Domingo, XXVII semana

I Timoteo 1,1-20

El pastor debe saber guardar silencio con discreción y hablar cuando es útil

San Gregorio Magno

Regla Pastoral 2,4

El pastor debe saber guardar silencio con discreción y hablar cuando es útil, de tal modo que nunca diga lo que se debe callar ni deje de decir aquello que hay que manifestar. Porque, así como el hablar indiscreto lleva al error, así el silencio imprudente deja en su error a quienes pudieran haber sido adoctrinados. Porque, con frecuencia, acontece que hay algunos prelados poco prudentes, que no se atre­ven a hablar con libertad por miedo de perder la estima de sus súbditos; con ello, como lo dice la Verdad, no cuidan a su grey con el interés de un verdadero pastor, sino a la manera de un mercenario, pues callar y disi­mular los defectos es lo mismo que huir cuando se acerca el lobo.

 Por eso, el Señor reprende a estos prelados, llamándo­les, por boca del profeta: Perros mudos, incapaces de la­drar. Y también dice de ellos en otro lugar: No acudieron a la brecha ni levantaron cerco en torno a la casa de Is­rael, para que resistiera en la batalla, el día del Señor. Acudir a la brecha significa aquí oponerse a los grandes de este mundo, hablando con entera libertad para defender a la grey; y resistir en la batalla el día del Señor es lo mismo que luchar por amor a la justicia contra los malos que acechan.

 ¿Y qué otra cosa significa no atreverse el pastor a pre­dicar la verdad, sino huir, volviendo la espalda, cuando se presenta el enemigo? Porque si el pastor sale en defen­sa de la grey es como si en realidad levantara cerco en tor­no a la casa de Israel. Por eso, en otro lugar, se dice al pueblo delincuente: Tus profetas te ofrecían visiones fal­sas y engañosas, y no te denunciaban tus culpas para cambiar tu suerte. Pues hay que tener presente que en la Escritura se da algunas veces el nombre de profeta a aquellos que, al recordar al pueblo cuán caducas son las cosas presentes, le anuncian ya las realidades futuras. Aquellos, en cambio, a quienes la palabra de Dios acusa de predicar cosas falsas y engañosas son los que, temiendo denunciar los pecados, halagan a los culpables con falsas seguridades y, en lugar de manifestarles sus culpas, en­mudecen ante ellos.

 Porque la reprensión es la llave con que se abren seme­jantes postemas: ella hace que se descubran muchas cul­pas que desconocen a veces incluso los mismos que las cometieron. Por eso, san Pablo dice que el obispo debe ser capaz de predicar una enseñanza sana y de rebatir a los adversarios. Y, de manera semejante, afirma Mala­quías: Labios sacerdotales han de guardar el saber, y en su boca se busca la doctrina, porque es mensajero del Señor de los ejércitos. Y también dice el Señor por boca de Isaías: Grita a plena voz, sin cesar, alza la voz como una trompeta.

 Quien quiera, pues, que se llega al sacerdocio recibe el oficio de pregonero, para ir dando voces antes de la venida del riguroso juez que ya se acerca. Pero, si el sacerdote no predica, ¿por ventura no será semejante a un pregone­ro mudo? Por esta razón, el Espíritu Santo quiso asentar­se, ya desde el principio, en forma de lenguas sobre los pastores; así daba a entender que de inmediato hacía pre­dicadores de sí mismo a aquellos sobre los cuales había descendido.

Lunes, XXVII semana

I Timoteo 2,1-15

Hay que orar especialmente por todo el cuerpo de la Iglesia

San Ambrosio

Tratado sobre Caín y Abel 1,9,34.38-39

Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo. Alabar a Dios es lo mismo que hacer vo­tos y cumplirlos. Por eso, se nos dio a todos como modelo aquel samaritano que, al verse curado de la lepra juntamen­te con los otros nueve leprosos que obedecieron la pala­bra del Señor, volvió de nuevo al encuentro de Cristo y fue el único que glorificó a Dios, dándole gracias. De él dijo Jesús: No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios. Y le dijo: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».

Con esto el Señor Jesús en su enseñanza divina te mos­tró, por una parte, la bondad de Dios Padre y, por otra, te insinuó la conveniencia de orar con intensidad y frecuen­cia: te mostró la bondad del Padre, haciéndote ver cómo complace en darnos sus bienes, para que con ello aprendas a pedir bienes al que es el mismo bien; te mostró la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia, no para que tú repitas sin cesar y mecánicamente fórmulas de oración, sino para que adquieras el espíritu de orar asidua­mente. Porque, con frecuencia, las largas oraciones van acompañadas de vanagloria, y la oración continuamente interrumpida tiene como compañera la desidia.

