Domingo, XXX semana

Sabiduría 1,1-15

Dios ha creado el mundo con orden y sabiduría y con sus dones lo enriquece

San Clemente I

Carta a los Corintios 19,2- 20,12

No perdamos de vista al que es Padre y Creador de del mundo, y tengamos puesta nuestra esperanza en la munificencia y exuberancia del don de la paz que nos ofrece. Contemplémoslo con nuestra mente y pongamos los ojos de nuestra alma en la magnitud de sus designios, sopesando cuán bueno se muestra él para con todas sus criaturas.

 Los astros del firmamento obedecen en sus movimien­tos, con exactitud y orden, las reglas que de él han recibi­do; el día y la noche van haciendo su camino, tal como él lo ha determinado, sin que jamás un día irrumpa sobre otro. El sol, la luna y el coro de los astros siguen las órbi­tas que él les ha señalado en armonía y sin transgresión alguna. La tierra fecunda, sometiéndose a sus decretos, ofrece, según el orden de las estaciones, la subsistencia tanto a los hombres como a los animales y a todos los se­res vivientes que la habitan, sin que jamás desobedezca el orden que Dios le ha fijado.

 Los abismos profundos e insondables y las regiones más inescrutables obedecen también a sus leyes. La inmensi­dad del mar, colocada en la concavidad donde Dios la pu­so, nunca traspasa los límites que le fueron impuestos, sino que en todo se atiene a lo que él le ha mandado. Pues al mar dijo el Señor: Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas. Los océanos, que el hombre no puede penetrar, y aquellos otros mun­dos que están por encima de nosotros obedecen también a las ordenaciones del Señor.

 Las diversas estaciones del año, primavera, verano, otoño e invierno, van sucediéndose en orden, una tras otra. El ímpetu de los vientos irrumpe en su propio momento y realiza así su finalidad sin desobedecer nunca las fuentes, que nunca se olvidan de manar y que Dios creó para el bienestar y la salud de los hombres, hace brotar siempre de sus pechos el agua necesaria para la vida de los hombres; y aún los más pequeños de los animales, uniéndose en paz y concordia, van reproduciéndose y multiplicando su prole.

 Así, en toda la creación, el Dueño y soberano Creador del universo ha querido que reinara la paz y la concordia, pues él desea el bien de todas sus criaturas y se muestra siempre magnánimo y generoso con todos los que recurrimos a su misericordia, por nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y la majestad por los siglos de los siglos. Amén.

Lunes, XXX semana

Sabiduría 1,16-2,1a.10-24

No nos apartemos nunca de la voluntad de Dios

San Clemente I

Carta a los Co­rintios 21,1-22,5; 23,1-2

Vigilad, amadísimos, no sea que los innumerables beneficios de Dios se conviertan para nosotros en motivo de condenación, por no tener una conducta digna de Dios y por no realizar siempre en mutua concordia lo que le agrada. En efecto, dice la Escritura: El Espíritu del Señor es lámpara que sondea lo íntimo de las entrañas.

Consideremos cuán cerca está de nosotros y cómo no se oculta ninguno de nuestros pensamientos ni de nues­tras palabras. Justo es, por tanto, que no nos apartemos nunca de su voluntad. Vale más que ofendamos a hom­bres necios e insensatos, soberbios y engreídos en su hablar, que no a Dios.

Veneremos al Señor Jesús, cuya sangre fue derramada por nosotros; respetemos a los que dirigen nuestras comunidades, honremos a nuestros presbíteros, eduquemos a nuestros hijos en el temor de Dios, encaminemos a nuestras esposas por el camino del bien. Que ellas sean dignas de todo elogio por el encanto de su castidad, que brillen por la sinceridad y por su inclinación a la dul­zura, que la discreción de sus palabras manifieste a todos su recato, que su caridad hacia todos sea patente a cuan­tos temen a Dios, y que no hagan acepción alguna de personas.

 Que vuestros hijos sean educados según Cristo, que aprendan el gran valor que tiene ante Dios la humildad y lo mucho que aprecia Dios el amor casto, que compren­dan cuán grande sea y cuán hermoso el temor de Dios y cómo es capaz de salvar a los que se dejan guiar por él, con toda pureza de conciencia. Porque el Señor es escu­driñador de nuestros pensamientos y de nuestros deseos, y su Espíritu está en nosotros, pero cuando él quiere nos lo puede retirar.

 Todo esto nos lo confirma nuestra fe cristiana, pues el mismo Cristo es quien nos invita, por medio del Espíritu Santo, con estas palabras: Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor; ¿hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad? Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.

