6ª SEMANA DE PASCUA
Domingo
Entrada: «Con
gritos de júbilo, anunciadlo y proclamadlo; publicadlo hasta el confín de
la tierra. Decid: “El Señor ha redimido a su pueblo”. Aleluya» (Is 48,20).
Colecta (compuesta
con textos del Veronense y del Gelasiano): «Concédenos, Dios todopoderoso,
continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo
resucitado; y que los misterios que estamos recordando transformen nuestra
vida y se manifiesten en nuestras obras».
Ofertorio (textos
del Veronense y del Sacramentario de Bérgamo): «Que nuestra oración, Señor,
y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia, para que así, purificados
por tu gracia, podamos participar más dignamente en los sacramentos de tu
amor».
Comunión: «Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos” –dice el Señor–. Yo le pediré al
Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros» (Jn
14,15-16).
Postcomunión (del
Gelasiano): «Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo
nos has hecho renacer a la vida eterna; haz que los sacramentos pascuales
den en nosotros fruto abundante y que el alimento de salvación que acabamos
de recibir fortalezca nuestras vidas».
Ciclo A
La gran promesa que nos hizo
Cristo fue el envío del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima
Trinidad, don del Padre a los que por la fe y el amor se entregan a Cristo.
Es también el Espíritu de Verdad, fuente de vida y de santidad para toda la
Iglesia.
–Hechos 8,5-8.14-17: Les imponían las manos y recibían el
Espíritu Santo. La jerarquía eclesial es el órgano sacramental que nos
garantiza la donación y la presencia del Espíritu Santo en la vida de la
Iglesia. San Basilio afirma:
«Hacia el Espíritu Santo
dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, hacia
Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es
para ellos una manga de riego que los ayuda en la consecución de su fin
propio. Fuente de santificación, Luz de nuestra inteligencia, Él es quien
da, de Sí mismo, una especie de claridad a nuestra razón natural para que
conozca la verdad. Inaccesible por naturaleza, se hace accesible por su
bondad; todo lo dirige con su poder, pero se comunica solamente a los que
son dignos de ellos, y no a todos en la misma medida, sino que distribuye
sus dones en proporción a la fe de cada uno. (Sobre el Espíritu Santo
9,22-23).
–Con el Salmo 65 proclamamos llenos de
gozo: «Aclamad al Señor, tierra entera, tocad en honor de su nombre,
cantad himnos a su gloria...»
–1 Pedro 3,15-18: Murió en la carne, pero volvió a la
vida por el Espíritu. El don del Espíritu Santo no es sino el mismo
Espíritu de Cristo (ROM 8,9), que a Él lo glorificó en su Resurrección y a
nosotros nos santifica y nos injerta en su Cuerpo místico. Toda nuestra
vida ha de ser un himno de alabanza y de acción de gracias a Cristo, que
nos otorga tantos bienes materiales y espirituales. Casiano dice:
«Debemos expresarle nuestro
agradecimiento, porque nos inspira secretamente la compunción de nuestras
faltas y negligencias; porque se digna visitarnos con castigos saludables;
por atraernos muchas veces, a pesar nuestro, al buen camino; por dirigir
nuestro albedrío, a fin de que podamos cosechar mejores frutos, aunque nuestra tendencia hacia el
mal sea tan acusada. Porque se digna, en fin, orientar esa tendencia y
cambiarla, merced a saludables sugestiones, hacia la senda de la virtud» (Instituciones
12,18).
–Juan 14,15-21: Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor.
Oigamos a San Basilio:
«Se le llama Espíritu porque Dios
es Espíritu (Jn 4, 24), y Cristo Señor es el espíritu de nuestro rostro
(Alm. 4,20). Le llamamos santo como el Padre es santo y santo el
Hijo. La criatura recibe la santificación de otro, mas para el Espíritu la
santidad es elemento esencial de su naturaleza. Él no es santificado, sino
santificante. Lo llamamos bueno como el Padre es bueno y bueno aquel
que ha nacido del Padre bueno; tiene la bondad por esencia. Él es, sin
embargo, el Señor Dios, porque es verdad y justicia y no sabrá desviarse ni
doblegarse, en razón de la inmutabilidad de su naturaleza. Es llamado Paráclito
como el Unigénito, según la palabra de éste: “Yo rogaré al Padre y él
os enviará otro Paráclito” (Jn 14,16).