 Luego te amonesta también el Señor a que pongas el máximo interés en perdonar a los demás cuando tú pides perdón de tus propias culpas; con ello, tu oración se hace recomendable por tus obras. El Apóstol afirma, además, que se ha de orar alejando primero las controversias y la ira, para que así la oración se vea acompañada de la paz del espíritu y no se entremezcle con sentimientos ajenos a la plegaria. Además, también se nos enseña que con­viene orar en todas partes: así lo afirma el Salvador, cuan­do dice, hablando de la oración: Entra en tu aposento.

 Pero, entiéndelo bien, no se trata de un aposento rodea­do de paredes, en el cual tu cuerpo se encuentra como en­cerrado, sino más bien de aquella habitación que hay en tu mismo interior, en la cual habitan tus pensamientos y moran tus deseos. Este aposento para la oración va contigo a todas partes, y en todo lugar donde te encuentres continúa siendo un lugar secreto, cuyo solo y único árbitro es Dios.

 Se te dice también que has de orar especialmente por el pueblo de Dios, es decir, por todo el cuerpo, por todos los miembros de tu madre, la Iglesia, que viene a ser como un sacramento del amor mutuo. Si sólo ruegas por ti, tam­bién tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el peca­dor será, sin duda, menor que la que obtendría del con­junto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por cada uno.

 Concluyamos, por tanto, diciendo que, si oras solamen­te por ti, serás, como ya hemos dicho, el único intercesor en favor tuyo. En cambio, si tú oras por todos, también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas también parte del todo. De esta manera, obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás miembros. En lo cual no existe ninguna arrogancia, sino una mayor humildad y un fruto más abundante.

Martes, XXVII semana

I Timoteo 3,1-16

Os quiero prevenir como a hijos míos amadísimos

San Ignacio de Antioquía

Carta a los Tralianos. 1,1-3,2; 4,1-2; 6,1; 7,1-8,1

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a la amada de Dios, Padre de Jesucristo, la Iglesia santa que habita en Trales del Asia, digna de Dios y escogida, que goza de paz, tanto en el cuerpo como en el espíritu, a causa de la pasión de Jesucristo, el que nos da una esperanza de resucitar como él; mi mejor saludo apostólico y mis mejores deseos de que viváis en la alegría.

 Sé que tenéis sentimientos irreprochables e inconmovi­bles, a pesar de vuestros sufrimientos, y ello no sólo por vuestro esfuerzo, sino también por vuestro buen natural: así me lo ha manifestado vuestro obispo Polibio, quien, por voluntad de Dios y de Jesucristo, ha venido a Esmir­na y se ha congratulado conmigo, que estoy encadenado por Cristo Jesús; en él me ha sido dado contemplar a toda vuestra comunidad y por él he recibido una prueba de cómo vuestro amor para conmigo es según Dios, y he dado gracias al Señor, pues de verdad he conocido que, como ya me habían contado, sois auténticos imitadores de Dios.

 En efecto, al vivir sometidos a vuestro obispo como si se tratara del mismo Jesucristo, sois, a mis ojos, como quien anda no según la carne, sino según Cristo Jesús, que por nosotros murió a fin de que, creyendo en su muerte, esca­péis de la muerte. Es necesario, por tanto, que, como ya lo vienes practicando, no hagáis nada sin el obispo; someteos también a los presbíteros como a los apóstoles de Jesu­cristo, nuestra esperanza, para que de esta forma nuestra vida esté unida a la de él.

 También es preciso que los diáconos, como ministros que son de los misterios de Jesucristo, procuren, con todo interés, hacerse gratos a todos, pues no son ministros de los manjares y de las bebidas, sino de la Iglesia de Dios. Es, por tanto, necesario que eviten, como si se tratara de fuego, toda falta que pudiera echárseles en cara.

 De manera semejante, que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, al obispo como si fuera la imagen del Padre, y a los presbíteros como si fueran el senado de Dios y el colegio apostólico. Sin ellos no existe la Iglesia. Creo que estáis bien persuadidos de todo esto. En vues­tro obispo, a quien recibí y a quien tengo aún a mi lado, contemplo como una imagen de vuestra caridad; su misma manera de vivir es una magnífica lección, y su manse­dumbre una fuerza.

