2ª SEMANA DE PASCUA
Domingo
Entrada: «Como
el niño recién nacido, ansiad la lecha auténtica, no adulterada, para crecer
con ella sanos. Aleluya» (1 Pe 2,2). O bien: «Alegraos en vuestra gloria,
dando gracias a Dios. que os ha llamado al reino celestial. Aleluya» (Esd
2,36-37).
Colecta (del
Misal Gótico): «Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu
pueblo con la celebración anual de las fiestas pascuales, acrecienta en
nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor que el
bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer y que la
sangre nos ha redimido».
Ofertorio (del
misal anterior, retocada con textos de los Sacramentarios Gelasiano y de
Bérgamo): «Recibe, Señor, las
ofrendas que (junto con los recién bautizados) te presentamos y haz que,
renovados por la fe y el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza».
Comunión: «Trae
tu mano y toca la señal de los clavos; y no seas incrédulo, sino creyente.
Aleluya» (Jn 20,27).
Postcomunión (del
misal anterior, retocada con textos del Gelasiano): «Concédenos, Dios todopoderoso,
que la fuerza del sacramento pascual que hemos recibido, persevere siempre
en nosotros».
Ciclo A
El acontecimiento pascual y el
reencuentro con el Corazón de Cristo Resucitado rehizo la fe y la vida del
colegio apostólico y puso en marcha la Iglesia de Cristo como comunidad de
creyentes reunidos en torno al Señor Jesús, viviente de nuevo en su Palabra
y en su Eucaristía. Los neófitos dejaron ayer las túnicas bautismales.
–Hechos 2,42-47: Los creyentes vivían unidos y lo tenían todo
en común. Por la fuerza de la predicación apostólica de los primeros
testigos de la Resurrección se inició la Iglesia como comunidad de fe y de
amor entre los hombres. Es el primer diseño de la Iglesia, fundada en la fe
y en la Eucaristía. San Cipriano dice:
«Esta unidad de la Iglesia está
prefigurada en la persona de Cristo... Quien no guarda esta unidad de la
Iglesia, ¿va a creer que guarda la unidad de la fe? Quien resiste
obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la
que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que está en la Iglesia? (Sobre
la unidad de la Iglesia 3,2)
–Salmo 117. Salmo responsorial como en el Domingo de
Resurrección.
–1 Pedro 1,3-9: Por la resurrección de Cristo de entre los
muertos nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. San Pedro proclama la
grandeza de nuestra vocación cristiana como miembros de la Iglesia,
comunidad de salvación en medio del mundo por la fe en Cristo. Afirma,
sobre el nuevo nacimiento San Hipólito:
«El que se sumerge con fe en
este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo; reniega
al enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se
despoja de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale
del bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia y, lo
que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y
coheredero de Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).
–Juan 20,19-31: A los ocho días se les apareció el Señor.
Es el texto evangélico para los tres ciclos y presenta la primera comunidad
eclesial surgida de la Pascua. Comunidad de creyentes, reunidos para
iniciar su misión de testigos, por la fe, del acontecimiento de la
Resurrección de Cristo. Nos fijamos aquí en la duda de Santo Tomás,
comentada por San Gregorio Magno:
«Sólo Tomás, llamado el Mellizo, estaba
ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo
que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo
incrédulo su costado para que lo palpe, le enseña las manos y, mostrándole
la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es,
hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que
sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido
estuviese primero ausente, que luego al venir oyese, que al oir dudase, que
al dudar palpase, que al palpar creyese?
«Todo esto no sucedió porque
sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un
modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las
heridas del cuerpo de su Maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad.
Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de
los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de
haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe.
«De este modo, en efecto, aquel
discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la
resurrección... Teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó
Dios, cosa que escapaba a su mirada... “Dichosos los que crean sin haber
visto”: en esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros.
Con tal que las obras acompañen nuestra fe» (Homilía 26 sobre los
Evangelios).