«Así, los nombres que se refieren
al Padre y al Hijo son comunes al Espíritu, que recibe otras apelaciones
diversas en razón de su identidad de naturaleza con el Padre y el Hijo, ¿de
dónde le vendría si no, su
identidad?... ¿Cuáles son sus operaciones? De una grandeza insuperable, una
multitud innumerable...» (Tratado del Espíritu Santo 19).
Ciclo B
La Iglesia, a través de su
liturgia, trata de abrirnos y hacernos dóciles a la acción interior del
Espíritu Santo, subrayándonos la necesidad que tenemos de Él para vivir con
autenticidad nuestra condición de miembros de Cristo y de su Iglesia. San
Pablo nos recuerda que la grandeza del cristiano arranca del amor de Dios,
que nos eligió para derramar sobre nosotros su amor mediante el don del
Espíritu Santo.
–Hechos 10,25-26.34-35.44-48: El don del Espíritu Santo se
derramará también sobre los gentiles. La acción santificadora del
Espíritu Santo es la que da universalidad a la misión de la Iglesia, como
sacramento de salvación para todos los hombres. Fue un caso importantísimo
el hecho de la recepción en la Iglesia de Cornelio, oficial romano. Una
intervención especialísima del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia, como
el mismo Cristo lo había profetizado. Oigamos a San Jerónimo:
«Verdaderamente se ha cumplido
en vosotros la palabra apostólica y profética: “Su sonido llegó a la tierra
entera, y a los confines del orbe su palabra” (Sal 18,5). Porque,
¿quién pudiera creer que la lengua bárbara de los godos buscara la verdad
hebraica y, mientras los griegos dormitan y hasta contienden entre sí, la
Germania misma escudriña los oráculos del Espíritu Santo? La mano poco ha
callosa de empuñar la espada y los dedos hechos a tirar del arco se
reblandecen para el estilo y la pluma, y los pechos belicosos se vuelven a
la mansedumbre cristiana. En verdad me doy cuenta de que Dios no hace
acepción de personas, sino que cualquier nación que teme a Dios y obra la
justicia le es acepta (Hch 10,34-35)» (Carta 106 a Sumnia y Fretela
sobre el Salterio).
Con el Salmo 17
proclamamos: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho
maravillas: su diestra le ha dado la victoria, revela a las naciones su
justicia, se acordó de su misericordia y de su fidelidad en favor de la
casa de Israel –de la Iglesia, de las almas–. Los confines de la tierra han
contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera,
gritad, vitoread, tocad».
–1 Juan 4,7-10: Dios es amor. «La caridad de Dios ha sido
derramada sobre nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha
dado» (Rom 5,5). Se es cristiano en la medida en que se responde al
amor de Dios y a su mandato de caridad. San Agustín repite que Dios es
Amor:
«Aunque nada más se dijese en
alabanza del amor en todas las páginas de esta Carta; aunque nada más se
dijera en todas las páginas de las Sagradas Escrituras y únicamente
oyéramos por boca del Espíritu Santo: “Dios es Amor”, nada más
deberíamos buscar» (Comentario a la Primera Carta de San Juan 7,5).
«La fuente de todas las gracias
es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con
las palabras, sino también con los hechos. El amor divino hace que la
segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre,
tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado,. Y
el Verbo, La Palabra de Dios es la Palabra de la que procede el Amor» (De
Trinitate 9, 10).
San Gregorio de Nisa dice a
este respecto:
«...Con tales flores aquel
Artífice de los hombres adornó nuestra naturaleza a su propia imagen. Y si se
desea seguir encontrando otras, con las que se expresa la divina belleza,
te darás cuenta de que, en nuestra imagen, se ha conseguido cuidadosamente
la semejanza. En la naturaleza divina está el pensamiento y la palabra.