 Mis pensamientos en Dios son muy elevados, pero me pongo a raya a mí mismo, no sea que perezca por mi vanagloria. Pues ahora sobre todo tengo motivos para temer me es necesario no prestar oído a quienes podrían tentarme de orgullo. Porque cuantos me alaban, en realidad, me dañan. Es cierto que deseo sufrir el martirio, pero ig­noro si soy digno de él. Mi impaciencia, en efecto, quizá pasa desapercibida a muchos, pero en cambio a mí me da gran guerra. Por ello, necesito adquirir una gran manse­dumbre, pues ella desbaratará al príncipe de este mundo. Os exhorto, no yo, sino la caridad de Jesucristo, a que uséis solamente el alimento cristiano y a que os abstengáis de toda hierba extraña a vosotros, es decir, de toda herejía.

Esto lo realizaréis si os alejáis del orgullo y permanecéis íntimamente unidos a nuestro Dios, Jesucristo, y a vuestro obispo, sin apartaros de las enseñanzas de los apóstoles. El que está en el interior del santuario es puro, pero el que está fuera no es puro: quiero decir con ello que el que actúa a espaldas del obispo y de los presbíteros y diáconos no es puro ni tiene limpia su conciencia.

 No os escribo esto porque me haya enterado que tales cosas se den entre vosotros, sino porque os quiero preve­nir como a hijos míos amadísimos.

Miércoles, XXVII semana

I Timoteo 4,1-5,2

Convertíos en criaturas nuevas por medio de la fe, que es como la carne del Señor, y por medio de la caridad, que es como su sangre

San Ignacio de Antioquía

Carta a los Tralianos 8,1-9,2; 11,1-13,3

Revestíos de mansedumbre y convertíos en criaturas nuevas por medio de la fe, que es como la carne del Señor, y por medio de la caridad, que es como su sangre. Que nin­guno de vosotros tenga nada contra su hermano. No deis pretexto con ello a los paganos, no sea que, ante la conducta insensata de algunos de vosotros, los gentiles blasfemen de la comunidad que ha sido congregada por el mismo Dios, porque ¡ay de aquel por cuya ligereza ultrajan mi nombre!

 Tapaos, pues, los oídos cuando oigáis hablar de cual­quier cosa que no tenga como fundamento a Cristo Jesús, descendiente del linaje de David, hijo de María, que na­ció verdaderamente, que comió y bebió como hombre, que fue perseguido verdaderamente bajo Poncio Pilato y ver­daderamente también fue crucificado y murió, en presen­cia de los moradores del cielo, de la tierra y del abismo y que resucitó verdaderamente de entre los muertos por el poder del Padre. Este mismo Dios Padre nos resucitara también a nosotros, que amamos a Jesucristo, a semejan­za del mismo Jesucristo, sin el cual no tenemos la vida verdadera.

 Huid de los malos retoños: llevan un fruto mortífero y, si alguien gusta de él, muere al momento. Estos retoños no son plantación del Padre. Si lo fueran, aparecerían como ramas de la cruz y su fruto sería incorruptible; por esta cruz, Cristo os invita, como miembros suyos que sois a participar en su pasión. La cabeza, en efecto, no puede nacer separada de los miembros, y Dios, que es la unidad promete darnos parte en su misma unidad.

 Os saludo desde Esmirna, juntamente con las Iglesia de Asia, que están aquí conmigo y que me han confortado, tanto en la carne como en el espíritu. Mis cadenas que llevo por doquier a causa de Cristo, mientras no ceso de orar para ser digno de Dios, ellas mismas os exhortan: perseverad en la concordia y en la oración de unos por otros. Conviene que cada uno de vosotros, y en particular los presbíteros, reconfortéis al obispo, honrando así a Dios Padre, a Jesucristo y a los apóstoles.

 Deseo que escuchéis con amor mis palabras, no sea que esta carta se convierta en testimonio contra vosotros. No dejéis de orar por mí, pues necesito de vuestro amor ante la misericordia de Dios, para ser digno de alcanzar aque­lla herencia a la que ya me acerco, no sea caso que me consideren indigno de ella.

 Os saluda la caridad de los esmirniotas y de los efesios. Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia de Siria, de la que no soy digno de llamarme miembro, porque soy el úl­timo de toda la comunidad. Os doy mi adiós en Jesucristo a todos vosotros, los que estáis sumisos a vuestro obispo, según el querer de Dios; someteos también, de manera semejante, al colegio de los presbíteros. Y amaos todos, unos a otros, con un corazón unánime.

