Domingo, XXXI semana

I libro de Macabeos 1,1-24

Naturaleza de la paz

Vaticano II

Gaudium et spes 78

La paz no consiste en una mera ausencia de guerra ni se reduce a asegurar el equilibrio de las distintas fuerzas contrarias ni nace del dominio despótico, sino que, con razón, se define como obra de la justicia. Ella es como el fruto de aquel orden que el Creador quiso establece en la sociedad humana y que debe irse perfeccionando sin cesar por medio del esfuerzo de aquellos hombre que aspiran a implantar en el mundo una justicia cada vez más plena.

 En efecto, aunque fundamentalmente el bien común del género humano depende de la ley eterna, en sus exigencias concretas está, con todo, sometido a las continuas transformaciones ocasionadas por la evolución de los tiempos; la paz no es nunca algo adquirido de una vez para siempre, sino que es preciso irla construyendo y edificando cada día. Como además la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz requiere que cada uno se esfuerce constantemente por dominar sus pasiones, y exige de la autoridad legítima una constante vigilancia.

 Y todo esto es aún insuficiente. La paz de la que hablamos no puede obtenerse en este mundo, si no se garantiza el bien de cada una de las personas y si los hombres no saben comunicarse entre sí espontáneamente con confianza las riquezas de su espíritu y de su talento. La firme voluntad de respetar la dignidad de los otros hombres y pueblos y el solícito ejercicio de la fraternidad son algo absolutamente imprescindible para construir verdadera paz. Por ello, puede decirse que la paz es también fruto del amor, que supera los límites de lo que exige la simple justicia.

 La paz terrestre nace del amor al prójimo, y es como la imagen y el efecto de aquella paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el mismo Hijo encarnado, principe de la paz, ha reconciliado por su cruz a todos los hombres con Dios, reconstruyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. Así ha dado muerte en su propia carne al odio y, después del triunfo de su resurrección, ha derramado su Espíritu de amor en el corazón de los hombres.

 Por esta razón, todos los cristianos quedan vivamente invitados a que, realizando la verdad en el amor, se unan a aquellos hombres que, como auténticos constructores de la paz, se esfuerzan por instaurarla y rehacerla. Mo­vidos por este mismo espíritu, no podemos menos de alabar a quienes, renunciando a toda intervención violen­ta en la defensa de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, con tal de que esto pueda hacerse sin le­sionar los derechos y los deberes de otras personas o de la misma comunidad.

Lunes, XXXI semana

I Macabeos 1,41-64

Necesidad de inculcar sentimientos que llevan a la paz

Vaticano II

Gaudium et spes 82-83

Procuren los hombres no limitarse a confiar sólo en el esfuerzo de unos pocos, descuidando su propia actitud mental. Pues los gobernantes de los pueblos, como ge­rentes que son del bien común de su propia nación y promotores al mismo tiempo del bien universal, están enormemente influenciados por la opinión pública y por los sentimientos del propio ambiente. Nada podrían hacer en favor de la paz si los sentimientos de hostilidad, des­precio y desconfianza, y los odios raciales e ideologías obstinadas, dividieran y enfrentaran entre sí a los hom­bres. De ahí la urgentísima necesidad de una reeducación de las mentes y de una nueva orientación de la opinión pública.

 Quienes se consagran a la educación de los hombres, sobre todo de los jóvenes, o tienen por misión educar la opinión pública consideren como su mayor deber el inculcar en todas las mentes sentimientos nuevos, que llevan a la paz. Es necesario que todos convirtamos nuestro corazón y abramos nuestros ojos al mundo entero, pen­sando en aquello que podríamos realizar en favor del pro­greso del género humano si todos nos uniéramos.

 No deben engañarnos las falsas esperanzas. En efecto, mientras no desaparezcan las enemistades y los odios y no se concluyan pactos sólidos y leales para el futuro de una paz universal, la humanidad, amenazada ya hoy por graves peligros, a pesar de sus admirables progresos cien­tíficos, puede llegar a conocer una hora funesta en la que ya no podría experimentar otra paz que la paz horrenda la muerte. La Iglesia de Cristo, que participa de las angustias de nuestro tiempo, mientras denuncia estos pe­ligros no pierde con todo la esperanza; por ello, no deja de proponer al mundo actual, una y otra vez, con opor­tunidad o sin ella, aquel mensaje apostólico: Ahora es tiempo favorable, para que se opere un cambio en los co­razones, ahora es día de salvación.