Está dicho en la Sagrada Escritura que en el principio existía la Palabra
(Jn 1,1). También los posee el hombre. En ti mismo ves que tienes palabra y
mente inteligente, verdadera imagen de aquella inteligencia y palabra. Dios
es también caridad y fuente del amor mutuo. Así lo dice el apóstol San
Juan: “El amor viene de que Dios es amor” (1 Jn 4,7-8). También el Creador
de todas las cosas imprimió esta nota en nuestro rostro, pues dice: “En
esto conocerán de que sois mis discípulos, en que os tenéis amor los unos a
los otros” (Jn 13,35). Por tanto, si este amor mutuo falta en nosotros,
todas las notas de nuestra imagen se han alterado» (Tratado sobre la
obra del hombre 5),
–Juan 15,9-17: Nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos. La misión que Cristo transfiere a su Iglesia es,
fundamentalmente, misión de amor salvífico. «Como el Padre me ha amado, así
os he amado yo. Permaneced en mi Amor» (Jn 15,9). Por ello, el misterio del
amor del Corazón de Jesucristo será siempre el centro de la Iglesia. Véase
el Evangelio del viernes de la quinta semana de Pascua.
Ciclo C
La Iglesia es prolongación
misteriosa viva y operante del mismo Cristo. Por la Iglesia, la presencia
de Cristo resucitado actuará entre nosotros hasta el final de los tiempos.
–Hechos 15,1-2.22-29. Véase la primera lectura del viernes
de la quinta semana de Pascua.
–Apocalipsis 21,10-14.22-23: Me enseñó la ciudad santa que
bajaba del cielo. Al Espíritu de Dios, inhabitando en las almas, se
debe el que sean los propios creyentes quienes hacen de la Iglesia entera
un templo vivo de Dios.
–Juan 14,10-14 y 22-23: El Espíritu Santo os irá recordando
todo lo que os he dicho. La acción íntima del Espíritu de Cristo es la
que mantiene la fe auténtica de los creyentes y les enseña a vivir la
realidad santificadora del misterio de Cristo. Véase el Evangelio del lunes
y martes de la quinta semana de Pascua. San Máximo el Confesor dice:
«Por tanto el que no ama al
prójimo, no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento, no puede
amar a Dios... El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina, no se
cansa ni decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta
Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas,
oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie... El fruto de la caridad
consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con el prójimo, en la
liberalidad y la paciencia, y también en el recto uso de las cosas» (Centuria
de la Caridad 1,16-17.28.40).
Lunes
Entrada:
«Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la
muerte ya no tiene dominio sobre Él» (Rom 6, 9).
Colecta (textos
del Gelasiano y del Sacramentario de Bérgamo): «Te pedimos, Señor de
misericordia, que los dones recibidos en esta Pascua den fruto abundante en
toda nuestra vida».
Ofertorio:
«Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo, y pues en la
resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría, concédenos
participar de este gozo eterno».
Comunión:
«Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros. Aleluya”» (Jn
20,19).
Postcomunión:
«Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con
estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección
gloriosa»
–Hechos 16,11-15: El Señor abrió el corazón de Lidia, para que
aceptara lo que decía Pablo. La misión en Europa comienza por una
conversión. Pablo predica, pero es Dios quien abre el corazón de Lidia y la
conduce a la fe y al bautismo. La
hospitalidad de Lidia no es mera cortesía oriental, sino una auténtica
manifestación de caridad cristiana, como verdadero fruto de la fe. Esta fe
que profesamos y renovamos en la celebración eucarística tiene que
fructificar en una vid de auténtica unión.
Comenta S. Juan Crisóstomo:
«Qué sabiduría la de Lidia!
¡Con qué humildad y dulzura habla a los apóstoles: “Si juzgáis que soy fiel
al Señor”! Nada más eficaz para
persuadirlos que estas palabras hubiesen ablandado cualquier corazón. Más
que suplicar y comprometer a los apóstoles, para que vayan a su casa, les
obliga con insistencia. Ved cómo en ella la fe produce sus frutos y cómo su
vocación le parece un bien inapreciable» (Homilía 35 sobre los Hechos).
Y dice también el mismo Santo
Doctor:
«Nada puede hacerte tan
imitador de Cristo como la preocupación por los demás. Aunque ayunes,
aunque duermas en el suelo, aunque -por decirlo así- te mates, si no te
preocupas del prójimo poca cosa hiciste, aún distas mucho de su imagen» (Homilía
sobre la primera Carta a los Corintios).
–El contenido del anuncio cristiano,
para el que Dios abre el corazón del hombre, es la victoria de Jesucristo
sobre sus enemigos, especialmente sobre la muerte. Por eso nos alegramos
con el Señor y le cantamos con el Salmo 149: «Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su
alabanza en la asamblea de los fieles, que se alegre Israel por Creador, los hijos de Sión por su Rey.