Ciclo B
El acontecimiento pascual,
Muerte y Resurrección del Señor, rehizo la fe del Colegio apostólico y puso
en marcha la obra de Cristo, que es la Iglesia como comunidad de creyentes
reunidos en Cristo, vivientes de su Palabra y de su Eucaristía.
–Hechos 4,32-35: Todos pensaban y sentían lo mismo. Por la
fuerza de la predicación apostólica de los primeros testigos de la
Resurrección se inició la Iglesia, como comunidad de fe y de amor entre los
hombres. San Fulgencio de Ruspe dice:
«Dios, al conservar en la
Iglesia la caridad que ha sido derramada en ella por el Espíritu Santo,
convierte a esta misma Iglesia en un sacrificio agradable a sus ojos y le
hace capaz de recibir siempre la gracia de esa caridad espiritual, para que
pueda ofrecerse continuamente a Él como una ofrenda viva, santa y
agradable» (Lib. 3,11-12).
–Salmo responsorial 117.
–1 Juan 5,16: Todo el que ha nacido de Dios vence al
mundo. La vida de fe iniciada por el bautismo y vivificada por la
Eucaristía, es la clave que da autenticidad a nuestra condición de hijos de
Dios en medio del mundo. San Atanasio así lo manifiesta:
«Siempre resultará provechoso esforzarse
en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y de la
fe de la Iglesia Católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la
predicaron los apóstoles y la conservaron los Santos Padres. En ella,
efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquél que
se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de
tal» (Carta I a Serapión 28-30).
–Juan 20, 19-31. Ver
Ciclo A.
Ciclo C
Concluimos la octava de Pascua.
La liturgia nos ha hecho vivir intensamente el gozo y la alegría de ser de
Cristo, el que murió y resucitó por nosotros. Desde ahora, a lo largo del
tiempo pascual, el pentecostés de alegría aleluyática, la Iglesia en su
liturgia irá desentrañando en nuestra conciencia el Misterio de Cristo
resucitado y de su Iglesia, en la que nos integramos por el bautismo. Hemos
de ser responsables de estas sagradas realidades, realizadas en la historia
de la salvación y en nuestra propia vida.
–Hechos 5,12-16: Crecía el número de los creyentes. En
torno a los Apóstoles comienza a formarse la primera comunidad eclesial,
avalada por la fe en la resurrección del Señor Jesús. No tiene fronteras,
como explica San Cirilo de Jerusalén:
«La Iglesia se llama
católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra,
de uno a otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña
todas las verdades de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de
las cosas visibles o invisibles, terrenas o celestiales; también porque
induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a
los simples ciudadanos, a los instruidos y a los ignorantes; y, finalmente,
porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos
cuantos los externos; ella posee todo género de virtudes, cualquiera que
sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones
espirituales» (Catequesis 18,23-25).
–Apocalipsis 1,9-11.12-13.17-19: Estaba muerto y ya ves que
vive por los siglos. El triunfo de Jesús sobre la vida y la muerte
sigue siendo el gran acontecimiento, que mantiene eficaz la fe y la
esperanza de la Iglesia. La resurrección de Jesucristo es la fianza y la
prueba infalible de nuestra esperanza, el firme apoyo de nuestra fe, la
garantía más segura de que nosotros hemos sido redimidos, de que somos
llamados a la vida eterna. Estaba muerto, pero ha resucitado para ser
nuestra vida y Pontífice intercesor ante el Padre.
–Juan 20,19-31. Ver
Ciclo A.
Lunes
Entrada:
«Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la
muerte ya no tiene dominio sobre Él. Aleluya» (Rom 6,9).
Colecta (tomada
del Sacramentario de Bérgamo): «Dios todopoderoso y eterno, que nos permites
que te llamemos Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu filial,
para que merezcamos alcanzar la herencia prometida».
Ofertorio:
«Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo, y pues en la
resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría, concédenos
participar de este gozo eterno».
Comunión:
«Jesús se puso en medio de sus discípulos y les dijo: “Paz a vosotros”.
Aleluya» (Jn 20,19).
Postcomunión:
«Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con
estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección
gloriosa».