 El Padre de todo consuelo y de todo amor tiene entra­ñas de misericordia para con todos los que lo temen y, en su entrañable condescendencia, reparte sus dones a cuan­tos a él se acercan con un corazón sin doblez. Por eso, huyamos de la duplicidad de ánimo, y que nuestra alma no se enorgullezca nunca al verse honrada con la abun­dancia y riqueza de los dones del Señor.

Martes, XXX semana

Sabiduría 3,1-19

Dios es fiel en sus promesas

San Clemente I

Carta a los Corintios 24,1-5; 27,1-29,1

Consideremos, amadísimos hermanos, cómo Dios no cesa de alentarnos con la esperanza de una futura resurrección, de la que nos ha dado ya las primicias al resucitar de entre los muertos al Señor Jesucristo. Estemos atentos, amados hermanos, al mismo proceso natural de la resurrección que contemplamos todos los días: el día y la noche ponen ya ante nuestros ojos como una imagen de la resurrección: la noche se duerme, el día se levanta; el día termina, la noche lo sigue. Pensemos también en nuestras cosechas: ¿Qué es la semilla y cómo la obtenemos? Sale el sembrador y arroja en tierra unos granos de simiente, y lo que cae en tierra, seco y desnudo, se descompone; pero luego, de su misma descomposición, el Dueño de todo, en su divina providencia, lo resucita, y de un solo grano saca muchos, y cada uno de ellos lleva su fruto.

Tengamos, pues, esta misma esperanza y unamos con ella nuestras almas a aquel que es fiel en sus promesas y justo en sus juicios. Quien nos prohibió mentir ciertamente no mentirá, pues nada es imposible para Dios, fuera de la mentira. Reavivemos, pues, nuestra fe en él y creamos que todo está, de verdad, en sus manos.

Con una palabra suya creó el universo, y con una palabra lo podría también aniquilar. ¿Quién puede decirle: «Qué has hecho»? O ¿quién puede resistir la fuerza de su brazo? El lo hace todo cuando quiere y como quiere, y nada dejará de cumplirse de cuanto él ha decretado. Todo está presente ante él, y nada se opone a su querer, pues el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra; sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón.

Siendo, pues, así que todo está presente ante él y que e! todo lo contempla, tengamos temor de ofenderlo y apartémonos de todo deseo impuro de malas acciones, a fin de que su misericordia nos defienda en el día del juicio. Porque ¿quién de nosotros podría huir de su poderosa mano? ¿Qué mundo podría acoger a un desertor de Dios? Dice, en efecto, en cierto lugar, la Escritura: ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si esca­lo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. ¿En qué lugar, pues, podría alguien refugiarse para escapar de aquel que lo envuelve todo?

 Acerquémonos, por tanto, al Señor con un alma santi­ficada, levantando hacia él nuestras manos puras e incon­taminadas; amemos con todas nuestras fuerzas al que es nuestro Padre, amante y misericordioso, y que ha hecho de nosotros su pueblo de elección.

Miércoles, XXX semana

Sabiduría 6,1-25

Sigamos la senda de la verdad

San Clemente I

Carta a los Corintios 30,3-4; 34,2-35, 5

 Revistámonos de concordia, manteniéndonos en la humildad y en la continencia, apartándonos de toda murmuración y de toda crítica y manifestando nuestra justicia más por medio de nuestras obras que con nuestras pala­bras. Porque está escrito: ¿Va a quedar sin respuesta tal palabrería?, ¿va a tener razón el charlatán?

 Es necesario, por tanto, que estemos siempre dispues­tos a obrar el bien, pues todo cuanto poseemos nos lo ha dado Dios. Él, en efecto, ya nos ha prevenido, diciendo: Mirad, el Señor Dios llega, y viene con él su salario para pagar a cada uno su propio trabajo. De esta forma, pues, nos exhorta a nosotros, que creemos en él con todo nues­tro corazón, a que, sin pereza ni desidia, nos entreguemos al ejercicio de las buenas obras. Nuestra gloria y nuestra confianza estén siempre en él; vivamos siempre sumisos a su voluntad y pensemos en la multitud de ángeles que están en su presencia, siempre dispuestos a cumplir sus órdenes. Dice, en efecto, la Escritura: Miles y miles le ser­vían, millones estaban a sus órdenes y gritaban, diciendo: «¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!».

 Nosotros, pues, también con un solo corazón y con una sola voz, elevemos el canto de nuestra común fidelidad, aclamando sin cesar al Señor, a fin de tener también nues­tra parte en sus grandes y maravillosas promesas. Porque él ha dicho: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre pue­de pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.