Alabad su nombre con danzas, cantadle con tambores y cítaras, porque el
Señor ama a su pueblo, y adorna con la victoria a los humildes. Que los
fieles festejen su gloria y canten jubilosos en filas con vítores a Dios en
la boca».
–Juan 15,26-16.4: El Espíritu de la verdad dará testimonio de
Mí. Los discípulos se verán asistidos en medio de la persecuciones por
el Paráclito, el Defensor, el Espíritu de la Verdad, que les enviará Cristo
desde el Padre. Las persecuciones son una continuación del proceso judicial
del mundo que condenó a Jesús y le seguirá condenando en los suyos. Pero el
Espíritu Santo está en su Iglesia y con Él nada pueden temer. Pasan los
perseguidores, y Cristo permanece ayer, hoy y siempre. San Agustín exclama:
«Señor y Dios mío; en ti creo,
Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: “Id, bautizad a todas las
gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”(Mt 28,19),
si no fuera Trinidad. Y no mandarías a tus siervos bautizar, mi Dios y
Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si vos, Señor, no
fuerais al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la
palabra divina: “Escucha, Israel: El Señor tu Dios, es un Dios único” (Dt
6,4). Y si tú mismo no fueras Dios Padre y fueras también Hijo, y Espíritu
Santo, no leeríamos en las Escrituras canónicas: “Envió Dios a su Hijo”
(Gál 4,4); y tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: “que el
Padre enviará en mi nombre” (Jn 14,26)
y que “yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26)...
«Cuando arribemos a tu
presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y
tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno
alabándote a un tiempo unidos todos a ti. Señor, Dios uno y Dios Trinidad,
cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros, conózcanlo los
tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname tú, Señor, y
perdónenme los tuyos. Así sea» (Tratado sobre la Stma. Trinidad
15,18,51)
Martes
Entrada: «Con
alegría y regocijo demos gloria a
Dios, porque el Señor ha establecido su reinado. Aleluya» (Ap 19, 7.6).
Colecta (del
Gelasiano): «Que tu pueblo, Señor, exulte
siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu; y que la alegría
de haber recobrado la adopción filial afiance su esperanza de resucitar
gloriosamente».
Ofertorio:
«Concédenos, Señor, darte gracias siempre por medio de estos misterios pascuales;
y ya que continúan en nosotros la obra de tu redención, sean también fuente
de gozo incesante».
Comunión:
«Cristo tenía que padecer y resucitar de entre los muertos, para entrar en
su gloria. Aleluya. (cf. Lc 24,46.26).
Postcomunión:
«Escucha, Señor, nuestras oraciones, para que este santo intercambio, en el
que has querido realizar nuestra redención, nos sostenga durante la vida
presente y nos dé las alegrías eternas».
–Hechos 16,22-34: Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu
familia. Pablo y Silas, víctimas de un tumulto, son aprisionados y más
tarde liberados de modo milagroso. El carcelero, desesperado, es salvado
por Pablo y Silas: abraza la fe en el Señor Jesús y recibe el bautismo
junto con toda su familia. La experiencia salvífica es fuente de gozo y de
alegría familiar celebrada en torno a la mesa; así también la salvación
experimentada en la celebración eucarística tiene que manifestarse en una
vida personal alegre y que esa alegría sea irradiada alrededor. Comenta San
Juan Crisóstomo:
«Ved al carcelero venerar a los Apóstoles.
Les abrió su corazón, al ver las puertas de la prisión abiertas. Les
alumbra con su antorcha, pero es otra la luz que ilumina su alma... Después
les lavó las heridas y su alma fue purificada de las inmundicias del
pecado. Al ofrecerles un alimento, recibe a cambio el alimento celeste...
Su docilidad prueba que creyó sinceramente que todas las faltas le habían
sido perdonadas» (Homilía sobre los Hechos, 36).
–Justo es que demos gracias a
Dios por la salvación recibida. Salvación corporal de los apóstoles;
salvación espiritual del carcelero y en su familia. También nosotros somos
salvados. Y los hacemos con el Salmo
137: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los
ángeles tañeré para Ti. Me postraré hacia tu santuario. Daré gracias a tu
nombre: Por tu misericordia y lealtad, porque tu promesa supera a tu fama.