–Hechos 4,23-31: Al terminar la oración, los llenó a todos el
Espíritu Santo y anunciaban con valentía la Palabra de Dios. Después de
la liberación de Pedro y de Juan, la comunidad cristiana ora rememorando
las palabras del Salmo 2, interpretadas como una profecía de la pasión y de
la resurrección del Mesías. Se trata de la primera oración comunitaria de
la Iglesia. La persecución provoca y acentúa una mayor unión de sentimientos
y el recurso a Dios, que escucha la súplica de la Iglesia reunida. En la
acción eucarística, al hacer presente la actuación salvífica de Dios en
Cristo, pedimos y recibimos la fuerza del Espíritu, que se ha de manifestar
en el testimonio valiente de nuestras palabras y de nuestras obras.
San Agustín habla muchas veces
sobre la oración pública y privada, sobre sus cualidades y eficacia:
«Cuando nuestra oración nos es escuchada
es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala. Mali, porque somos
malos y no estamos bien dispuestos para la petición. Male, porque
pedimos mal, con poca fe y sin perseverancia, o con poca humildad. Mala,
porque pedimos cosas malas, o van a resultar, por alguna razón, no
convenientes para nosotros» (La Ciudad de Dios 20,22).
«Hablar mucho en la oración es como tratar
un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio,
prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la
puerta de Aquél que nos escucha. Porque con frecuencia la finalidad de la
oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones
verbales» (Carta 130 a
Proba).
–Cristo resucitado, sentado a
la derecha del Padre, lleva a plenitud el significado del salmo 2. Todo se
lo ha dado el Padre. Su herencia: las naciones; su posesión: los confines
de la tierra. Él intercede por nosotros como Pontífice supremo de nuestra
fe. Es el Mediador y presenta al Padre nuestra oración. Con el Salmo 2 cantamos a la grandeza
de Jesucristo:
«¿Por qué se amotinan las
naciones y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra,
los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías: “Rompamos sus
coyundas, sacudamos su yugo”. El que habita en el cielo sonríe, el Señor se
burla de ellos. Luego les habla con ira, los espanta con su cólera: “Yo
mismo he establecido a mi rey en Sión, en mi monte santo”. Voy a proclamar
el decreto del Señor: Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado
hoy; pídemelo: te daré en herencia las naciones; en posesión, los confines
de la tierra. Los gobernarás con cetro de hierro, Los quebrarás como jarro
de loza”».
–Juan 3,1-8: El que no nazca del agua y del Espíritu no
puede entrar en el reino de Dios. Jesús manifiesta a Nicodemo el
misterio del bautismo, como nuevo nacimiento a la vida divina y como
entrada en el Reino de Dios. Todo está relatado en orden al Bautismo.
Comenta San Juan Crisóstomo:
«En adelante nuestra naturaleza es
concebida en el cielo con Espíritu Santo y agua. Ha sido elegida el agua y
cumple funciones de generación para el fiel... Desde que el Señor entró en
las aguas del Jordán, el agua no produce ya el bullir de animales vivientes
(Gén 1,20), sino de almas dotadas de razón, en las que habita el Espíritu
Santo» (Homilía sobre el Evangelio de San Juan 26,1).
Y San Agustín:
«No conoce Nicodemo otro
nacimiento que el de Adán y Eva, e ignora el que se origina de Cristo y de
la Iglesia. Sólo entiende de la paternidad que engendra para la muerte, no
de paternidad que engendra para la vida. Existen dos nacimientos; mas él
sólo de uno tiene noticia. Uno es de la tierra y otro es del cielo; uno de
la carne y otro del Espíritu; uno de la mortalidad, otro de la eternidad...
Los dos son únicos. Ni uno ni otro se pueden repetir» (Tratado 11,6
sobre el Evangelio de San Juan).
Martes
Entrada: «Con
alegría y regocijo demos gloria a Dios, porque el Señor ha establecido su
reinado. Aleluya» (Ap 19, 7.6).
