Domingo, XXXII semana

Daniel 1,1-21

Cristo quiso salvar a los que estaban a punto de perecer

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 1,1-2,7

Hermanos: Debemos mirar a Jesucristo como miramos a Dios, pensando que él es el juez de vivos y muertos; y no debemos estimar en poco nuestra salvación. Porque, si estimamos en poco a Cristo, poco será también lo que esperamos recibir. Aquellos que, al escuchar sus prome­sas, creen que se trata de dones mediocres pecan, y nosotros pecamos también si desconocemos de dónde fuimos llamados, quién nos llamó y a qué fin nos ha destinado y menospreciamos los sufrimientos que Cristo padeció por nosotros.

¿Con qué pagaremos al Señor o qué fruto le ofrece­remos que sea digno de lo que él nos dio? ¿Cuántos son los dones y beneficios que le debemos? Él nos otorgó la luz, nos llama, como un padre, con el nombre de hi­jos y, cuando estábamos en trance de perecer, nos salvó. ¿Cómo, pues, podremos alabarlo dignamente o cómo le pagaremos todos sus beneficios? Nuestro espíritu estaba tan ciego que adorábamos las piedras y los leños, el oro y la plata, el bronce y todas las obras salidas de las ma­nos de los hombres; nuestra vida entera no era otra cosa que una muerte. Envueltos, pues, y rodeados de oscuri­dad, nuestra vida estaba recubierta de tinieblas, y Cristo quiso que nuestros ojos se abrieran de nuevo, y así la nube que nos rodeaba se disipó.

 Él se compadeció, en efecto, de nosotros y, con entra­ñas de misericordia, nos salvó, pues había visto nuestro extravío y nuestra perdición y cómo no podíamos espe­rar nada fuera de él que nos aportara la salvación. Nos llamó cuando nosotros no existíamos aún y quiso que pasáramos de la nada al ser.

 Alégrate, la estéril, que no dabas a luz; rompe a can­tar de júbilo, la que no tenías dolores: porque la aban­donada tendrá más hijos que la casada. Al decir: Alé­grate, la estéril, se refería a nosotros, pues, estéril era nuestra Iglesia, antes de que le fueran dados sus hijos. Al decir: Rompe a cantar, la que no tenías dolores, se significan las plegarias que debemos elevar a Dios, sin desfallecer, como desfallecen las que están de parto. Lo que finalmente se añade: Porque la abandonada tendrá más hijos que la casada, se dijo para significar que nuestro pueblo parecía al principio estar abandonado del Señor, pero ahora, por nuestra fe, somos más numerosos que aquel pueblo que se creía posesor de Dios.

 Otro pasaje de la Escritura dice también: No he veni­do a llamar a los justos, sino a los pecadores. Esto quie­re decir que hay que salvar a los que se pierden. Porque lo grande y admirable no es el afianzar los edificios sóli­dos, sino los que amenazan ruina. De este modo, Cristo quiso ayudar a los que perecían y fue la salvación de muchos, pues vino a llamarnos cuando nosotros estába­mos ya a punto de perecer.

Lunes, XXXII semana

Daniel 2,26-47

Confesemos a Dios con nuestras obras

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 3,1-4,5; 7,1-6

Mirad cuán grande ha sido la misericordia del Señor para con nosotros: En primer lugar, no ha permitido que quienes teníamos la vida sacrificáramos ni adoráramos a dioses muertos, sino que quiso que, por Cristo, llegáramos al conocimiento del Padre de la verdad. ¿Qué significa conocerlo a él sino el no apostatar de aquel por quien lo hemos conocido? El mismo Cristo afirma: Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre. Ésta será nuestra recompensa si nos ponemos de parte de aquel que nos salvó. ¿Y cómo nos pondremos de su parte? Haciendo lo que nos dice y no desobedeciendo nunca sus mandamien­tos; honrándolo no solamente con nuestros labios, sino también con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente. Dice, en efecto, Isaías: Este pueblo me glorifica con los labios, mientras su corazón está lejos de mí.

 No nos contentemos, pues, con llamarlo: «Señor», pues esto solo no nos salvará. Está escrito, en efecto: No todo el que me dice: «Señor, Señor» se salvará, sino el que prac­tica la justicia. Por tanto, hermanos, confesémoslo con nuestras obras, amándonos los unos a los otros. No sea­mos adúlteros, no nos calumniemos ni nos envidiemos mutuamente, antes al contrario, seamos castos, compa­sivos, buenos; debemos también compadecernos de las desgracias de nuestros hermanos y no buscar desmesura­damente el dinero. Mediante el ejercicio de estas obras, confesaremos al Señor, en cambio, no lo confesaremos si practicamos lo contrario a ellas. No es a los hombres a quienes debemos temer, sino a Dios. Por eso, a los que se comportan mal les dijo el Señor: Aunque vosotros estu­viereis reunidos conmigo, si no cumpliereis mis mandamientos, os rechazaré y os diré: «No sé quienes sois. Alejaos de mí, malvados».

 Por esto, hermanos míos, luchemos, pues sabemos que el combate ya ha comenzado y que muchos son llamados a los combates corruptibles, pero no todos son coronados, sino que el premio se reserva a quienes se han esforzado en combatir debidamente. Combatamos nosotros de tal forma que merezcamos todos ser coronados. Corramos por el camino recto, el combate incorruptible, naveguemos y combatamos en él para que podamos ser coronados; y, si no pudiéramos todos ser coronados, procuremos acercarnos lo más posible a la corona. Recordemos, sin embargo, que, si uno lucha en los combates corruptibles y es sorprendido infringiendo las leyes de la lucha, recibe azotes y es expulsado fuera del estadio

¿Qué os parece? ¿Cuál será el castigo de quien infringe las leyes del combate incorruptible? De los que no guardan el sello, es decir, el compromiso de su bautismo, dice la Escritura: Su gusano no muere, su fuego no se apaga y serán el horror de todos los vivientes.

Martes, XXXII semana

Daniel 3,8-12.19-30

El arrepentimiento de un corazón sincero

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 8,1-9,11

Hagamos penitencia mientras vivimos en este mundo. Somos, en efecto, como el barro en manos del artífice. De la misma manera que el alfarero puede componer de nue­vo la vasija que está modelando, si le queda deforme o se e rompe, cuando todavía está en sus manos, pero, en cambio, le resulta imposible modificar su forma cuando la a puesto ya en el horno, así también nosotros, mientras estemos en este mundo, tenemos tiempo de hacer penitencia y debemos arrepentirnos con todo nuestro corazón le los pecados que hemos cometido mientras vivimos en nuestra carne mortal, a fin de ser salvados por el Señor. Una vez que hayamos salido de este mundo, en la eternidad, ya no podremos confesar nuestras faltas ni hacer penitencia.

Por ello, hermanos, cumplamos la voluntad del Padre, ardemos casto nuestro cuerpo, observemos los mandamientos de Dios, y así alcanzaremos la vida eterna. Dice, en efecto, el Señor en el Evangelio: Si no fuisteis de fiar en lo menudo, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Porque os aseguro que el que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar. Esto es lo mismo que decir: «Guardad puro vuestro cuerpo e incontaminado el sello de vuestro bautismo, para que seáis dignos de la vida eterna».

 Que ninguno de vosotros diga que nuestra carne no será juzgada ni resucitará; reconoced, por el contrario, que ha sido por medio de esta carne en la que vivís que habéis sido salvados y habéis recibido la visión. Por ello, debemos mirar nuestro cuerpo como si se tratara de un templo de Dios. Pues, de la misma manera que habéis sido llamados en esta carne, también en esta carne saldréis al encuentro del que os llamó. Si Cristo, el Señor, el que nos ha salvado, siendo como era espíritu, quiso ha­cerse carne para podernos llamar, también nosotros, por medio de nuestra carne, recibiremos la recompensa.

 Amémonos, pues, mutuamente, a fin de que podamos llegar todos al reino de Dios. Mientras tenemos tiempo de recobrar la salud, pongámonos en manos de Dios, para que él, como nuestro médico, nos sane; y demos los hono­rarios debidos a este nuestro médico. ¿Qué honorarios? El arrepentimiento de un corazón sincero. Porque él conoce de antemano todas las cosas y penetra en el secreto de nuestro corazón. Tributémosle, pues, nuestras alabanzas no solamente con nuestros labios, sino también con todo nuestro corazón, a fin de que nos acoja como hijos. Pues el Señor dijo: Mis hermanos son los que cumplen la voluntad de mi Padre.

Miércoles, XXXII semana

Daniel 5,1-2.5-9.13-17.25-30 -6,1

Perseveremos en la esperanza

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 10,1-12,1; 13,1

 Hermanos míos, hagamos la voluntad del Padre que nos ha llamado y esforcémonos por vivir ejercitando la virtud con el mayor celo; huyamos del vicio, como del primero de nuestros males, y rechacemos la impiedad, a fin de que el mal no nos alcance. Porque, si nos esforzamos en obrar el bien, lograremos la paz. La razón por la que algunos hombres no alcanzan la paz es porque se dejan levar por temores humanos y posponen las promesas fu­turas a los gozos presentes. Obran así porque ignoran cuán grandes tormentos están reservados a quienes se entregan a los placeres de este mundo y cuán grande es la felicidad que nos está preparada en la vida eterna. Y, si ellos fueran los únicos que hicieran esto, sería aún tolerable; pero el caso es que no cesan de pervertir a las almas inocentes con sus doctrinas depravadas, sin darse cuenta que de esta forma incurren en una doble conde­nación: la suya propia y la de quienes los escuchan.

 Nosotros, por tanto, sirvamos a Dios con un corazón puro, y así seremos justos; porque, si no servimos a Dios y desconfiamos de sus promesas, entonces seremos des­graciados. Se dice, en efecto, en los profetas: Desdichados los de ánimo doble, los que dudan en su corazón, los que dicen: «Todo esto hace tiempo que lo hemos oído, ya fue dicho en tiempo de nuestros padres; hemos esperado, día tras día, y nada de ello se ha realizado». ¡Oh insensatos! Comparaos con un árbol; tomad, por ejemplo, una vid: primero se le cae la hoja, luego salen los brotes, después puede contemplarse la uva verde, finalmente aparece la uva ya madura. Así también mi pueblo: primero sufre in­quietudes y tribulaciones, pero luego alcanzará la fe­licidad.

 Por tanto, hermanos míos, no seamos de ánimo doble, antes bien perseveremos en la esperanza, a fin de recibir nuestro galardón, porque es fiel aquel que ha prometido dar a cada uno según sus obras. Si practicamos, pues, la justicia ante Dios, entraremos en el reino de los cielos y recibiremos aquellas promesas que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar.

 Estemos, pues, en todo momento en expectación del reino de Dios, viviendo en la caridad y en la justicia, pues desconocemos el día de la venida del Señor. Por tanto, hermanos, hagamos penitencia y obremos el bien, pues vivimos rodeados de insensatez y de maldad. Purifiqué­monos de nuestros antiguos pecados y busquemos nuestra salvación arrepintiéndonos de nuestras faltas en lo más profundo de nuestro ser. No adulemos a los hombres ni busquemos agradar solamente a los nuestros; procuremos, por el contrario, edificar con nuestra vida a los que no son cristianos, evitando así que el nombre de Dios sea blasfemado por nuestra causa.

Jueves, XXXII semana

Daniel 9,1-4a.18-27

La Iglesia viva es el cuerpo de Cristo

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 13,2-14,5

Dice el Señor: Todo el día, sin cesar, ultrajan mi nom­bre entre las naciones; y también en otro lugar: ¡Ay de aquel por cuya causa ultrajan mi nombre! ¿Por qué razón ultrajan el nombre de Dios? Porque nuestra conducta no concuerda con lo que nuestros labios proclaman. Los pa­ganos, en efecto, cuando escuchan de nuestros labios la palabra de Dios, quedan admirados de su belleza y subli­midad; pero luego, al contemplar nuestras obras y ver que no concuerdan con nuestras palabras, empiezan a blasfemar, diciendo que todo es fábula y mentira.

 Cuando nos oyen decir que Dios afirma: Si amáis sólo a los que os aman no es grande vuestro mérito, pero gran­de es vuestra virtud si amáis a vuestros enemigos y a quienes os odian, se llenan de admiración ante la sublimi­dad de estas palabras; pero luego, al contemplar cómo no amamos a los que nos odian y que ni siquiera sabemos amar a los que nos aman, se ríen de nosotros, y con ello el nombre de Dios es blasfemado.

 Así, pues, hermanos, si cumplimos la voluntad de Dios, perteneceremos a la Iglesia primera, es decir, a la Iglesia espiritual, que fue creada antes que el sol y la luna; pero, si no cumplimos la voluntad del Señor, seremos de aquellos de quienes afirma la Escritura: Vosotros conver­tís mi casa en una cueva de bandidos. Por tanto, procu­remos pertenecer a la Iglesia de la vida, para alcanzar así la salvación.

 Creo que no ignoráis que la Iglesia viva es el cuerpo de Cristo. Dice, en efecto, la Escritura: Creó Dios al hom­bre; hombre y mujer los creó, el hombre es Cristo, la mujer es la Iglesia; ahora bien, los escritos de los pro­fetas y de los apóstoles nos enseñan también que la Igle­sia no es de este tiempo, sino que existe desde el principio; en efecto, la Iglesia era espiritual como espiritual era el Señor Jesús, pero se manifestó visiblemente en los últimos tiempos para llevarnos a la salvación.

 Esta Iglesia que era espiritual se ha hecho visible en la carne de Cristo, mostrándonos con ello que, si nosotros conservamos intacta esta Iglesia por medio de nuestra carne, la recibiremos en el Espíritu Santo, pues nuestra carne es como la imagen del Espíritu, y nadie puede gozar del modelo si ha destruido su imagen. Todo esto quiere decir, hermanos, lo siguiente: Conservad con respeto vuestra carne, para que así tengáis parte en el Espíritu. Y, si afirmamos que la carne es la Iglesia y el Espíritu es Cristo, ello significa que quien deshonra la carne des­honra la Iglesia, y este tal no será tampoco partícipe de aquel Espíritu, que es el mismo Cristo. Con la ayuda del Espíritu Santo, esta carne puede, por tanto, llegar a go­zar de aquella incorruptibilidad y de aquella vida que es tan sublime, que nadie puede explicar ni describir, pero que Dios ha preparado para sus elegidos.

Viernes, XXXII semana

Daniel 10,1-21

Convirtámonos a Dios, que nos llama

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 15,1-17,2

Creo que vale la pena tener en cuenta el consejo que os he dado acerca de la continencia; el que lo siga no se arre­pentirá, sino que se salvará a sí mismo por haberlo segui­do y me salvará a mí por habérselo dado. No es pequeño el premio reservado al que hace volver al buen camino a un alma descarriada y perdida. La mejor muestra de agradecimiento que podemos tributar a Dios, que nos ha creado, consiste en que tanto el que habla como el que escucha lo hagan con fe y con caridad.

 Mantengámonos firmes en nuestra fe, justos y santos, para que así podamos confiadamente rogar a Dios, pues él nos asegura: Clamarás al Señor, y te responderá: «Aquí estoy». Estas palabras incluyen una gran promesa, pues nos demuestran que el Señor está más dispuesto a dar que nosotros a pedir. Ya que nos beneficiamos todos de una benignidad tan grande, no nos envidiemos unos a otros por los bienes recibidos. Estas palabras son motivo de alegría para los que las cumplen, de condenación para los que las rechazan.

