol: No permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Sólo que tú no has de rechazar al que te corrige y te exhorta, te atemoriza y te consuela, te hiere y te sana.