Colecta (del
Gelasiano): «Te pedimos, Señor, que nos hagas capaces de anunciar la
victoria de Cristo resucitado; y pues en ella nos has dado la prenda de los
dones futuros, haz que un día los poseamos en plenitud».
Ofertorio:
«Concédenos, Señor, darte gracias siempre por medio de estos misterios
pascuales; y ya que continúan en nosotros la obra de tu redención, sean también
fuente de gozo incesante»
Comunión: «Era
necesario que el Mesías padeciera y resucitara de entre los muertos, para
entrar en su gloria. Aleluya» (cf. Lc 24,46.26).
Postcomunión:
«Escucha, Señor, nuestras oraciones, para que este santo intercambio, en el
que has querido realizar nuestra redención, nos sostenga durante la vida
presente y nos dé las alegrías eternas».
–Hechos 4,32-37: Los creyentes todos pensaban y sentían
lo mismo. En los resúmenes de la acción pastoral de los Apóstoles y primeros
discípulos se manifiesta de un modo especial el mensaje de Cristo muerto y
resucitado y la unión de mente y corazón que existía entre ellos y los
fieles, en toda la Iglesia. Comenta Tertuliano:
«Es norma general que toda cosa debe ser
referida a su origen, y, por esto, toda la multitud de comunidades son una
con aquella primera Iglesia fundada sobre los Apóstoles, de la que proceden
todas las otras. En este sentido son todas primeras y todas apostólicas, en
cuanto que todas juntas forman una sola. De esta unidad son pruebas la
comunión y la paz que reinan entre ellas, así como su mutua fraternidad y
hospitalidad. Todo lo cual no tiene otra razón de ser que su unidad en una
misma tradición apostólica» (Sobre la prescripción de los herejes,
20).
San Cipriano dice:
«Tenemos que mantener y
defender esta unidad, sobre todo los obispos, que tenemos la presidencia de
las Iglesias... Nadie engañe a la comunidad de hermanos con una mentira,
nadie deforme la verdad de la fe con una deformación infiel... La Santa
Iglesia es una sola... Lo mismo que el sol tiene muchos rayos, pero una
sola luz, y el árbol tiene muchas ramas, pero un tronco único al que
profundas raíces dan posición fija, y lo mismo que de una fuente saltan
muchos arroyos, así la unidad es conservada en el origen, aunque parezca
que de ella brota una pluralidad en rica abundancia» (Sobre la unidad de
la Iglesia,6).
–¡El Señor reina! Ha
triunfado de la muerte y es el Señor del mundo y de la historia. Y reinará
para siempre, porque su trono es eterno. El cristiano camina hacia la
consumación de ese reinado y por eso, no obstante las dificultades, la
persecución, la Iglesia unida en oración grita esperanzada: ¡El Señor
reina!. Así lo proclamamos nosotros con el Salmo 92: «El Señor reina, vestido de majestad, el Señor
vestido y ceñido de poder. Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono
está firme desde siempre y tú eres eterno. Tus mandatos son fieles y
seguros, la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término».
–Juan 3,11-15: Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del
Hombre, el que bajó del cielo. Si Jesús puede otorgar a Nicodemo el
conocimiento de las realidades divinas, es porque viene de Dios. Sólo Él
podrá volver un día junto al Padre, después de que sea elevado sobre la
tierra. La prueba principal de su bajada es su elevación en
la Cruz. El que así lo contempla tendrá la vida como los israelitas en el
desierto aseguraban sus vida contemplando la serpiente de bronce elevada
por Moisés... Comenta San Agustín:
«¿Qué es la serpiente en lo
alto levantada? La muerte del Señor en la Cruz. Porque la muerte es la
serpiente, por su efigie fue simbolizada. La mordedura de la serpiente es
mortal. La muerte del Señor es vital. Se mira a la serpiente para aniquilar
el poder de la serpiente... Pero, ¿qué muerte es ésta? Es la muerte de la
vida; y porque se puede decir, es admirable lo que se dice... ¿No es Cristo
la Vida? Y, sin embargo, Cristo está en la Cruz. ¿No es Cristo la Vida? Y,
sin embargo, Cristo está en la muerte. Pero en la muerte de Cristo encontró
la muerte su muerte. Porque la Vida muerta mató a la muerte; la plenitud de
la vida se tragó la muerte... Los
que miran con fe la muerte de Cristo quedan sanos de las mordeduras de los
pecados» (Tratado 12,12 sobre el Evangelio de San Juan).