Cuando te invoqué me escuchaste; acreciste el valor en mi alma. El Señor
completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones
la obra de tus manos».
–Juan 16,5-11: Si no me voy no vendrá a vosotros el
Paráclito. La marcha de Jesús provoca la tristeza de sus discípulos.
Mas es necesario que venga el Paráclito, el Defensor, el Espíritu de la
Verdad y les ayude en sus tareas apostólicas. Así lo explica San Agustín:
«Veía la tormenta que aquellas
palabras suyas iban a levantar en sus corazones, porque, careciendo aún del
espiritual consuelo del Espíritu Santo, tenían miedo a perder la presencia
corporal de Cristo y, como sabían que Cristo decía la verdad, no podían
dudar de que le perderían, y por eso se entristecían sus afectos humanos al
verse privados de su presencia carnal. Bien conocía Él lo que les era más
conveniente, porque era mucho mejor la visión interior con la que les había
de consolar el Espíritu Santo, no trayendo un cuerpo visible a los ojos
humanos, sino infundiéndose Él mismo en el pecho de los creyentes...
«Os conviene que esta forma de
sierpe se separe de vosotros: como Verbo hecho carne, vivo entre vosotros,
pero no quiero que continuéis amándome con un amor carnal... Si no os
quitare los tiernos manjares con que os he alimentado no apeteceréis los
sólidos... No podéis tener el Espíritu de Cristo mientras persistáis en
conocer a Cristo según la carne... Después de la partida de Cristo, no
solamente el Espíritu Santo, sino también el Padre y el Hijo
estuvieron en ellos
espiritualmente...» (Tratado 94, 4 sobre el Evangelio de San Juan).
Miércoles
Entrada: «Te
daré gracias entre las naciones, Señor; contaré tu fama a mis hermanos.
Aleluya» (Sal 17,50).
Colecta (del
Gelasiano): «Escucha, Señor, nuestra oración y concédenos que, así como
celebramos en la fe la gloriosa resurrección de Jesucristo, así también,
cuando Él vuelva con todos sus santos, podamos alegrarnos con su victoria».
Ofertorio: «¡Oh
Dios, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes
de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio
de esta verdad que conocemos».
Comunión: «Soy
yo quien os he elegido del mundo –dice el Señor– y os he destinado para que
vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. Aleluya» (cf. Jn
15,16-17).
Postcomunión:
«Ven, Señor, en ayuda de tu pueblo, y, ya que nos has iniciado en los
misterios de tu reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y
vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna».
–Hechos 17,15.22-18,1: Eso que veneráis sin conocerlo, os lo
anuncio yo. En Atenas, Pablo expone en el areópago un sermón preparado con
esmero, sobre el conocimiento del verdadero Dios. Pero, cuando al final
aborda el tema del juicio y de la resurrección de Cristo, los oyentes,
imbuidos por la mentalidad ambiental, inaccesible a semejantes doctrinas,
se apartan de él con burlas.
En nuestro mundo secularizado
este suceso es de gran importancia. Hay necesidad de una seria conversión,
y para ello hemos de hacer prevalecer lo sagrado con la celebración
eucarística. San Pablo debió quedar muy abatido tras su actuación en
Atenas. Por eso escribió a los Corintios: «Me he presentado a vosotros
débil y con temor y mucho temblor, y mi mensaje y mi predicación, no se han
basado en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del
Espíritu y del poder» (1 Cor 2,3-4).
–Dios creó todas las cosas y en
ellas dejó sus huellas. Nosotros lo reconocemos y por eso invitamos a toda
la creación a una alabanza agradecida y lo hacemos con el Salmo 148: «Alabad al Señor en
el cielo, alabad al Señor en lo alto, alabadlo todos sus ángeles, alabadlo,
todos sus ejércitos. Reyes y pueblos del orbe, príncipes y jefes del mundo,
los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños. Alaben
el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y
la tierra. Él aumenta el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles,
de Israel, su pueblo escogido». Taciano dice así:
«La obra que por amor mío
fue hecha por Dios no la quiero adorar. El sol y la luna hechos por causa
nuestra; luego, ¿cómo voy a adorar a los que están a mi servicio? Y ¿cómo
voy a declarar por dioses a la leña y a las piedras? Porque al mismo
espíritu que penetra la materia, siendo como es inferior al espíritu
divino, y asimilado como está a la materia, no se le debe honrar a par del
Dios perfecto. Tampoco debemos pretender ganar por regalos al Dios que no
tiene nombre; pues el que de nada necesita, no debe ser por nosotros
rebajado a la condición de un menesteroso» (Discurso contra los griegos 4).
