Domingo, XXIX semana

Ester 1,1-3.9-13.15-16.19; 2,5-10.16-17

Que nuestro deseo de la vida eterna se ejercite en la oración

San Agustín

Carta a Proba 130,8,15.17- 9,18

¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no procedan con rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo? En aquella morada, los días no consisten en el empezar y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un día significa el fin del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y ninguno se termina allí donde ni la vida ni sus días tienen fin.

 Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades aun antes de que se las expongamos.

 Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las ex­pongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso, se nos dice: Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.

 Cuanto más fielmente creemos, más firmemente espe­ramos y más ardientemente deseamos este don, más ca­paces somos de recibirlo; se trata de un don realmente inmenso, tanto, que ni el ojo vio, pues no se trata de un color; ni el oído oyó, pues no es ningún sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya que es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para alcanzarlo.

 Así, pues, constantemente oramos por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un deseo ininterrum­pido. Pero, además, en determinados días y horas, oramos a Dios también con palabras, para que, amonestándonos a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vayamos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto ma­yor, cuanto más intenso haya sido el afecto que lo hu­biera precedido. Por tanto, aquello que nos dice el Após­tol: Sed constantes en orar, ¿qué otra cosa puede signifi­car sino que debemos desear incesantemente la vida di­chosa, que es la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?

Lunes, XXIX semana

Ester 3,1-15

Debemos, en ciertos momentos, amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal

San Agustín

Carta a Proba 130,9,18- 10,20

Deseemos siempre la vida dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, de­bemos, en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen de él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal, no fuese caso que si nuestro deseo empezó a entibiarse llegara a quedar totalmente frío y, al no renovar con frecuencia el fervor, acabara por ex­tinguirse del todo.

 Por eso, cuando dice el Apóstol: Vuestras peticiones sean presentadas a Dios, no hay que entender estas pala­bras como si se tratara de descubrir a Dios nuestras peti­ciones, pues él continuamente las conoce, aun antes de que se las formulemos; estas palabras significan, mas bien, que debemos descubrir nuestras peticiones a noso­tros mismos en presencia de Dios, perseverando en la ora­ción, sin mostrarlas ante los hombres por vanagloria de nuestras plegarias.

 Como esto sea así, aunque ya en el cumplimiento de nuestros deberes, como dijimos, hemos de orar siempre con el deseo, no puede considerarse inútil y vituperable el entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Un cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa e efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en oración y que oró largamente; con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al orar oportunamente en el tiempo, aquel mismo que con el Padre, oye nuestra oración en la eternidad?

 Se dice que los monjes de Egipto hacen frecuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es tan sumamente necesaria en la oración, se mantenga vigilante y despierta y no se fatigue ni se embote con la prolijidad de las palabras. Con esto nos enseñan claramente que así con no hay que forzar la atención cuando no logra mantenerse despierta, así tampoco hay que interrumpirla cuando puede continuar orando.

 Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas.

Martes, XXIX semana

Ester 4,1-8; 15,2-3; 4,9-17

Sobre la oración dominical

San Agustín

Carta a Proba 130,11,21-12,22

A nosotros, cuando oramos, nos son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos descubren lo que debemos pedir; pero lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que ne­cesitamos o para forzarlo a concedérnoslo.

 Por tanto, al decir: Santificado sea tu nombre, nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos; lo cual, ciertamen­te, redunda en bien de los mismos hombres y no en bien de Dios.

 Y, cuando añadimos: Venga a nosotros tu reino, lo que pedimos es que crezca nuestro deseo de que este reino llegue a nosotros y de que nosotros podamos reinar en él, pues el reino de Dios vendrá ciertamente, lo queramos o no.

 Cuando decimos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos que el Señor nos otorgue la virtud de la obediencia, para que así cumplamos su voluntad como la cumplen sus ángeles en el cielo.

 Cuando decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, con el hoy queremos significar el tiempo presente, para el cual, al pedir el alimento principal, pedimos ya lo suficiente, pues con la palabra pan significamos todo cuanto necesitamos, incluso el sacramento de los fieles, el cual nos es necesario en esta vida temporal, aunque no sea para alimentarla, sino para conseguir la vida eterna.