 Para construir la paz es preciso que desaparezcan primero todas las causas de discordia entre los hombres, que son las que engendran las guerras; entre estas cau­sas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de estas injusticias tienen su origen en las exce­sivas desigualdades económicas y también en la lentitud con que se aplican los remedios necesarios para corre­girlas. Otras injusticias provienen de la ambición de do­minio, del desprecio a las personas, y, si queremos buscar sus causas más profundas, las encontraremos en la envi­dia, la desconfianza, el orgullo y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantos desórdenes, de ahí se sigue que, aun cuando no se llegue a la guerra, el mundo se ve envuelto en contiendas y violencias.

 Además, como estos mismos males se encuentran tam­bién en las relaciones entre las diversas naciones, se hace absolutamente imprescindible que, para superar o prevenir esas discordias y para acabar con las violencias, se busque, como mejor remedio, la cooperación y coor­dinación entre las instituciones internacionales, y se esti­mule sin cesar la creación de organismos que promuevan paz.

Martes, XXXI semana

I Macabeos 2,1.15-28.42-50.65-70

Papel de los cristianos en la construcción de la paz

Vaticano II

Gaudium et spes 88-90

Los cristianos deben cooperar, con gusto y de corazón, en la edificación de un orden internacional en el que se respeten las legítimas libertades y se fomente una sincera fraternidad entre todos; y eso con tanta mayor razón cuanto más claramente se advierte que la mayor parte de la humanidad sufre todavía una extrema pobreza, has­ta tal punto que puede decirse que Cristo mismo, en la persona de los pobres, eleva su voz para solicitar la ca­ridad de sus discípulos.

Que se evite, pues, el escándalo de que, mientras cier­tas naciones, cuya población es muchas veces en su mayo­ría cristiana, abundan en toda clase de bienes, otras, en cambio, se ven privadas de lo más indispensable y sufren a causa del hambre, de las enfermedades y de toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad debe ser la gloria y el testimonio de la Iglesia de Cristo.

 Hay que alabar y animar, por tanto, a aquellos cristia­nos, sobre todo a los jóvenes, que espontáneamente se ofrecen para ayudar a los demás hombres y naciones. Más aún, es deber de todo el pueblo de Dios, animado y guia­do por la palabra y el ejemplo de sus obispos, aliviar, según las posibilidades de cada uno, las miserias de nues­tro tiempo; y esto hay que hacerlo, como era costumbre en la antigua Iglesia, dando no solamente de los bienes superfluos, sino aun de los necesarios.

El modo de recoger y distribuir lo necesario para las di­versas necesidades, sin que haya de ser rígida y unifor­memente ordenado, llévese a cabo, sin embargo, con toda solicitud en cada una de las diócesis, naciones e incluso en el plano universal, uniendo siempre que se crea con­veniente la colaboración de los católicos con la de los otros hermanos cristianos. En efecto, el espíritu de ca­ridad, lejos de prohibir el ejercicio ordenado y previsor de la acción social y caritativa, más bien lo exige. De aquí que sea necesario que quienes pretenden dedicarse al servicio de las naciones en vía de desarrollo sean oportunamente formados en instituciones especializadas.

Por eso, la Iglesia debe estar siempre presente en la co­munidad de las naciones para fomentar o despertar la cooperación entre los hombres; y eso tanto por medio de sus órganos oficiales como por la colaboración sincera y plena de cada uno de los cristianos, colaboración que debe inspirarse en el único deseo de servir a todos.

Este resultado se conseguirá mejor si los mismos fieles, en sus propios ambientes, conscientes de la propia res­ponsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por des­pertar el deseo de una generosa cooperación con la comunidad internacional. Dése a esto una especial importancia en la formación de los jóvenes, tanto en su formación religiosa como civil.

Finalmente, es muy de desear que los católicos, para cumplir debidamente su deber en el seno de la comuni­dad internacional, se esfuercen por cooperar activa y po­sitivamente con sus hermanos separados, que como ellos profesan la caridad evangélica, y con todos aquellos otros hombres que están sedientos de verdadera paz.

Miércoles, XXXI semana

I Macabeos 3,1-26

La fe realiza obras que superan las fuerzas humanas

San Cirilo de Jerusalén

Catequesis 5, Sobre la fe y el símbolo 10-11

La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos realida­des distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la vo­luntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio; y añade: El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida.

 ¡Oh gran bondad de Dios para con los hombres! Los antiguos justos, ciertamente, pudieron agradar a Dios empleando para este fin los largos años de su vida; mas lo que ellos consiguieron con su esforzado y generoso servicio de muchos años, eso mismo te concede a ti Jesús realizarlo en un solo momento. Si, en efecto, crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, conseguirás la salvación y serás llevado al paraíso por aquel mismo que recibió en su reino al buen ladrón. No desconfíes ni dudes de si ello va a ser posible o no: el que salvó en el Gólgota al ladrón a causa de una sola hora de fe, él mismo te salvará también a ti si creyeres.