–Juan 16,12-15: El Espíritu de la Verdad guiará hasta la
Verdad plena. Jesús pone de relieve una de las funciones del Espíritu
Santo: guiará a los discípulos hasta la Verdad plena, completando sus
enseñanzas y dándoles a conocer las realidades futuras. Comenta San
Agustín:
«El Espíritu Santo, que el
Señor prometió enviar a sus discípulos para que les enseñase toda la
Verdad, que ellos no podían soportar en el momento en que les hablaba –del
cual dice el Apóstol que hemos recibido ahora en prenda, para darnos a
entender que su plenitud nos está reservada para la otra vida– ese mismo
Espíritu enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada
uno es capaz. Mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de
crecer en aquella caridad que les hace amar lo conocido y desear lo que no
conocen, pensando que aun las cosas que conocen en esta vida no las conocen
como se han de conocer en la otra vida, que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni el corazón pudo imaginar» (Tratado 97,1 sobre el Evangelio de San
Juan).
Jueves
Entrada: «Oh
Dios, cuando salías al frente de tu pueblo, y acampabas con ellos y
llevabas sus cargas, la tierra tembló, el cielo destiló. Aleluya» (Sal
67,8-9.20).
Colecta (procedente del Misal
Gótico): «Oh Dios, que nos haces partícipes de la redención, concédenos
vivir siempre la alegría de la resurrección de su Hijo».
Ofertorio: «Que
nuestra oración, Señor, y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia,
para que así, purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente
en los sacramentos de tu amor».
Comunión:
«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Aleluya» (Mt 28,20)
Postcomunión:
«Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has
hecho renacer a la vida eterna, haz que los sacramentos pascuales den en
nosotros fruto abundante, y que el alimento de salvación que acabamos de
recibir fortalezca nuestras vidas».
–Hechos 18,1-8: Se quedó a trabajar en su casa. Todos los días
discutía en la sinagoga. Después
de Atenas, Pablo marchó a Corinto y en casa de Aquila trabajaba como tejedor
de lona para mantenerse. Misionaba en la sinagoga, pero los judíos no lo
podían aguantar y decidió evangelizar a los gentiles. La cruz es el signo
de los misioneros apostólicos. Dice San Cirilo de Jerusalén:
«No nos avergoncemos de la cruz
del Salvador, antes bien gloriémonos en ella, porque el mensaje de la cruz
es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para nosotros,
salvación. Y, ciertamente, para aquellos que están en vías de perdición es
necedad; mas para nosotros, que estamos en el camino de la salvación, es
fuerza de Dios. Porque el que moría por nosotros no era un hombre
cualquiera, sino el Hijo de Dios hecho hombre... Si alguno no cree en
la virtud de Cristo crucificado, pregunte a los demonios, y si no le
convencen las palabras, que mire a los hechos. Muchos han sido los
crucificados en el mundo, pero a ninguno de ellos temen los demonios; en
cambio, solamente con ver la Cruz de nuestro Salvador, los demonios se
echan a temblar; porque aquéllos murieron por sus propios pecados, mas Él,
por los de los demás» (Catequesis 13).
–Con el Salmo 97 cantamos al Señor que
revela a las naciones su victoria, como hemos visto en la lectura anterior.
También nosotros nos alegramos con esa victoria y decimos: «Cantad al
Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; su diestra le ha dado
la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su
justicia; se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa
de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro
Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad».