Miércoles
Entrada: «Te
daré gracias entre las naciones, Señor; contaré tu fama a mis hermanos.
Aleluya» (Sal 17,50; 12.23).
Colecta (compuesta
con textos del Gelasiano): «Al revivir nuevamente este año el
misterio pascual, en el que la humanidad recobra la dignidad perdida y
adquiere la esperanza de la resurrección futura, te pedimos, Señor de
clemencia, que el misterio celebrado en la fe se actualice siempre en el
amor».
Ofertorio: «Oh
Dios, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes
de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio
de esta verdad que conocemos».
Comunión: «Dice
el Señor: “Yo os he escogido sacándoos del mundo y os he destinado para que
vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”. Aleluya» (cf. Jn 15,
16.19).
Postcomunión:
«Ven, Señor en ayuda de tu pueblo y,
ya que nos has iniciado en los misterios de tu reino, haz que abandonemos
nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la
vida eterna».
–Hechos 5,17-26: Los
hombres que metisteis en la cárcel están ahí en el Templo y siguen
enseñando al pueblo. Por segunda vez son detenidos los apóstoles, pero
se ven libres de la prisión de modo milagroso. Los apóstoles son fieles al
mandato de Jesucristo de predicar la buena nueva, aunque los persigan y
encarcelen. La Palabra de Dios triunfa siempre. En los Apóstoles triunfa
Cristo, que los llena de su fortaleza. Siempre ha sido así.
Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«Muchas son las olas que nos ponen
en peligro y una gran tempestad nos amenaza; sin embargo, no tememos ser
sumergidos, porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se
desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas nada podrán
contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí
la vida es Cristo y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la
tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al
mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que
es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las
riquezas. No tengo deseos de vivir si no es para vuestro bien espiritual.
Por eso os hablo de lo que ahora sucede, exhortando vuestra caridad a la
confianza» (Homilía antes del exilio 1-3).
–Todas las aflicciones del
hombre son pequeñas muertes. Pero la muerte ha sido vencida, por eso el
Apóstol puede clamar con esperanza, lleno de fortaleza, desde lo más
profundo de su contradicción, de su dolor, de su propia miseria. Lo decimos
con el Salmo 33:
«Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi
alma se gloría en el Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al
Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y
quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido
invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias. El ángel del
Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es
el Señor, dichoso el que se acoge a Él».
–Juan 3, 16-21: Dios mandó su Hijo al mundo para que el mundo
se salve por Él. La fe en Cristo Jesús supone aceptarlo como el único
Salvador; vivir en la Luz, es decir, en la práctica de las obras buenas,
hechas según el mandato del Señor. Esto tiene como consecuencia la
salvación, que es iluminación y manifestación de que las obras están hechas
según Dios. Lo contrario es no creer, es la condenación, es no tener a
Cristo como Salvador. Comenta San Agustín:
«Amaron las tinieblas más que
la luz... Muchos hay que aman sus pecados y muchos también que los
confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con
Dios. Dios reprueba tus pecados... Deshaz lo que hiciste para que Dios
salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la
obra de Dios. Cuando empiezas a desterrar lo que hiciste, entonces empiezan
tus obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las
obras buenas es la confesión de las
malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar la verdad?
No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir que eres
justo, cuando eres inicuo. Así es como tú empiezas a practicar la verdad,
así es como vienes a la Luz» (Tratado 12 sobre el Evangelio de San Juan
13).
Jueves
Entrada: «Oh
Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y acampabas con ellos y llevabas
sus cargas, la tierra tembló, el cielo destiló. Aleluya» (cf. Sal
67,8-9.20).