 Mi espíritu se ofrece como víctima por todos vosotros, y no sólo ahora, sino que se ofrecerá también cuando llegue a la presencia de Dios. Aún estoy expuesto al peligro, pero el Padre es fiel y cumplirá, en Cristo Jesús, mi deseo y el vuestro. Deseo que también vosotros seáis hallados en él sin defecto ni pecado.

Jueves, XXVII semana

I Timoteo 5,3-25

Un solo obispo con los presbíteros y diáconos

San Ignacio de Antioquía

Carta a los Filadelfios 1,1-2,1; 3,2-5

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a la Iglesia de Dios Padre y del Señor Jesucristo que habita en Filadelfia del Asia, que ha alcanzado la misericordia y está firmemente asentada en aquella con­cordia que proviene de Dios, y tiene su gozo en la pasión de nuestro Señor y la plena certidumbre de la misericor­dia que Dios ha manifestado en la resurrección de Jesu­cristo: mi saludo en la sangre del Señor Jesús.

 Tú, Iglesia de Filadelfia, eres mi gozo permanente y durable, sobre todo cuando te contemplo unida a tu obis­po con los presbíteros y diáconos, designados según la pa­labra de Cristo, y confirmados establemente por su Santo Espíritu, conforme a la propia voluntad del Señor.

 Sé muy bien que vuestro obispo no ha recibido el minis­terio de servir a la comunidad ni por propia arrogancia ni de parte de los hombres ni por vana ambición, sino por el amor de Dios Padre y del Señor Jesucristo. Su modestia me ha maravillado en gran manera: este hombre es mas eficaz con su silencio que otros muchos con vanos discursos. Y su vida está tan en consonancia con los preceptos divinos como lo puedan estar las cuerdas con la lira; por eso, me atrevo a decir que su alma es santa y su espíritu feliz; conozco bien sus virtudes y su gran santidad: sus modales, su paz y su mansedumbre son como un reflejo de la misma bondad del Dios vivo.

 Vosotros, que sois hijos de la luz y de la verdad, huid de toda división y de toda doctrina perversa; adonde va el pastor allí deben seguirlo las ovejas.

 Todos los que son de Dios y de Jesucristo viven unidos al obispo; y los que, arrepentidos, vuelven a la unidad de la Iglesia también serán porción de Dios y vivirán según Jesucristo. No os engañéis, hermanos míos. Si alguno de vosotros sigue a alguien que fomenta los cismas no poseerá el reino de Dios; el que camina con un sentir distinto al de la Iglesia no tiene parte en la pasión del Señor.

 Procurad, pues, participar de la única eucaristía porque una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno solo el cáliz que nos une a su sangre; uno solo el altar y uno solo el obispo con el presbiterio y los diáconos, consiervos míos; mirad, pues, de hacerlo todo según Dios.

 Hermanos míos, desbordo de amor por vosotros y, lleno de alegría, intento fortaleceros; pero no soy yo quien fortifica, sino Jesucristo, por cuya gracia estoy encadenado, pero cada vez temo más porque todavía no soy perfecto; sin embargo, confío que vuestra oración me ayudará a perfeccionarme, y así podré obtener aquella herencia que Dios me tiene preparada en su misericordia; a mí, que me he refugiado en el Evangelio, como si en él estuviera corporalmente presente el mismo Cristo, y me he fundamentado en los apóstoles, como si se tratara del presbi­terio de la Iglesia.

Viernes, XXVII semana

I Timoteo 6,1-10

El progreso del dogma cristiano

San Vicente de Lerins

Primer Conmonitorio 23

¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en los co­nocimientos religiosos? Ciertamente que es posible, y la realidad es que este progreso se da.

 En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo de Dios como para impedir este progreso? Pero este progreso sólo puede darse con la condición de que se trate de un auténtico progreso en el conocimiento la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente distinto.

Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las perso­nas y del conjunto de los hombres, tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus miem­bros. Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza; es decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e idéntica doctrina.

 Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo ­como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr de años se van desarrollando, conservan, no obstante, su propia naturaleza. Gran diferencia hay entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante, los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, ­los mismos que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma.

 Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven están ya desarrollados; pero, con todo, el uno y el otro tienen el mismo número de miembros. Los niños tienen los mismos miembros que los adultos y, si algún miembro del cuerpo no es visible hasta la puber­tad, este miembro, sin embargo, existe ya como un em­brión en la niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga como en ger­men en el niño.

 No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la norma recta de todo crecimiento consiste en que, con el correr de los años, vayan manifestándose en los adultos las diversas perfecciones de cada uno de aque­llos miembros que la sabiduría del Creador había ya pre­formado en el cuerpo del recién nacido.