–Juan 16,16-20: Estáis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en alegría. Comenta San Agustín:
«Para los discípulos era esto oscuro
entonces, y después quedó aclarado; para nosotros es ya cosa clara: después
de algún tiempo padeció y dejaron de verle; después de otro poco de tiempo
resucitó y le vieron de nuevo... “El mundo se alegrará, pero vosotros os
contristaréis”: esto puede tomarse en el sentido de que los discípulos se
contristaron por la muerte del Señor e inmediatamente se alegraron con su
resurrección; el mundo en cambio, bajo cuyo nombre quiso significar a sus
enemigos que le crucificaron, se gozó de la muerte de Jesucristo
precisamente cuando los discípulos se contristaron. Por mundo puede
entenderse la malicia de este mundo, o sea, los amigos de este mundo, según
dice el Apóstol Santiago: “El que quiera ser amigo de este siglo, se hace
enemigo de Dios” (4,4), por cuya enemistad no perdonó ni a su Hijo
unigénito» (Tratado 101,1-2, sobre el Evangelio de San Juan).
Viernes
Entrada: «Con
tu Sangre, Señor, has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua,
pueblo y nación; has hecho de ellos una dinastía sacerdotal que sirva a
Dios. Aleluya» (Ap 5,9-10).
Colecta (del
Gelasiano): «Escucha Señor nuestras súplicas, para que la predicación del
Evangelio extienda por todo el mundo la prometida salvación de tu Hijo y
todos los hombres alcancen la adopción filial que Él anunció dando
testimonio de la verdad».
Ofertorio:
«Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu
protección, conserve los dones pascuales y alcance la felicidad eterna».
Comunión:
«Cristo nuestro Señor fue entregado por nuestros pecados y resucitado para
nuestra justificación. Aleluya»
Postcomunión:
«Dios todopoderoso, no ceses de proteger con amor a los que has salvado,
para que así, quienes hemos sido redimidos por la muerte de tu Hijo,
podamos alegrarnos en su resurrección».
–Hechos 18,9-18: Muchos de esta ciudad son pueblo mío. La
comunidad de Corinto iba a jugar una misión importante en la vida de San
Pablo y toda la Iglesia primitiva. No es de extrañar que ya desde el
principio se vean allí signos de la intervención divina especial. San Pablo
experimenta la protección especial de Dios, que le permitirá un largo
trabajo de consolidación de la comunidad. El Señor está con nosotros en la
celebración eucarística. Allí nos congregamos como pueblo escogido por Dios
y se confirma nuestra vocación de testimonio profético. El Apóstol es
eficaz con su palabra. Había oído
del Señor: «No temas, sigue hablando y no te calles». Oigamos a San Juan
Crisóstomo:
«Mas en la cura de alma no hay que pensar
en nada de eso –medios violentos–; aparte del ejemplo, no se da otro medio
ni camino de salvación sino la enseñanza por la palabra. Este es el
instrumento, éste es el alimento, éste el mejor temple del aire. La palabra
hace veces de medicina, ella es nuestro fuego. Lo mismo si hay que quemar
que si hay que cortar, de la palabra tenemos que echar mano. Si este
remedio nos falla, todos los demás son inútiles. Con la palabra levantamos
al alma caída y desinflamos a la hinchada, y cortamos lo superfluo, y
suplimos lo defectuoso, y realizamos, en fin, toda otra operación
conveniente para la salud de las almas» (Sobre el sacerdocio
4,3).
–Con el Salmo 46 cantamos al Señor que
es el Rey del mundo. Por eso invitamos con el salmista a todos los pueblos
a alabar al Señor, a batir palmas, a que lo aclamen con gritos de júbilo.
«Porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra. Él nos
somete los pueblos y nos sojuzga las naciones; él nos escogió por heredad
suya: gloria de Jacob su amado».
–Juan 16,20-23: Se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará
vuestra alegría. El tema del gozo pascual es normal en las lecturas de
estos días. Hay tristezas que desembocan en la alegría, que son necesarias,
y que están en proporción con el grado de alegría subsiguiente. Este es el
caso. Pero aquí la alegría, el gozo, no encontrará más motivos para
oscurecerse. Y con el gozo, la visión clara, en la fe, del plan y de la
persona de Jesús, que hará innecesarias las preguntas, llenas de
incomprensión, hasta ahora frecuentes en los discípulos. Es ya la plenitud
de la fe indestructible de que Jesús ha vencido. En Él todo lo tenemos. Por
lo tanto no tenemos razón para la tristeza, sino para una gran alegría en
el Señor. Así dice San Gregorio Nacianceno:
«Vengamos a ser como Cristo, ya
que Cristo es como nosotros. Lleguemos a ser dioses por Él, ya que Él es
hombre por nosotros. Él ha tomado lo que es inferior para darnos lo que es
superior. Se ha hecho pobre, para que su pobreza nos enriquezca (2 Cor
8,9); ha tomado forma de esclavo (Flp 2,7) para que nosotros recobremos la
libertad (Rom 8,21); se ha bajado para alzarnos a nosotros; aceptó la
tentación para hacernos vencedores; ha sido deshonrado para glorificarnos;
murió para salvarnos y subió al cielo para unirnos a su séquito, a
nosotros, que estábamos derribados a causa del pecado» (Sermones
1,5).