¡Qué grandes y maravillosos son, amados hermanos, lo dones de Dios! La vida en la inmortalidad, el esplendor en la justicia, la verdad en la libertad, la fe en la confianza la templanza en la santidad; y todos estos dones son lo que están, ya desde ahora, al alcance de nuestro conocimiento. ¿Y cuáles serán, pues, los bienes que están preparados para los que lo aman? Solamente los conoce el Artífice supremo, el Padre de los siglos; sólo él sabe su número y su belleza.

 Nosotros, pues, si deseamos alcanzar estos dones, procuremos, con todo ahínco, ser contados entre aquellos que esperan su llegada. ¿Y cómo podremos lograrlo, amados hermanos? Uniendo a Dios nuestra alma con toda nuestra fe, buscando siempre con diligencia lo que es grato y acepto a sus ojos, realizando lo que está de acuerdo con su santa voluntad, siguiendo la senda de la verdad y re­chazando de nuestra vida toda injusticia.

Jueves, XXX semana

Sabiduría 7,15-30

Las obras de la creación, reflejo de la Sabiduría eterna

San Atanasio

Sermones contra los arrianos 2,78.79

En nosotros y en todos los seres hay una imagen creada de la Sabiduría eterna. Por ello, no sin razón, el que es la verdadera Sabiduría de quien todo procede, contem­plando en las criaturas como una imagen de su propio ser, exclama: El Señor me estableció al comienzo de sus obras. En efecto, el Señor considera toda la sabiduría que hay y se manifiesta en nosotros como algo que perte­nece a su propio ser.

 Pero esto no porque el Creador de todas las cosas sea él mismo creado, sino porque él contempla en sus criatu­ras como una imagen creada de su propio ser. Ésta es la razón por la que afirmó también el Señor: El que os reci­be a vosotros me recibe a mí, pues, aunque él no forma parte de la creación, sin embargo, en las obras de sus manos hay como una impronta y una imagen de su mismo ser, y por ello, como si se tratara de sí mismo, afirma: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al co­mienzo de sus obras.

 Por esta razón precisamente, la impronta de la sabidu­ría divina ha quedado impresa en las obras de la creación: para que el mundo, reconociendo en esta sabiduría al Verbo, su Creador, llegue por él al conocimiento del Padre. Es esto lo que enseña el apóstol san Pablo: Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles son visibles para la mente que penetra en sus obras. Por esto, el Verbo, en cuanto tal, de ninguna manera es criatura, sino el arque­tipo de aquella sabiduría de la cual se afirma que existe y que está realmente en nosotros.

 Los que no quieren admitir lo que decimos deben res­ponder a esta pregunta: ¿existe o no alguna clase de sabiduría en las criaturas? Si nos dicen que no existe, ¿por qué arguye san Pablo diciendo que, en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabi­duría? Y, si no existe ninguna sabiduría en las criaturas, ¿cómo es que la Escritura alude a tan gran número de sabios? Pues en ella se afirma: El sabio es cauto y se aparta del mal y con sabiduría se construye una casa.

 Y dice también el Eclesiastés: La sabiduría serena el rostro del hombre; y el mismo autor increpa a los temerarios con estas palabras: No preguntes: «¿Por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora?». Eso no lo pregunta un sabio.

 Que exista la sabiduría en las cosas creadas queda pa­tente también por las palabras del hijo de Sira: La derra­mó sobre todas sus obras, la repartió entre los vivientes, según su generosidad se la regaló a los que lo temen; pero esta efusión de sabiduría no se refiere, en manera alguna, al que es la misma Sabiduría por naturaleza, el cual existe en sí mismo y es el Unigénito, sino más bien a aquella sabiduría que aparece como su reflejo en las obras de la creación. ¿Por qué, pues, vamos a pensar que es imposible que la misma Sabiduría creadora, cuyos refle­jos constituyen la sabiduría y la ciencia derramadas en la creación, diga de sí misma: El Señor me estableció a comienzo de sus obras? No hay que decir, sin embargo que la sabiduría que hay en el mundo sea creadora; ella por el contrario, ha sido creada, según aquello del salmo El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos.

Viernes, XXX semana

Sabiduría 8,1-21b

La palabra de Dios es viva y eficaz

Balduino de Cantorbery

Tratado 6

La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo. Los que buscan a Cristo, palabra, fuerza y sabiduría de Dios, descubren por esta expresión de la Escritura toda la grandeza, fuerza y sabiduría de aquel que es la verdadera palabra de Dios y que existía ya antes del comienzo de los tiempos y, junto al Padre, participaba de su misma eternidad. Cuando llegó el tiempo oportuno, esta palabra fue revelada a los apóstoles, por ellos el mundo la conoció, y el pueblo de los creyentes la recibió con humildad. Esta palabra existe, por tanto, en el seno del Padre, en la predicación de quienes la proclaman y en el corazón de quienes la aceptan.