 Cuando decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, nos obli­gamos a pensar tanto en lo que pedimos como en lo que debemos hacer, no sea que seamos indignos de alcanzar aquello por lo que oramos.

 Cuando decimos: No nos dejes caer en la tentación, nos exhortamos a pedir la ayuda de Dios, no sea que, pri­vados de ella, nos sobrevenga la tentación y consintamos ante la seducción o cedamos ante la aflicción.

 Cuando decimos: Líbranos del mal, recapacitamos que aún no estamos en aquel sumo bien en donde no será posible que nos sobrevenga mal alguno. Y estas últimas palabras de la oración dominical abarcan tanto, que el cristiano, sea cual fuere la tribulación en que se encuen­tre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabras con que empezar su oración, la re­flexión en la cual meditar y las expresiones con que ter­minar dicha oración. Es, pues, muy conveniente valerse de estas palabras para grabar en nuestra memoria todas estas realidades.

 Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensi­dad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo con­veniente. Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les conviene orar con una oración espiritual.

Miércoles, XXIX semana

Ester 14,1-19

Nada hallarás que no se encuentre en esta oración dominical

San Agustín

Carta a Proba 130,12, 22-13,24

Quien dice, por ejemplo: Como mostraste tu santidad a las naciones, muéstranos así tu gloria y saca veraces a tus profetas, ¿qué otra cosa dice sino: Santificado sea tu nombre?

Quien dice: Dios de los ejércitos, restáuranos, que bri­lle tu rostro y nos salve, ¿qué otra cosa dice sino: Venga a nosotros tu reino?

Quien dice: Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine, ¿qué otra cosa dice sino: hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo?

Quien dice: No me des riqueza ni pobreza, ¿qué otra cosa dice sino: El pan nuestro de cada día dánosle hoy?

Quien dice: Señor, tenle en cuenta a David todos sus afanes, o bien: Señor, si soy culpable, si hay crímenes en mis manos, si he causado daño a mi amigo, ¿qué otra cosa dice sino: Perdónanos nuestras deudas así como no­sotros perdonamos a nuestros deudores?

Quien dice: Líbrame de mi enemigo, Dios mío, proté­geme de mis agresores, ¿qué otra cosa dice sino: Líbranos del mal?

Y, si vas discurriendo por todas las plegarias de la santa Escritura, creo que nada hallarás que no se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad de decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas.

 Esto es, sin duda alguna, lo que debemos pedir en la oración, tanto para nosotros como para los nuestros, como también para los extraños e incluso para nuestros mismos enemigos, y, aunque roguemos por unos y otros de modo distinto, según las diversas necesidades y los diversos grados de familiaridad, procuremos, sin embargo, que en nuestro corazón nazca y crezca el amor hacia todos.

 Aquí tienes explicado, a mi juicio, no sólo las cualida­des que debe tener tu oración, sino también lo que debes pedir en ella, todo lo cual no soy yo quien te lo ha enseña­do, sino aquel que se dignó ser maestro de todos.

 Hemos de buscar la vida dichosa y hemos de pedir a Dios que nos la conceda. En qué consiste esta felicidad son muchos los que lo han discutido, y sus sentencias son muy numerosas. Pero nosotros, ¿qué necesidad tenemos de acudir a tantos autores y a tan numerosas opiniones? En las divinas Escrituras se nos dice de modo breve y veraz: Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor. Para que podamos formar parte de este pueblo, llegar a contem­plar a Dios y vivir con él eternamente, el Apóstol nos dice: Esa orden tiene por objeto el amor, que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera.

 Al citar estas tres propiedades, se habla de la concien­cia recta aludiendo a la esperanza. Por tanto, la fe, la espe­ranza y la caridad conducen hasta Dios al que ora, es de­cir, a quien cree, espera y desea, al tiempo que descubre en la oración dominical lo que debe pedir al Señor.