 La otra clase de fe es aquella que Cristo concede algunos como don gratuito: Uno recibe del Espíritu hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar.

 Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste sola­mente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe podría decir a una montaña, que viniera aquí, y vendría. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.

 Es de esta fe de la que se afirma: Si fuera vuestra fe como un grano de mostaza. Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así tam­bién la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos momentos realiza grandes maravillas. El alma, en efecto, iluminada por esta fe, alcanza a concebir en su mente una imagen de Dios, y llega incluso hasta contemplar al mismo Dios en la medida en que ello es posible; le es dado recorrer los límites del universo y ver, antes del fin del mundo, el juicio futuro y la realización de los bienes prometidos.

Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas.

Jueves, XXXI semana

I Macabeos 4,36-59

Sobre el símbolo de la fe

San Cirilo de Jerusalén

Catequesis 5, Sobre la fe y el símbolo 12-13

Al aprender y profesar la fe, adhiérete y conserva sola­mente la que ahora te entrega la Iglesia, la única que las santas Escrituras acreditan y defienden. Como sea que no todos pueden conocer las santas Escrituras, unos por­que no saben leer, otros porque sus ocupaciones se lo impiden, para que ninguna alma perezca por ignorancia, hemos resumido, en los pocos versículos del símbolo, el conjunto de los dogmas de la fe.

 Procura, pues, que esta fe sea para ti como un viático que te sirva toda la vida y, de ahora en adelante, no ad­mitas ninguna otra, aunque fuera yo mismo quien, cambiando de opinión, te dijera lo contrario, o aunque un ángel caído se presentara ante ti disfrazado de ángel de luz y te enseñara otras cosas para inducirte al error. Pues, si alguien os predica un Evangelio distinto del que os hemos predicado –seamos nosotros mismos o un ángel del cielo–, ¡sea maldito!

 Esta fe que estáis oyendo con palabras sencillas rete­nedla ahora en la memoria y, en el momento oportuno, comprenderéis, por medio de las santas Escrituras, lo que significa exactamente cada una de sus afirmaciones. Por­que tenéis que saber que el símbolo de la fe no lo han compuesto los hombres según su capricho, sino que las afirmaciones que en él se contienen han sido entresaca­das del conjunto de las santas Escrituras y resumen toda la doctrina de la fe. Y, a la manera de la semilla de mos­taza, que, a pesar de ser un grano tan pequeño, contiene ya en sí la magnitud de sus diversas ramas, así también las pocas palabras del símbolo de la fe resumen y con­tienen, como en una síntesis, todo lo que nos da a conocer el antiguo y el nuevo Testamento.

 Velad, pues, hermanos, y conservad cuidadosamente la tradición que ahora recibís y grabadla en el interior de vuestro corazón.

 Poned todo cuidado, no sea que el enemigo, encontran­do a alguno de vosotros desprevenido y remiso, le robe este tesoro, o bien se presente algún hereje que, con sus errores, contamine la verdad que os hemos entregado. Recibir la fe es como poner en el banco el dinero que os hemos entregado; Dios os pedirá cuenta de este depósito. Os recomiendo –como dice el Apóstol–, en presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profe­sión, que guardéis sin mancha la fe que habéis recibido, hasta el día de la manifestación de Cristo Jesús

 Ahora se te hace entrega del tesoro de la vida, pero el Señor, el día de su manifestación, te pedirá cuenta de él, cuando aparezca como el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el úni­co poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él la gloria, el honor y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

Viernes, XXXI semana

II Macabeos 12,34-46

Santa y piadosa es la idea de rezar por los muertos

San Gregorio Nacianceno

Sermón 7, en honor de su hermano Cesáreo 23-24

¿Qué es el hombre para que te ocupes de él? Un gran misterio me envuelve y me penetra. Pequeño soy y, al mis­mo tiempo, grande, exiguo y sublime, mortal e inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy sepultado, y con Cristo debo resucitar; estoy llamado a ser coheredero de Cristo e hijo de Dios; llegaré incluso a ser Dios mismo.

 Esto es lo que significa nuestro gran misterio; esto lo que Dios nos ha concedido, y, para que nosotros lo alcan­cemos, quiso hacerse hombre; quiso ser pobre, para le­vantar así la carne postrada y dar la incolumidad al hom­bre que él mismo había creado a su imagen; así todos nosotros llegamos a ser uno en Cristo, pues él ha querido que todos nosotros lleguemos a ser aquello mismo que él es con toda perfección: así entre nosotros ya no hay distinción entre hombres y mujeres, bárbaros y escitas, es­clavos y libres, es decir, no queda ya ningún residuo ni discriminación de la carne, sino que brilla sólo en nosotros la imagen de Dios, por quien y para quien hemos sido creados y a cuya semejanza estamos plasmados y hechos, para que nos reconozcamos siempre como he­chura suya.