Sábado
Entrada:
«Pueblo adquirido por Dios, proclamad las hazañas del que os llamó a salir
de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa. Aleluya» (1 Pe 2,9).
Colecta (del
Gelasiano, Gregoriano y Sacramentario de Bérgamo): «Mueve, Señor nuestros
corazones para que fructifiquen en buenas obras y, al tender siempre hacia
lo mejor, concédenos vivir plenamente el misterio pascual».
Ofertorio:
«Santifica, Señor, estos dones, acepta la ofrenda de este sacrificio
espiritual y a nosotros transfórmanos en oblación perenne».
Comunión:
«Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo
estoy y contemplen la gloria que me has dado» (Jn 17,24).
Postcomunión: «Después
de recibir los santos misterios, humildemente te pedimos, Señor, que esta
eucaristía, celebrada como memorial de tu Hijo, nos haga progresar en el
amor».
–Hechos 18,23-28: Apolo demostraba con la Escritura que Jesús
era el Mesías. La figura de Apolo, judío alejandrino, que predica en
Efeso y pasa luego a Corinto, es desconcertante y al mismo tiempo
sugestiva. Se nos presenta como elocuente y muy versado en la Escritura, lo
que ayuda a mostrar la verdadera personalidad de Cristo Jesús. Hizo una excelente
labor apostólica. Del mismo modo, la Escritura nos habla de Cristo y a
Cristo hemos de ver en ella. San Ireneo dice:
«Si uno lee con atención las Escrituras,
encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque
Él es el tesoro escondido en el campo (Mt 13,44), es decir, en el mundo, ya
que el campo es el mundo (Mt 13,38); tesoro escondido en las Escrituras, ya
que era indicado por medio de figuras y parábolas que no podían entenderse
según la capacidad humana, antes de que llegara el cumplimiento de lo que
estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Como dice el profeta
Daniel (12,4-7) y el profeta Jeremías 23,20... Por esta razón, cuando los
judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no
pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de
Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos
un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y
explanado. Con ella, la inteligencia humana se enriquece y se muestra la
sabiduría de Dios manifestando sus designios sobre los hombres,
prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de
la Jerusalén santa...» (Contra las herejías 4,26,1).
–El salmo responsorial es en
parte el de ayer, el Salmo 46: «Los
príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abrahán.
Porque de Dios son los grandes de la tierra y Él es excelso. Dios es el Rey
del mundo. Pueblos todos batid palmas».
–Juan 16,23-28: El Padre os ama, porque vosotros me queréis y
habéis creído. Comenta San Agustín:
«¿Nos ama Él porque le amamos nosotros, o
más bien le amamos porque nos ama Él? Responde el mismo evangelista en su
carta: “Nosotros le amamos porque Él nos ha amado primero”. Nosotros hemos
llegado a amar porque hemos sido amados. Don es enteramente de Dios el
amarle. Él, que amó sin haber sido amado, lo concedió para ser amado. Hemos
sido amados sin tener méritos para que en nosotros hubiera algo que le
agradase. Y no amaríamos al Hijo si no amásemos también al Padre. El Padre
nos ama porque amamos al Hijo, habiendo recibido del Padre y del Hijo el
poder amar al Padre y al Hijo, difundiendo la caridad en nuestros corazones
el Espíritu de ambos, por el cual amamos al Padre y al Hijo, amando también
a ese Espíritu con el Padre y el Hijo. Ese amor filial nuestro con que
honramos a Dios, lo creó Dios, y vio que era bueno; por eso Él amó lo que
Él hizo. Pero no hubiera creado en nosotros lo que Él pudiera amar si,
antes de crearlo, Él no nos hubiese amado» (Tratado 102,5 sobre el
Evangelio de San Juan).

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