Jueves, XXIX semana

Ester 5,1-5; 7,1-10

No sabemos pedir lo que nos conviene

San Agustín

Carta a Proba 130,14,25-26

Quizá me preguntes aún por qué razón dijo el Após­tol que no sabemos pedir lo que nos conviene, siendo así que podemos pensar que tanto el mismo Pablo como aque­llos a quienes él se dirigía conocían la oración dominical.

 Porque el Apóstol experimentó seguramente su incapa­cidad de orar como conviene, por eso quiso manifestarnos su ignorancia; en efecto, cuando, en medio de la sublimi­dad de sus revelaciones, le fue dado el aguijón de su carne, el ángel de Satanás que lo apaleaba, desconociendo la ma­nera conveniente de orar, Pablo pidió tres veces al Señor que lo librara de esta aflicción. Y oyó la respuesta de Dios y el porqué no se realizaba ni era conveniente que se rea­lizase lo que pedía un hombre tan santo: Te basta mi gra­cia: la fuerza se realiza en la debilidad.

Ciertamente, en aquellas tribulaciones que pueden ocasionarnos provecho o daño no sabemos cómo debemos orar; pues como dichas tribulaciones nos resultan duras y molestas y van contra nuestra débil naturaleza, todos coincidimos naturalmente en pedir que se alejen de nosotros. Pero, por el amor que nuestro Dios y Señor nos tiene, no debemos pensar que si no aparta de nosotros aquellos contratiempos es porque nos olvida; sino más bien, por la paciente tolerancia de estos males, esperemos obtener bienes mayores, y así la fuerza se realiza en la debilidad. Esto, en efecto, fue escrito para que nadie se enorgullezca si, cuando pide con impaciencia, es escuchado en aquello que no le conviene, y para que nadie decaiga ni desespere de la misericordia divina si su oración no es escuchada en aquello que pidió y que, posiblemente, o bien le sería causa de un mal mayor o bien ocasión de que, engreído por la prosperidad, corriera el riesgo de perderse. En tales casos, ciertamente, no sabemos pedir lo que nos conviene.

Por tanto, si algo acontece en contra de lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia y demos gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según la nuestra. De ello nos dio ejemplo aquel divino Mediador, el cual dijo en su pasión: Padre, si es posible, que pase y se aleje de mi ese cáliz, pero, con perfecta abnegación de la voluntad humana que recibió al hacerse hombre, añadió inmediatamente: Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Por lo cual, entendemos perfectamente que por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.

Viernes, XXIX semana

Baruc 1,14-2,5; 3,1-8

El Espíritu intercede por nosotros

San Agustín

Carta a Proba 130,14,27-15,28

Quien pide al Señor aquella sola cosa que hemos mencionado, es decir, la vida dichosa de la gloria, y esa sola cosa busca, éste pide con seguridad y pide con certeza, y no puede temer que algo le sea obstáculo para conseguir lo que pide, pues pide aquello sin lo cual de nada le aprovecharía cualquier otra cosa que hubiera pedido, oran como conviene. Ésta es la única vida verdadera, la única vida feliz: contemplar eternamente la belleza del Señor, en la inmortalidad e incorruptibilidad del cuerpo y del es­píritu. En razón de esta sola cosa, nos son necesarias todas las demás cosas; en razón de ella, pedimos oportuna­mente las demás cosas. Quien posea esta vida poseerá todo lo que desee, y allí nada podrá desear que no sea con­veniente.

 Allí está la fuente de la vida, cuya sed debemos avivar en la oración, mientras vivimos aún de esperanza. Pues ahora vivimos sin ver lo que esperamos, seguros a la sombra de las alas de aquel ante cuya presencia están todas nuestras ansias; pero tenemos la certeza de nutrirnos un día de lo sabroso de su casa y de beber del torrente de sus delicias, porque en él está la fuente viva, y su luz nos hará ver la luz; aquel día, en el cual todos nuestros deseos quedarán saciados con sus bienes y ya nada tendremos que pedir gimiendo, pues todo lo poseeremos gozando. Pero, como esta única cosa que pedimos consiste en aquella paz que sobrepasa toda inteligencia, incluso cuando en la oración pedimos esta paz, hemos de pensar que no sabemos pedir lo que nos conviene. Porque no podemos imaginar cómo sea esta paz en sí misma y, por tanto, no sabemos pedir lo que nos conviene. Cuando se nos presenta al pensamiento alguna imagen de ella, la rechazamos, la reprobamos, reconocemos que está lejos de la realidad, aunque continuamos ignorando lo que buscamos.