 Esta palabra de Dios es viva, ya que el Padre le ha concedido poseer la vida en sí misma, como el mismo Padre posee la vida en sí mismo. Por lo cual, hay que decir que esta palabra no sólo es viva, sino que es la mis­ma vida, como afirma el propio Señor, cuando dice: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Precisamente porque esta palabra es la vida, es también viva y vivificante; por esta razón, está escrito: Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Es vivificante cuando llama a Lázaro del se­pulcro, diciendo al que estaba muerto: Lázaro, ven afuera.

 Cuando esta palabra es proclamada, la voz del predica­dor resuena exteriormente, pero su fuerza es percibida interiormente y hace revivir a los mismos muertos, y su sonido engendra para la fe nuevos hijos de Abrahán. Es, pues, viva esta palabra en el corazón del Padre, viva en los labios del predicador, viva en el corazón del que cree y ama. Y, si de tal manera es viva, es también, sin duda, eficaz.

 Es eficaz en la creación del mundo, eficaz en el gobier­no del universo, eficaz en la redención de los hombres. Qué otra cosa podríamos encontrar más eficaz y más poderosa que esta palabra? ¿Quién podrá contar las haza­ñas de Dios, pregonar toda su alabanza? Esta palabra es eficaz cuando actúa y eficaz cuando es proclamada; ja­más vuelve vacía, sino que siempre produce fruto cuando es enviada.

 Es eficaz y más tajante que espada de doble filo para quienes creen en ella y la aman. ¿Qué hay, en efecto, imposible para el que cree o difícil para el que ama? Cuando esta palabra resuena, penetra en el corazón del creyente como si se tratara de flechas de arquero afila­das; y lo penetra tan profundamente que atraviesa hasta lo más recóndito del espíritu; por ello se dice que es más tajante que una espada de doble filo, más incisiva que todo poder o fuerza, más sutil que toda agudeza humana, más penetrante que toda la sabiduría y todas las palabras de los doctos.

Sábado, XXX semana

Sabiduría 11,20b-12,2.11b-19

Cuán bueno y cuán suave es, Señor, tu Espíritu para con todos nosotros

Santa Catalina de Siena

Diálogo 134

El Padre eterno puso, con inefable benignidad, los ojos de su amor en aquella alma y empezó a hablarle de esta manera:

«¡Hija mía muy querida! Firmísimamente he determi­nado usar de misericordia para con todo el mundo y pro­veer a todas las necesidades de los hombres. Pero el hom­bre ignorante convierte en muerte lo que yo le doy para que tenga vida, y de este modo se vuelve en extremo cruel para consigo mismo. Pero yo, a pesar de ello, no dejo de cuidar de él, y quiero que sepas que todo cuanto tiene el hombre proviene de mi gran providencia para con él.

 «Y así, cuando por mi suma providencia quise crearlo, al contemplarme a mí mismo en él, quedé enamorado de mi criatura y me complací en crearlo a mi imagen y seme­janza, con suma providencia. Quise, además, darle memo­ria para que pudiera recordar mis dones, y le di parte en mi poder de Padre eterno.

 «Lo enriquecí también al darle inteligencia, para que, en la sabiduría de mi Hijo, comprendiera y conociera cuál es mi voluntad, pues yo, inflamado en fuego intenso de amor paternal, creo toda gracia y distribuyo todo bien. Di tam­bién al hombre la voluntad, para que pudiera amar, y así tuviera parte en aquel amor que es el mismo Espíritu Santo; así le es posible amar aquello que con su inteligencia conoce y contempla.

 «Esto es lo que hizo mi inefable providencia para con el hombre, para que así el hombre fuese capaz de enten­derme, gustar de mí y llegar así al gozo inefable de mi contemplación eterna. Pero, como ya te he dicho otras muchas veces, el cielo estaba cerrado a causa de la desobediencia de vuestro primer padre, Adán; por esta desobediencia, vinieron y siguen viniendo al mundo todos lo males.

 «Pues bien, para alejar del hombre la muerte causada por su desobediencia, yo, con gran amor, vine en vuestra ayuda, entregándoos con gran providencia a mi Hijo unigénito, para socorrer, por medio de él, vuestra necesidad. Y a el le exigí una gran obediencia, para que así el género humano se viera libre de aquel veneno con el cual fue infectado el mundo a causa de la desobediencia de vuestro primer padre. Por eso, mi Hijo unigénito, enamorado de mi voluntad, quiso ser verdadera y totalmente obediente y se entregó, con toda prontitud, a la muerte afrentosa de la cruz, y, con esta santísima muerte, os dio a vosotros la vida, no con la fuerza de su naturaleza humana, sino con el poder de su divinidad».