Colecta (compuesta
con textos de los Sacramentarios Gelasiano y de Bérgamo): «Te pedimos,
Señor, que los dones recibidos en esta Pascua den fruto abundante en toda
nuestra vida».
Ofertorio: «Que
nuestra oración, Señor, y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia,
para que así, purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente
en los sacramentos de tu amor»
Comunión:
«Sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Aleluya» (Mt 28,20).
Postcomunión: «Dios
Todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho
renacer a la vida eterna; haz que los sacramentos pascuales den en nosotros
fruto abundante y que el alimento de
salvación que acabamos de recibir fortalezca nuestra vida».
–Hechos 5,27-33: Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu
Santo. El Consejo y los sacerdotes se inquietan ante la obstinación de
los Apóstoles en hablar de Jesús de Nazaret. Y le mismo interrogatorio
ofrece a los Apóstoles ocasión para proclamar una vez más el mensaje
fundamental del cristianismo: «Cristo muerto y resucitado. De Él viene toda
la salvación». Los Apóstoles eran consecuentes con su fe y la vocación a la
que habían sido llamados, sin importarles que esto fuese mal visto de los
demás. Esto mismo decía San Juan Crisóstomo en el siglo V:
«Lo que hay que temer no
es el mal que digan contra nosotros, sino la simulación de nuestra parte;
entonces sí que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados. Pero, si no
cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si después oís
hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo propio de la sal es morder y
escocer a los que llevan una vida de molicie. Por tanto, estas
maledicencias son inevitables y en nada os perjudicarán, antes serán
pruebas de vuestra firmeza. Mas, si por el temor de ellas, cedéis en la
vehemencia conveniente, peor será vuestro sufrimiento, ya que entonces
todos hablarán mal de vosotros y os despreciarán; en esto consiste en ser
pisoteados por la gente» (Homilía sobre San Mateo 15).
Por eso dice San Gregorio
Magno:
«Así como el hablar indiscreto
lleva al error, así el silencio imprudente deja en su error a quienes pudieran
haber sido adoctrinados» (Regla Pastoral 2).
–Jesús pasó por la Cruz para
llegar a la Resurrección. Es necesario que el grano de trigo muera para
que pueda dar fruto. Los sufrimientos de todo apóstol, de todo creyente,
pues todos hemos de ser apóstoles en nuestro ambiente, están marcados con
vida. El Señor está cerca de los que sufren. Así nos lo dice el Salmo 33: «Bendigo al Señor en
todo momento, su alabanza está siempre en mi boca. Gustad y ved qué bueno
es el Señor, dichoso el que se acoge a Él. El Señor se enfrenta con los
malhechores para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita el Señor
lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los
atribulados, salva a los abatidos. Aunque el justo sufra muchos males, de
todos lo libra el Señor».
–Juan 3,31-36: El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus
manos. El que es de la tierra se opone a Cristo, que procede del cielo
y da testimonio de cuanto ha visto. El que cree en el Hijo posee la vida eterna.
Hay que defender la fe no obstante los contradictores y las dificultades de
propios y extraños. San Agustín advierte:
«En otros tiempos se incitaba a
los cristianos a renegar de Cristo; en nuestra época se enseña a los mismos
a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se oía
rugir al enemigo, ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y
rondando, difícilmente se le advierte. Es cosa sabida de qué modo se
violentaba entonces a los cristianos a negar a Cristo; procuraban atraerlos
así para que renegasen; pero ellos, confesando a Cristo, eran coronados.
Ahora se enseña a negar a Cristo y, engañándoles, no quieren que parezca
que se les aparta de Cristo» (Comentario al Salmo 39).
«Como ciego que oye las pisadas
de Cristo que pasa, le llamo... pero cuando haya comenzado a seguir a
Cristo, mis parientes, vecinos y amigos comienzan a bullir. Los que aman el
siglo se me ponen enfrente: “¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres! ¿Por
ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería. Esto es una
locura”. Y cosas tales clama la turba para que no sigamos llamando al Señor
los ciegos» (Sermón 88).