 Pero hay en nosotros, para decirlo de algún modo, una docta ignorancia; docta, sin duda, por el Espíritu de Dios, que viene en ayuda de nuestra debilidad. En efecto, dice el Apóstol: Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Y añade a continuación: El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo d Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.

 No hemos de entender estas palabras como si dijeran que el Espíritu de Dios, que en la Trinidad divina es Dios inmutable y un solo Dios con el Padre y el Hijo, orase a Dios como alguien distinto de Dios, intercediendo por los santos; si el texto dice que el Espíritu intercede por los santos, es para significar que incita a los fieles a interce­der, del mismo modo que también se dice: Se trata de una prueba del Señor, vuestro Dios, para ver si lo amáis, es decir, para que vosotros conozcáis si lo amáis. El Espíritu pues, incita a los santos a que intercedan con gemidos ine­fables, inspirándoles el deseo de aquella realidad tan su­blime que aún no conocemos, pero que esperamos ya con perseverancia. Pero ¿cómo se puede hablar cuando se de­sea lo que ignoramos? Ciertamente que si lo ignoráramos del todo no lo desearíamos; pero, por otro lado, si ya lo viéramos no lo desearíamos ni lo pediríamos con gemidos inefables.

Sábado, XXIX semana

Baruc 3,9-15.24-4,4

El Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre

San Pedro Crisólogo

Sermón 117

El apóstol san Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo, pero muy diversos en su obrar; totalmente iguales por el número y orden de sus miembros, pero totalmente distintos por su respectivo ori­gen. Dice, en efecto, la Escritura: El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida.

 Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir; el últi­mo Adán, en cambio, se configuró a sí mismo y fue su propio autor, pues no recibió la vida de nadie, sino que fue el único de quien procede la vida de todos. Aquel primer Adán fue plasmado del barro deleznable; el últi­mo Adán se formó en las entrañas preciosas de la Virgen. En aquél, la tierra se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.

 Y ¿qué más podemos añadir? Este es aquel Adán que, cuando creó al primer Adán, colocó en él su divina ima­gen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en rea­lidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, también el primero, como él mismo afirma: Yo soy el primero y yo soy el último.

 «Yo soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo soy el último, porque, ciertamente, no tengo fin. No es prime­ro lo espiritual –dice–, sino lo animal. Lo espiritual viene después. El espíritu no fue lo primero –dice–, primero vino la vida y después el espíritu». Antes, sin duda, es la tierra que el fruto, pero la tierra no es tan preciosa como el fruto; aquélla exige lágrimas y trabajo, éste, en cambio, nos proporciona alimento y vida. Con razón el profeta se gloría de tal fruto, cuando dice: Nuestra tierra ha dado su fruto. ¿Qué fruto? Aquel que se afirma en otro lugar: A un fruto de tus entrañas lo pondré sobre tu trono. Y tam­bién: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo.

 Igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no nacieron con tal naturaleza celestial llegaron a ser de esta naturaleza y no permanecieron tal cual habían na­cido, sino que perseveraron en la condición en que ha­bían renacido? Esto se debe, hermanos, a la acción miste­riosa del Espíritu, el cual fecunda con su luz el seno ma­terno de la fuente virginal, para que aquellos a quienes el origen terreno de su raza da a luz en condición terrena y miserable vuelvan a nacer en condición celestial, y lle­guen a ser semejantes a su mismo Creador. Por tanto, re­nacidos ya, recreados según la imagen de nuestro Crea­dor, realicemos lo que nos dice el Apóstol: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seamos también imagen del hombre celestial.

 Renacidos ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro Señor, adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros.