Domingo, XVIII semana

Ageo 1,1-2,10

Es grande mi nombre entre las naciones

San Cirilo de Alejandría

Comentario sobre el libro del profeta Ageo 14

La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más ex­celente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras.

Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: El templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar, y sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin ce­sar al Señor del universo con sus sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Yo soy el Gran Rey –dice el Señor–, y mi nombre es respetado en las naciones; en todo lugar ofrecerán incienso a mi nom­bre, una ofrenda pura.

 En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por quien pode­mos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi tem­plo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuan do dice: La paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, cus­todiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido e sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos dará la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.

 Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo santo, morada de Dios por el Espíritu. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad, y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma.

Lunes, XXVIII semana

Ageo 2,10-23

La participación del cuerpo y sangre de Cristo nos santifica

San Fulgencio de Ruspe

Tratado contra Fabiano 28,16-19

Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aque­llo mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Es­te cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, pro­clamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

 Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemo­ración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuan­do hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sa­crificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comu­nique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mis­mo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nues­tros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitan­do la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nue­va, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios.

 El amor de Dios ha sido derramado en nuestros cora­zones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y la parti­cipación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pe­cados.

 Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.

Martes, XXVIII semana

Zacarías 1,2-2,4

Luz perenne en el templo del Pontífice eterno

San Columbano

Instrucción 12, Sobre la compunción 2-3

¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentra en vela! Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

 ¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo! Oja­lá me inflamara en el deseo de su amor inconmensura­ble y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

 ¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lám­para ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Je­sucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

 Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, re­ciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nues­tra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una clari­dad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ar­diente.

 Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a no­sotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor in­menso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilec­ción hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y, hasta tal punto inunde todos nuestros senti­mientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

 Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la glo­ria por los siglos de los siglos. Amén.

Miércoles, XXVIII semana

Zacarías 3,1-4,14

La luz que alumbra a todo hombre

San Máximo Confesor

Cuestión 63, a Talasio

La lámpara colocada sobre el candelero, de la que habla la Escritura, es nuestro Señor Jesucristo, luz verda­dera del Padre, que, viniendo a este mundo, alumbra a todo hombre; al tomar nuestra carne, el Señor se ha convertido en lámpara y por esto es llamado «luz», es decir, Sabiduría y Palabra del Padre y de su misma naturaleza. Como tal es proclamado en la Iglesia por la fe y por la pie­dad de los fieles. Glorificado y manifestado ante las na­ciones por su vida santa y por la observancia de los man­damientos, alumbra a todos los que están en la casa (es decir, en este mundo), tal como lo afirma en cierto lugar esta misma Palabra de Dios: No se enciende una lámpara para meterla debajo el celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Se llama sí mismo claramente lámpara, como quiera que, siendo Dios por naturaleza, quiso hacerse hombre por una dig­nación de su amor.

 Según mi parecer, también el gran David se refiere esto cuando, hablando del Señor, dice: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Con razón, pues, la Escritura llama lámpara a nuestro Dios y Sal­vador, ya que él nos libra de las tinieblas de la ignorancia y del mal.

 ÉI, en efecto, al disipar, a semejanza de una lámpara, la oscuridad de nuestra ignorancia y las tinieblas de nuestro pecado, ha venido a ser como un camino de salvación para todos los hombres: con la fuerza que comunica y con el conocimiento que otorga, el Señor conduce hacia el Padre a quienes con él quieren avanzar por el camino de la jus­ticia y seguir la senda de los mandatos divinos. En cuanto al candelero, hay que decir que significa la santa Iglesia, la cual, con su predicación, hace que la palabra luminosa de Dios brille e ilumine a los hombres del mundo entero, como si fueran los moradores de la casa, y sean llevados de este modo al conocimiento de Dios con los fulgores de la verdad.

 La palabra de Dios no puede, en modo alguno, quedar oculta bajo el celemín; al contrario, debe ser colocada en lo más alto de la Iglesia, como el mejor de sus adornos. Si la palabra quedara disimulada bajo la letra de la ley, como bajo un celemín, dejaría de iluminar con su luz eterna a los hombres. Escondida bajo el celemín, la palabra ya no sería fuente de contemplación espiritual para los que desean librarse de la seducción de los sentidos, que, con su enga­ño, nos inclinan a captar solamente las cosas pasajeras y materiales; puesta, en cambio, sobre el candelero de la Iglesia, es decir, interpretada por el culto en espíritu y verdad, la palabra de Dios ilumina a todos los hombres.

 La letra, en efecto, si no se interpreta según su sentido espiritual, no tiene más valor que el sensible y está limi­tada a lo que significan materialmente sus palabras, sin que el alma llegue a comprender el sentido de lo que está escrito.

 No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir, la palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materialidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabiduría; colo­quémosla, más bien, sobre el candelero (es decir, sobre la interpretación que le da la Iglesia), en lo más elevado de la genuina contemplación; así iluminará a todos los hom­bres con los fulgores de la revelación divina.