Viernes
Entrada: «Con
tu sangre, Señor, has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo
y nación; has hecho de ellos una dinastía sacerdotal que sirva a Dios.
Aleluya» (Apoc 5,9-10).
Colecta (del
misal anterior, y antes del Gregoriano): «Oh Dios, que, para
librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la Cruz;
concédenos alcanzar la gracia de la resurrección».
Ofertorio:
«Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu
protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra los que permanecen
para siempre».
Comunión:
«Cristo nuestro Señor fue entregado por nuestros pecados y resucitado para
nuestra justificación. Aleluya» (Rom 4,25).
Postcomunión: «Dios
todopoderoso, no ceses de proteger con amor a los que has salvado, para que
así, quienes hemos sido redimidos por la Pasión de tu Hijo, podamos alegrarnos
en su resurrección».
–Hechos 5,34-42: Salieron contentos de haber merecido aquel
ultraje por el nombre de Jesús. Una notable intervención de Gamaliel
–el maestro de Saulo– inclina a los sanedritas a dar libertad a los
Apóstoles. Pero, no obstante esto, fueron azotados y amenazados. Sin
embargo, ellos salieron gozosos por haber sufrido a causa del nombre de
Jesús. La situación es dispar: para los judíos sanedritas el nombre de
Jesús se convierte en causa de rabia, fracaso, envidia y venganza; pero para
los fieles seguidores de Cristo es fuerza, valentía, liberación y gozo en
el sufrir por Él. El sentido de la alegría de los Apóstoles por padecer por
Cristo nos lo da Juan Pablo II:
«La alegría cristiana es una
realidad que no se puede describir fácilmente, porque es espiritual y
también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el
Verbo Encarnado, el Redentor del hombre, no puede menos de experimentar en
lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación,
gozo... ¡No apaguéis esa alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y
resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaros a gozar de esta
alegría!» (Alocución de
24-III-1979)
–El cristiano es hombre que
vive su presente proyectado hacia el futuro; salvación consumada que es
vida eterna. Gozo de esperar la patria celeste. Espera vivida con la ayuda
del Señor. Así lo proclamamos con el Salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién
temeré? Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la Casa del Señor
por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su
Templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en
el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor».
–Juan 6,1-15: Jesús repartió los panes; todo lo que quisieron.
La multiplicación de los panes y de los peces renueva el prodigio del maná
en el desierto; Jesús se muestra en el presente caso como un nuevo Moisés,
a quien aventaja en todo. Pero el milagro conecta también con la Última Cena
y con las comidas con el Resucitado. La consignación de este episodio por
seis veces en los cuatro Evangelios, evidencia el entusiasmo que debió
despertar en la catequesis primitiva, sin duda por el valor simbólico que
esta multiplicación tuvo desde muy pronto. Comenta San Agustín:
«Ciertamente es mayor milagro el gobierno de todo el mundo que
la alimentación de cinco mil hombres con cinco panes. Y con todo de aquello
nadie se admira. De esto nos admiramos, no porque sea mayor, sino porque es
rara. Y a la verdad, ¿quién ahora alimenta a todo el mundo sino Aquél que
con pocos granos produce los alimentos? Jesucristo obró, pues, como Dios.
Con el mismo poder con que multiplica pocos granos produciendo las mieses,
hizo que en sus manos se multiplicasen los cinco panes. El poder estaba en
las manos de Cristo. Aquellos cinco panes eran como semillas, no puestas en
la tierra, sino multiplicadas por Aquél que hizo la tierra. Presentó, pues,
este milagro a nuestros sentidos para ejercitar nuestra mente. Quiso que
admirásemos al Dios invisible a través de sus obras visibles, a fin de que,
robustecidos en la fe y purificados por ella, deseáramos ver a aquel Dios
cuya invisible realidad nos manifiestan las cosas visibles... Preguntemos a
los mismos milagros qué nos predican de Cristo, pues también ellos tienen
un lenguaje para quien sabe comprenderlos. En efecto, siendo Cristo el
Verbo de Dios, todo lo que hace el Verbo es también una Palabra para
nosotros» (Tratado 24 sobre el Evangelio de San Juan).