 Porque, si aconteciera que un ser humano tomara apa­riencias distintas a las de su propia especie, sea porque adquiriera mayor número de miembros, sea porque per­diera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o, por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es tam­bién esto mismo lo que acontece con los dogmas cristia­nos: las leyes de su progreso exigen que éstos se consoli­den a través de las edades, se desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.

 Nuestros mayores sembraron antiguamente, en el campo de la Iglesia, semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del trigo, legáramos a nuestra posteridad el error de la cizaña.

 Al contrario, lo recto y consecuente, para que no discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado, podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos.

Sábado, XXVII semana

I Timoteo 6,11-21

Nuestro ministerio pastoral

San Gregorio Magno

Homilías sobre los evangelios 17,3.14

Escuchemos lo que dice el Señor a los predicadores que envía a sus campos: La mies es abundante, pero los tra­bajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Por tanto, para una mies abundante son pocos los trabajadores; al escuchar esto, no podemos dejar de sentir una gran tristeza, porque hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas. Mirad cómo el mundo está lleno de sacerdo­tes, y, sin embargo, es muy difícil encontrar un trabajador para la mies del Señor; porque hemos recibido el ministerio sacerdotal, pero no cumplimos con los deberes de este ministerio.

 Pensad, pues, amados hermanos, pensad bien en lo que dice el Evangelio: Rogad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Rogad también por nosotros, para que nuestro trabajo en bien vuestro sea fructuoso y para que nuestra voz no deje nunca de exhortaros, no sea que, después de haber recibido el ministerio de la predicación, seamos acusados ante el justo Juez por nuestro silencio. Porque unas veces los predicadores no dejan oír su voz a causa de su propia maldad, otras, en cambio, son los súbditos quienes impiden que la palabra de los que presiden nuestras asambleas llegue al pueblo.

 Efectivamente, muchas veces es la propia maldad la que impide a los predicadores levantar su voz, como lo afirma el salmista: Dios dice al pecador: «¿Por qué recitas mis preceptos?» Otras veces, en cambio, son los súbditos quienes impiden que se oiga la voz de los predicadores, como dice el Señor a Ezequiel: Te pegaré la lengua al pa­ladar, te quedarás mudo y no podrás ser su acusador­, pues son casa rebelde. Como si claramente dijera: «No quiero que prediques, porque este pueblo, con sus obras, me irrita hasta tal punto que se ha hecho indigno de oír la exhortación para convertirse a la verdad.» Es difícil averiguar por culpa de quién deja de llegar al pueblo la palabra del predicador, pero, en cambio, fácilmente se ve cómo el silencio del predicador perjudica siempre al pue­blo y, algunas veces, incluso al mismo predicador.

 Y hay aún, amados hermanos, otra cosa, en la vida de los pastores, que me aflige sobremanera; pero, a fin de que lo que voy a decir no parezca injurioso para algunos, empiezo por acusarme yo mismo de que, aun sin desearlo, he caído en este defecto, arrastrado sin duda por el ambien­te de este calamitoso tiempo en que vivimos.

 Me refiero a que nos vemos como arrastrados a vivir de una manera mundana, buscando el honor del ministerio episcopal y abandonando, en cambio, las obligaciones de este ministerio. Descuidamos, en efecto, fácilmente el mi­nisterio de la predicación y, para vergüenza nuestra, nos continuamos llamando obispos; nos place el prestigio que da este nombre, pero, en cambio, no poseemos la virtud que este nombre exige. Así, contemplamos plácidamente cómo los que están bajo nuestro cuidado abandonan a Dios, y nosotros no decimos nada; se hunden en el pe­cado, y nosotros nada hacemos para darles la mano y sa­carlos del abismo.

 Pero, ¿cómo podríamos corregir a nuestros hermanos, nosotros, que descuidamos incluso nuestra propia vida? Entregados a las cosas de este mundo, nos vamos volvien­do tanto más insensibles a las realidades del espíritu, cuan­to mayor empeño ponemos en interesarnos por las cosas visibles.

 Por eso, dice muy bien la Iglesia, refiriéndose a sus miembros enfermos: Me pusieron a guardar sus viñas; y mi viña, la mía, no la supe guardar. Elegidos como guar­das de las viñas, no custodiamos ni tan sólo nuestra pro­pia viña, sino que, entregándonos a cosas ajenas a nuestro oficio, descuidamos los deberes de nuestro ministerio.