 ¡Ojalá alcancemos un día aquello que esperamos de la gran munificencia y benignidad de nuestro Dios! El pide cosas insignificantes y promete, en cambio, grandes do­nes, tanto en este mundo como en el futuro, a quienes lo aman sinceramente. Sufrámoslo, pues, todo por él y aguantémoslo todo esperando en él; démosle gracias por todo (él sabe ciertamente que, con frecuencia, nuestros sufrimientos son un instrumento de salvación); encomendémosle nuestras vidas y las de aquellos que, habiendo vivido en otro tiempo con nosotros, nos han precedido ya en la morada eterna.

 ¡Señor y hacedor de todo, y especialmente del ser humano! ¡Dios, Padre y guía de los hombres que creaste! ¡Arbitro de la vida y de la muerte! ¡Guardián y bienhechor de nuestras almas! ¡Tú que lo realizas todo en su momento oportuno y, por tu Verbo, vas llevando a su fin todas las cosas según la sublimidad de aquella sabiduría tuya que todo lo sabe y todo lo penetra! Te pedimos que recibas ahora en tu reino a Cesáreo, que como primicia de nuestra comunidad ha ido ya hacia ti.

 Dígnate también, Señor, velar por nuestra vida, mientras moramos en este mundo, y, cuando nos llegue el momento de dejarlo, haz que lleguemos a ti preparados por el temor que tuvimos de ofenderte, aunque no ciertamente poseídos de terror. No permitas, Señor, que en la hora de nuestra muerte, desesperados y sin acordarnos de ti, nos sintamos como arrancados y expulsados de este mundo, como suele acontecer con los hombres que viven entregados a los placeres de esta vida, sino que, por el contrario, alegres y bien dispuestos, lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Sábado, XXXI semana

I Macabeos 9,1-22

En toda ocasión, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús

San Ambrosio

Tratado sobre el bien de la muerte 3,9; 4,15

Dice el Apóstol: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Existe, pues, en esta vida una muerte que es buena; por ello se nos exhorta a que en toda oca­sión y por todas partes, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

 Que la muerte vaya, pues, actuando en nosotros, para que también se manifieste en nosotros la vida, es decir, para que obtengamos aquella vida buena que sigue a la muerte, vida dichosa después de la victoria, vida feliz, terminado el combate, vida en la que la ley de la carne no se opone ya a la ley del espíritu, vida, finalmente, en la que ya no es necesario luchar contra el cuerpo mor­tal, porque el mismo cuerpo mortal ha alcanzado ya la victoria.

 Yo mismo no sabría decir si la grandeza de esta muerte es mayor incluso que la misma vida. Pues me hace dudar la autoridad del Apóstol que afirma: Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros. En efecto, ¡cuántos pueblos no fueron engendrados a la vida por la muerte de uno solo! Por ello, enseña el Apóstol que los que viven en esta vida deben apetecer que la muerte feliz de Cristo brille en sus propios cuerpos y deshaga nuestra condición física para que nuestro hombre interior se renueve y, si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenga lugar la edificación de una casa eterna en el cielo.

 Imita, pues, la muerte del Señor quien se aparta de la vida según la carne y aleja de sí aquellas injusticias de las que el Señor dice por Isaías: Abre las prisiones injustas, haz saltar los cerrojos de los cepos, deja libres a los oprimidos, rompe todos los cepos.

 El Señor, pues, quiso morir y penetrar en el reino de la muerte para destruir con ello toda culpa; pero, a fin de que la naturaleza humana no acabara nuevamente en la muerte, se nos dio la resurrección de los muertos: así, por la muerte, fue destruida la culpa y, por la resurrec­ción, la naturaleza humana recobró la inmortalidad.

 La muerte de Cristo es, pues, como la transformación del universo. Es necesario, por tanto, que también tú te vayas transformando sin cesar: debes pasar de la corrup­ción a la incorrupción, de la muerte a la vida, de la mor­talidad a la inmortalidad, de la turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre de muerte, antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz. ¿Qué significa en realidad para ti la muerte sino la se­pultura de los vicios y la resurrección de las virtudes? Por eso, dice la Escritura: Que mi muerte sea la de los justos, es decir, sea yo sepultado como ellos, para que desaparezcan mis culpas y sea revestido de la santidad de lo justos, es decir, de aquellos que llevan en su cuerpo y en su alma la muerte de Cristo.