Sábado
Entrada: «Pueblo
adquirido por Dios, proclamad las hazañas del que os llamó a salir de la
tiniebla y a entrar en su luz maravillosa. Aleluya» (1Pe 2,9).
Colecta (compuesta
con textos del Gelasiano y del Gregoriano): «Señor, tú que te has dignado redimirnos
y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz
que cuantos creemos en Cristo tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y
la herencia eterna».
Ofertorio:
«Santífica, Señor, con tu bondad estos dones, acepta la ofrenda de este
sacrificio espiritual y a nosotros transfórmanos en oblación perenne».
Comunión:
«Padre, este es mi deseo: “que los que me confiaste estén conmigo donde yo
estoy y contemplen la gloria que tú me has dado”. Aleluya» (Jn 17,24).
Postcomunión:
«Después de recibir los santos misterios, humildemente te pedimos, Señor,
que esta Eucaristía, celebrada como memorial de tu Hijo, nos haga progresar
en el amor».
–Hechos 6,1-7: Eligieron siete hombres llenos del Espíritu
Santo. La elección de los siete abre un nuevo apartado de los Hechos de
los Apóstoles, en el que ocupan el primer plano cristianos procedentes de
mundo griego. Tendrán éstos una parte importante y activa en la difusión
misionera del cristianismo entre las naciones paganas. Al frente de los siete,
consagrado por la imposición de las manos, destaca Esteban. Aparece así
un embrión de estructura eclesial,
fundada en el servicio y en el amor. Es muy expresivo lo que dicen los
Apóstoles: «nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra».
Es todo un programa de apostolado. Sin vida interior, sin oración, no es
posible una verdadera evangelización. Así lo ve San Agustín:
«Al hablar haga cuanto esté de
su parte, para que se le escuche inteligentemente, con gusto y docilidad.
Pero no dude de que, si logra algo y en la medida en que lo logre, es más
por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto,
orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración, que
de peroración y cuando se acerque la hora de hablar, antes de comenzar a
proferir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar de lo que
bebió y exhalar de lo que se llenó» (Sobre la Doctrina Cristiana,
4). Y también: «Si no arde el ministro de la Palabra, no enciende al que le
predica» (Sermón 21)
–Jesús resucitado es signo
manifiesto de que Dios quiere salvarnos de todo lo que es negativo en
nuestra vida. Se nos exige una confianza absoluta en la misericordia del
Señor. Así nos lo dice el Salmo
32: «Que la misericordia del Señor venga sobre nosotros, como lo
esperamos de Él». A esto se llega por medio de la oración
constante: «Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los
buenos; dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de
diez cuerdas. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son
leales; El ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su
misericordia, para librar sus vidas de la muerte, y reanimarlos en tiempo
de hambre».
–Juan 6,16-21: Vieron a Jesús andando sobre el lago. Lo
mismo que la multiplicación de los panes, manifiesta su dominio sobre los
elementos y prepara a sus discípulos para recibir la doctrina del Pan de la
vida. Con sus prodigios Jesús busca el bien de la gente que lo contempla.
Así lo afirma Orígenes:
«Mas Jesús llevaba, por
los milagros que hacía, a los que contemplaban aquel hermoso espectáculo a
que mejorasen en sus costumbres. ¿Cómo no pensar entonces en que se ofrecía
a sí mismo como ejemplo de la vida más santa, no sólo ante sus auténticos
discípulos, sino también ante los otros? Ante sus discípulos, para moverlos
a enseñar a los hombres conforme a la voluntad de Dios; ante los otros,
para que enseñados a la par por la doctrina, vida y milagros cómo habían de vivir, todo lo
hicieran con intención de agradar a Dios sumo» (Contra Celso 1,68),
Los milagros han continuado
durante toda la vida de la Iglesia hasta nuestros días. No hay
beatificación ni canonización sin verdaderos milagros, muy comprobados
minuciosamente.

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