 Así, pues, hermanos, ya que se nos ofrece esta magní­fica ocasión de arrepentirnos, mientras aun es tiempo convirtámonos a Dios, que nos llama y se muestra dis­puesto a acogernos. Si renunciamos a los placeres terre­nales y dominamos nuestras tendencias pecaminosas, nos beneficiaremos de la misericordia de Jesús. Daos cuenta que llega el día del juicio, ardiente como un hor­no, cuando el cielo se derretirá y toda la tierra se licuará como el plomo en el fuego, y entonces se pondrán al des­cubierto nuestras obras, aun las más ocultas. Buena cosa es la limosna como penitencia del pecado; mejor el ayuno que la oración, pero mejor que ambos la limosna; el amor cubre la multitud de los pecados, pero la oración que sale de un corazón recto libra de la muerte. Dichosa el que sea hallado perfecto en estas cosas, porque la li­mosna atenúa los efectos del pecado.

 Arrepintámonos de todo corazón, para que no se pierda ninguno de nosotros. Si hemos recibido el encargo de apartar a los idólatras de sus errores, ¡cuánto más debe­mos procurar no perdernos nosotros que ya conocemos a Dios! Ayudémonos, pues, unos a otros en el camino del bien, sin olvidar a los más débiles, y exhortémonos mutuamente a la conversión.

Sábado, XXXII semana

Daniel 12,1-13

Practiquemos el bien, para que al fin nos salvemos

Anónimo

Homilía de un autor del siglo segundo 18,1-20,5

Seamos también nosotros de los que alaban y sirven a Dios, y no de los impíos, que serán condenados en el juicio. Yo mismo, a pesar de que soy un gran pecador y de que no he logrado todavía superar la tentación ni las insi­dias del diablo, me esfuerzo en practicar el bien y, por amor al juicio futuro, trato al menos de irme acercando a la perfección.

 Por esto, hermanos y hermanas, después de haber escu­chado la palabra del Dios de verdad, os leo esta exhor­tación, para que, atendiendo a lo que está escrito, nos salvemos todos, tanto vosotros como el que lee entre vo­sotros; os pido por favor que os arrepintáis de todo co­razón, con lo que obtendréis la salvación y la vida. Obran­do así, serviremos de modelo a todos aquellos jóvenes que quieren consagrarse a la bondad y al amor de Dios. No tomemos a mal ni nos enfademos tontamente cuando al­guien nos corrija con el fin de retornarnos al buen ca­mino, porque a veces obramos el mal sin darnos cuenta, por nuestra doblez de alma y por la incredulidad que hay en nuestro interior, y porque tenemos sumergido el pensamiento en las tinieblas a causa de nuestras malas tendencias.

 Practiquemos, pues, el bien, para que al fin nos salve­mos. Dichosos los que obedecen estos preceptos; aunque por un poco de tiempo hayan de sufrir en este mundo, cosecharán el fruto de la resurrección incorruptible. Por esto, no ha de entristecerse el justo si en el tiempo pre­sente sufre contrariedades: le aguarda un tiempo feliz; volverá a la vida junto con sus antecesores y gozará de una felicidad sin fin y sin mezcla de tristeza.

Tampoco ha de hacernos vacilar el ver que los malos se enriquecen, mientras los siervos de Dios viven en la estrechez. Confiemos, hermanos y hermanas: sostenemos el combate del Dios vivo y lo ejercitamos en esta vida presente, con miras a obtener la corona en la vida futura. Ningún justo consigue en seguida la paga de sus esfuer­zos, sino que tiene que esperarla pacientemente. Si Dios premiase en seguida a los justos, la piedad se convertiría en un negocio; daríamos la impresión de que queremos ser justos por amor al lucro y no por amor a la piedad. Por esto, los juicios divinos a veces nos hacen dudar y entorpecen nuestro espíritu, porque no vemos aún las cosas con claridad.

Al solo Dios invisible, Padre de la verdad, que nos ha enviado al Salvador y Autor de nuestra incorruptibilidad por el cual nos ha dado también a conocer la verdad y la vida celestial, a él sea la gloria por los siglos de los siglos Amén.