Jueves, XXVIII semana

Zacarías 8,1-17.20-23

Yo salvaré a mi pueblo

San Agustín

Tratados sobre el evangelio de san Juan 26,4-6

Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre. No va­yas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. Ni debemos temer el repro­che que, en razón de estas palabras evangélicas de la Es­critura, pudieran hacernos algunos hombres, los cuales, fijándose sólo en la materialidad de las palabras, están muy ajenos al verdadero sentido de las cosas divinas. En efecto, tal vez nos dirán: «¿Cómo puedo creer libremente si soy atraído?» Y yo les respondo: «Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer».

 ¿Qué significa ser atraídos con placer? Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Existe un ape­tito en el alma al que este pan del cielo le sabe dulcí­simo. Por otra parte, si el poeta pudo decir: «Cada cual va en pos de su apetito», no por necesidad, sino por placer, no por obligación, sino por gusto, ¿no podremos decir nosotros, con mayor razón, que el hombre se siente atraído por Cristo, si sabemos que el deleite del hombre es la verda­d, la justicia, la vida sin fin, y todo esto es Cristo?

 ¿Acaso tendrán los sentidos su deleite y dejará de tenerlos el alma? Si el alma no tuviera sus deleites, ¿cómo po­dría decirse: Los humanos se acogen a la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz?

 Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un cora­zón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y deste­rrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un tal corazón, y asentirá en lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, éste nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo.

Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a don­de es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que «cada cual va en pos de su apetito», ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? ¿Qué otra cosa desea nuestra alma con más vehemencia que la verdad? ¿De qué otra cosa el hombre está más hambriento? Y ¿para qué desea tener sano el paladar de la inteligencia sino para descubrir y juzgar lo que es verdadero, para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad y la eternidad?

 «Dichosos, por tanto –dice–, los que tienen hambre y sed de la justicia –entiende, aquí en la tierra–, porque –allí, en el cielo– ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aque­llo en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos, porque yo los resucitaré en el último día».

Viernes, XXVIII semana

Malaquías 1,1-14; 2,13-16

En todo lugar ofrecerán incienso a mi nombre y una ofrenda pura

San Agustín

Ciudad de Dios 10,6

Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Por­que, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Se­ñor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios. Esto, en efecto, forma parte de aquella misericordia que cada cual debe tener para consigo mismo, según está es­crito: Ten compasión de tu alma agradando a Dios.

 Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, sólo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices (cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: Para mí lo bueno es estar junto a Dios), resul­ta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la congre­gación o asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, toman­do la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.

Por esto, nos exhorta el Apóstol a que ofrezcamos nues­tros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable, y a que no nos confor­memos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu. Y para probar cuál es la vo­luntad de Dios y cuál el bien y el beneplácito y la per­fección, ya que todo este sacrificio somos nosotros, dice: Por la gracia de Dios que me ha sido dada os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno. Pues así como nues­tro cuerpo, en unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cris­to, pero cada miembro está al servicio de los otros miem­bros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.

 Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de mu­chos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este mis­terio es celebrado también por la Iglesia en el sacramen­to del altar, del todo familiar a los fieles, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.

Sábado, XXVIII semana

Malaquías 3,1-24

Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último

Vaticano II

Gaudium et spes 40.45

La compenetración de la ciudad terrestre con la ciudad celeste sólo es perceptible por la fe: más aún, es el misterio permanente de la historia humana, que, hasta el día de la plena revelación de la gloria de los hijos de Dios, seguirá perturbada por el pecado.

 La Iglesia, persiguiendo la finalidad salvífica que es propia de ella, no sólo comunica al hombre la participa­ción en la vida divina, sino que también difunde, de algu­na manera, sobre el mundo entero la luz que irradia esta vida divina, principalmente sanando y elevando la digni­dad de la persona humana, afianzando la cohesión de la sociedad y procurando a la actividad cotidiana del hom­bre un sentido más profundo, al impregnarla de una sig­nificación más elevada. Así la Iglesia, por cada uno de sus miembros y por toda su comunidad, cree poder con­tribuir ampliamente a humanizar cada vez más la familia humana y toda su historia.

 Tanto si ayuda al mundo como si recibe ayuda de él, la Iglesia no tiene más que una sola finalidad: que venga reino de Dios y que se establezca la salvación de todo género humano. Por otra parte, todo el bien que el pue­blo de Dios, durante su peregrinación terrena, puede procurar a la familia humana procede del hecho de que la Iglesia es el sacramento universal de la salvación, mani­festando y actualizando, al mismo tiempo, el misterio del amor de Dios hacia el hombre.

 Pues el Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se en­carnó, a fin de salvar, siendo él mismo hombre perfecto, a todos los hombres y para hacer que todas las cosas tuviesen a él por cabeza. El Señor es el término de la historia humana, el punto hacia el cual convergen los de­seos de la historia y de la civilización, el centro del gé­nero humano, el gozo de todos los corazones y la plena satisfacción de todos sus deseos. Él es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos, ensalzó e hizo sen­tar a su derecha, constituyéndolo juez de los vivos y de los muertos. Vivificados y congregados en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia huma­na, que corresponde plenamente a su designio de amor: Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.

 El mismo Señor ha dicho: Mira, llego en seguida y trai­go conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin.