Reflexión desde las Lecturas del XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant


1.    NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

Jesús es proclamado Rey ante la cruz. ¡Qué paradoja! Cristo agonizante manifiesta su realeza sobre la muerte y el pecado. A un hombre agonizante como él, a un hombre que es un hombre agonizante como él, aun hombre que es un gran malhechor –recibe en el suplicio el pago justo por lo que ha hecho –, le dice con aplomo: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Así es como reina Cristo. Ejerce su soberanía salvando. Basta una súplica humilde y confiada para que desencadene todo su poder salvador.

Por la sangre de Cristo hemos sido redimidos. La segunda lectura comenta este hecho. Dios Padre nos ha introducido en el reino de su Hijo gracias a que por la sangre de Cristo hemos sido redimidos, hemos quedado libres de nuestros pecados.

Esta sangre que fluye del costado de Cristo inunda todo, lo purifica, lo regenera, lo fecunda, extiende por todas partes su eficacia salvífica. El dominio de Cristo sobre nosotros es para ejercer su influjo vivificador. Como cabeza que es, toda la vida de cada uno de los miembros del Cuerpo depende de que acoja el señorío de Cristo en sí mismo. Más aún, el universo entero sólo alcanzará su plenitud cuando el reinado de Cristo sea total y perfecto y Dios sea todo en todos.

Nunca hemos de olvidar que nuestro Rey es un rey crucificado. . En vez de salvarse a sí mismo del suplicio, como le pide la gente, prefiere aceptarlo para salvar multitudes para toda la eternidad. Mirando a este Rey crucificado entendemos que también nuestra muerte es vida y nuestra humillación victoria. Entendemos que el sufrimiento por amor es fecundo, es fuente de una vida que brota para la vida eterna. Mirando a este Rey crucificado se trastocan todos nuestros criterios de eficacia, de deseo de influir, de dominio.

2.    PRIMERA LECTURA 2 Sam 5, 1-3

David fue elegido por Dios para reinar sobre su pueblo. Sin embargo el mismo pueblo tuvo que aceptarlo y reconocerlo como tal, pues para Israel la misión del rey era muy distinta a la de los reyes de los otros pueblos. El rey de Israel debía cuidar al pueblo como un pastor, atendiendo en forma preferencial a las ovejas más débiles y necesitadas.

Lectura del segundo libro de Samuel.

Todas las tribus de Israel se presentaron a David en Hebrón y le dijeron: « ¡Nosotros somos de tu misma sangre! Hace ya mucho tiempo cuando aún teníamos como rey a Saúl, eras tú el que conducía a Israel. Y el Señor te ha dicho: ‘Tú apacentarás a mi pueblo Israel y tú serás el jefe de Israel’». Todos los ancianos de Israel se presentaron ante el rey en Hebrón. El rey estableció con ellos un pacto en Hebrón delante del Señor y ellos ungieron a David como rey de Israel.

Palabra de Dios.

2.1  David, Rey de Juda y de Israel

Todos los acontecimientos históricos convergían a allanar los caminos de acceso de David al trono de Israel. Abner, hijo de Ner, primo de Saúl y capitán de su ejército, luego de la muerte de Saúl, dirige a las tribus norteñas proclamando rey a Isbaal, hijo de Saúl, en contra de David. Al casarse con Abner con la que había sido concubina de Saúl, Isbaal le retira su confianza y entonces él pone las tribus norteñas a disposición de David; pero, terminadas las negociaciones es asesinado por Joab, general de David. Es así como se había creado una atmósfera favorable, cuya labor facilitó la escasa personalidad de Isbaal. Desaparecido éste, nadie soñó en entronizar al hijo de Jonatán, inválido a consecuencia de una caída (4:4), ni existía un jefe capaz de reunir a todo Israel bajo su mando. Por lo mismo, una delegación, formada por elementos de todas las tribus de Israel (1 Crón 12:24-40), fue enviada a David para concertar con él un pacto, cuyo éxito fue sellado con el trascendental acto de ungir a David por rey sobre todo Israel. “Todas las tribus de Israel se presentaron a David en Hebrón”

Dos unciones habían precedido: una oficial, religiosa, efectuada por Samuel obedeciendo a una orden de Dios (1 Sam 16:13); otra popular, por parte de los hombres de Judá (2:4). Los embajadores de Israel entran en tratos con David, diciéndole que no es un extraño, “¡Nosotros somos de tu misma sangre!”, sino un israelita como ellos: “Hueso tuyo y carne tuya somos” (Gen 2:23; 29:14), unidos a él por vínculos de consanguinidad nacional o de raza y por el afecto que le profesan. No les es extraña su personalidad, que conocen desde hace mucho tiempo: “ayer como antes de ayer” (3:17; 1 Sam 10:11; 14:21, etc.), desde los días de Saúl, en que él prácticamente llevaba los asuntos del reino y, sobre todo, los negocios relacionados con las armas. Los comisionados le eligen. Por rey, por ser esta la voluntad de Dios, ya que él le ha dicho; “Tú apacentarás a mi pueblo Israel y tú serás el jefe de Israel”. Aquella unción íntima, un secreto, en casa de Isaí (1 Sam 16:13) se conoció poco a poco en Israel. Saúl tenía noticia de ella (1 Sam 24:21); Abigaíl no duda el hecho (1 Sam 25:30), como tampoco Abner (3:9)

“El rey estableció con ellos un pacto en Hebrón delante del Señor y ellos ungieron a David como rey de Israel”. Por el pacto convinieron en que Israel reconocería a David por rey, como lo habían hecho antes los de Judá, convirtiéndose, por lo mismo, en rey de Israel y de Judá. Entonces se creó una monarquía dualista, un reino unido, con sus inevitables dimes y diretes, hasta que vino la escisión definitiva después de la muerte de Salomón (1 Re c.12). Por anticipación afirma el texto que el reinado de David, en números redondos, fue de siete años en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén (1 Re 2:11). Hacia el año mil antes de Cristo, dos coronas ceñían la cabeza de David: la de Judá y la de Israel.

3.    SALMO

El salmista entona, en nombre de los peregrinos, un himno de alabanza a la ciudad santa, adonde convergen todas las tribus de Israel. Es la ciudad de la paz y del juicio equitativo, porque es la sede de David. En ella reina la tranquilidad y la seguridad; pero su mayor timbre de gloria es la presencia de la casa del Señor. El autor parece ser un forastero que pisa por primera vez el sagrado suelo de Sión, y por eso su alma se esponja y exclama en lirismos religiosos, idealizando la capital de la teocracia. Se siente dichoso por haber aceptado el participar en la caravana de los peregrinos hacia la ciudad del Señor. La vista de la capital del pueblo elegido le impresiona poderosamente, y así pondera la excelente construcción de la ciudad, sus muros y sus puertas. “El salmo puede entenderse mejor como si fuera una meditación de un peregrino que, después de volver a su hogar, repasa sus dichosas memorias de la peregrinación.”

Sal 121, 1-2. 4-5

R. ¡Vamos con alegría a la casa del Señor!

¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor!». Nuestros pies ya están pisando tus umbrales, Jerusalén. R.

Allí suben las tribus, las tribus del Señor, según es norma en Israel, para celebrar el nombre del Señor. Porque allí está el trono de la justicia, el trono de la casa de David. R.

3.1  paz para la capital de la teocracia, donde está la casa del Señor.

El salmista peregrino, vuelto a su hogar, recapacita sobre su visita a la ciudad santa, y siente una profunda alegría por haber visitado la casa del Señor, el templo de Jerusalén, la capital de la teocracia, símbolo de las promesas de Dios a su pueblo. El momento de poner los pies en las puertas de la ciudad, santificada con la presencia del Señor y llena de recuerdos del gran rey David, fue de particular emoción para su sensibilidad religiosa. Al entrar en la ciudad, el salmista se extasió ante la magnificencia de Jerusalén, perfectamente edificada y grandiosa con sus monumentos; los muros, los palacios, los torreones y el templo impresionaban particularmente a las gentes sencillas provincianas que por primera vez entraban en la ciudad de David. Era el punto de convergencia de todas las tribus, donde Israel como colectividad siente su conciencia de pertenencia al Señor, que los ha elegido como “heredad” particular entre todos los pueblos. El poeta idealiza la situación y pasa por alto la división del reino de David, para considerar sólo la capital de la teocracia hebrea. Existía una ley normativa que pedía que todos los componentes del pueblo elegido se reunieran periódicamente en el lugar donde el Señor estableciera su morada. El poeta recuerda este mandato y se siente gozoso al ver a los representantes de todas las tribus tomando parte en el culto del santuario nacional.

Pero, además, en Jerusalén está el tribunal de justicia y el gobierno de la nación según la antigua tradición de la gloriosa monarquía davídica. Justamente, el fruto de una administración equitativa de la vida pública trae la paz entre los ciudadanos; y el salmista pide para la ciudad santa una tranquilidad y seguridad permanente dentro de los muros de la ciudad santa. La prosperidad de la ciudad de David será el símbolo de la prosperidad de toda la nación; por eso, los israelitas deben desear la paz para la capital de la teocracia, donde está la casa del Señor.

4.    SEGUNDA LECTURA Col 1, 12-20

Este canto de exaltación a Cristo confirma varios conceptos de la enseñanza del primer siglo. Entre otros, se destaca el reconocimiento de que gracias al misterio pascual, hemos ingresado al Reino de Cristo, que es de reconciliación y perdón. Es, por tanto, el Reino de la Gracia, del don infinito de Dios. Es el Reino donde reina el amor.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Colosas.

Hermanos: Demos gracias al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos. Porque él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el reino de su Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados. Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz.

Palabra de Dios

4.1  Cristo está por encima de toda la creación,

Quizás podamos ya entrever aquí los serios temores del Apóstol ante el peligro de una desviación doctrinal en los colosenses. Ardientemente pide a Dios que les dé un conocimiento profundo, que se traduzca en obras, de la “voluntad de Dios” sobre ellos, dando continuamente gracias a Dios Padre por haberles “hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos”. El término “santos” era corriente para designar a los cristianos (cf. Hechos 9:13), y probablemente ése es también ahora su sentido. Pablo, al llegar aquí, cambia el pronombre de segunda persona en el de primera, colocándose también él: “él nos libró del poder de las tinieblas” entre aquellos a quienes Dios ha sacado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de la luz, que es el reino del “Hijo de su amor”, que nos ha redimido de nuestra condición de esclavos: “en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados”.

San Pablo, a vista del peligro en la fe que amenazaba a los colosenses, de que le informó Epafras, trata de instruirles al respecto. Y primeramente, en la presente narración, les habla de la persona misma de Cristo. Es uno de los pasajes cristológicos más completos de todo el epistolario paulino, síntesis admirable de las prerrogativas de Cristo: en relación a Dios, a la creación, a la Iglesia. Es de notar la claridad con que aparece en este pasaje la unidad de persona en Cristo, al que San Pablo atribuye actividad trascendente en la creación y manifestaciones históricas en la redención. Ese ser concreto, que aparece como sujeto gramaticalmente de todo el pasaje, es la persona única del Hijo de Dios, hecho hombre.

Por lo que respecta a la relación hacia Dios, San Pablo designa a Cristo como la imagen de Dios invisible: “El es la Imagen del Dios invisible”. Ya en una carta anterior le había aplicado esa misma expresión (cf. 2 Cor 4:4). También del hombre dice que es “imagen” de Dios, sea en el orden natural, sea en el sobrenatural, pero, evidentemente, Cristo lo es de manera mucho más perfecta. Solamente Cristo, en virtud de la generación eterna del Padre, es la imagen sustancial y perfecta, que reproduce y refleja adecuadamente las infinitas perfecciones de Dios invisible, haciéndolas visibles a través de su humanidad. Este concepto de “imagen,” del que frecuentemente se vale Pablo (cf. Rom 8:29; 1 Cor 15:49; 2 Cor 3:18), es de gran importancia para profundizar en su pensamiento teológico.

Por lo que respecta a la relación de Cristo con el mundo creado, San Pablo hace varias afirmaciones fundamentales: “el Primogénito de toda la creación” en El fueron creadas todas las cosas; “tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles”,  todo creado por El y para El es antes que todo y todo subsiste en El. Aunque no todas las expresiones del Apóstol son fáciles de interpretar, y del significado concreto de algunas no cabe discusión, aquí la idea general es clara: Cristo está por encima de toda la creación, en cuyo origen ha influido y a la que sigue dando consistencia.

4.2  Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia

A continuación el apóstol hace una descripción de la persona de Cristo en su condición de Redentor. Ambas ideas, creación y redención, están íntimamente ligadas para San Pablo. “El es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la plenitud”. Si Cristo fue quien en un principio creó todas las cosas, es también El quien luego las va a pacificar y armonizar, una vez disgregadas por el pecado. La afirmación de que es “Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia”, riquísima de contenido, la explica también Pablo en otros lugares (cf. Rom 12:4-5; 1 Cor 12:12-27), y particularmente en la introducción a la carta a los Efesios. De parecido significado, aunque bajo otra imagen, es la afirmación de que “El es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos”. Parece que estos dos incisos: “principio” y “primer de entre los muertos,” no constituyen dos afirmaciones independientes, sino que aluden a una misma cosa, diciendo de Cristo que es el primero, el que inició la marcha gloriosa hacia la resurrección; no sólo en orden de tiempo, sino también por su influjo en los demás resucitados. Y todas esas prerrogativas: “para que tenga la primacía en todas las cosas: “El es también la Cabeza”, es decir, tanto en el orden de la creación material como en el de la renovación espiritual.

Razón última de esta preeminencia de Cristo ha sido la voluntad del Padre: “porque Dios quiso que en él residiera toda la plenitud” y por El reconciliar todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo: “Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz. Dicha “pacificación” no discute la salud individual de todos, sino la salud colectiva del mundo, con su retorno al orden y a la paz, y sólo será perfecta al fin de los tiempos, cuando, vencidos todos los enemigos, el Hijo entregue el reino a Dios Padre para que “sea Dios todo en todas las cosas” San Pablo tiene interés en hacer resaltar que nada en el cosmos queda excluido de ese influjo pacificador de Cristo, es así como el especifica: “todo lo que existe en la tierra y en el cielo”

5.    EVANGELIO Lc 23, 35-43

Muchos judíos esperaban que el Reino de Dios se presentara desde el poder humano. Otros esperaban que irrumpiera violentamente sobre la historia humana imponiéndose frente al mal y la justicia. El Reino de Dios era, sin dudas, el triunfo definitivo de Dios sobre el mal. Sin embargo, hoy contemplamos el verdadero camino del Reino de Dios: la cruz. Es desde esa cruz que triunfa el amor por encima del odio y el perdón por encima del pecado. Cristo Rey triunfa desde la cruz como el máximo gesto de amor por la humanidad.

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.

Después que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes burlándose decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!». También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Sobre su cabeza había una inscripción: «Éste es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: « ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: « ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».

5.1  LA MISERICORDIA DE CRISTO VOLCÁNDOSE POR LOS SERES HUMANOS

En versículo anterior, (v.34), Lucas recoge la primera palabra de Cristo en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben qué hacen”. Que impresionante la conducta de Cristo. Esta palabra debió de ser pronunciada por Cristo en diversos momentos de su crucifixión e incluso ya crucificado. El perdón que Cristo pide a su “Padre” — la mejor invocación que podía hacer, ya que estaba siendo crucificado por haber revelado que era su “Hijo” — se refiere probablemente a los cabecillas de Israel, los verdaderos culpables de su muerte. Los soldados romanos no sabían quién era Cristo; se limitaban a cumplir una ordenanza. Pero, si los cabecillas sabían quién era Cristo, ¿cómo dice que “no saben qué hacen”? Cristo sólo presenta al Padre un hecho: el hecho actual pasional de su ceguera. No alude a su acto voluntario “en causa.” San Pablo dirá que, si lo hubiesen conocido como tal, nunca le hubiesen crucificado (1 Cor 2:8). Pero no lo conocieron culpablemente. Y Cristo sólo presenta esta ceguera pasional como hecho actual. Es la misericordia de Cristo volcándose por los seres humanos (Hech 3:17; 13:27).

5.2   HA SALVADO A OTROS: ¡QUE SE SALVE A SÍ MISMO, SI ES EL MESÍAS DE DIOS, EL ELEGIDO!.

Sin embargo, parece que esta palabra tiene en el intento de Cristo un mayor alcance. Pide perdón por todos los hombres, ya que el pecado de todos es la causa real de su crucifixión. Pues en todas las palabras de Cristo en la cruz, excepto en la segunda, al buen ladrón, que tiene un carácter más personal, todas las demás tienen, directa o indirectamente, un sentido universal por todos los hombres. En el “sentido pleno” de ella, probablemente, tiene este sentido universal.

Lucas pone todavía ante el cuadro de los que escarnecen a Cristo a los “soldados” de la custodia, que repetían lo que oían a los príncipes de los sacerdotes: que, si era el Mesías, bajase de la cruz. Era el odio del soldado — romano o samaritano — al judío.

En boca de los príncipes de los sacerdotes pone, como sinónimo del Mesías, el “Elegido”.

En cambio, deja para lo último, para darle un desarrollo especial, la escena de los dos ladrones crucificados con El; los otros dos Evangelios sinópticos sólo aluden a que estos “bandidos” le ultrajaban. En efecto, los que van a ser crucificados con Cristo eran “malhechores” y “salteadores,” bandidos que asaltan a mano armada.

5.3   ¿NO ERES TÚ EL MESÍAS? SÁLVATE A TI MISMO Y A NOSOTROS.

Cuando Cristo estaba en la cruz, el mal ladrón le injuriaba y le insultaba con las palabras que oye a los asistentes.

La injuria era que, si era el Mesías, que había de estar dotado de poderes prodigiosos, que bajase de la cruz y que los bajase con El. Así sería más espectacular su triunfo. Era iniquidad. Pero probablemente también servilismo, a ver si lograba una conmiseración en los presentes, y que, excepcionalmente, un movimiento de masas le perdonase la vida (Hech 7:56-58; Lc 4:28-30).

Pero el buen ladrón le reprende, y, reconociendo la justicia de la pena a sus culpas, proclama la inocencia de Cristo, al tiempo que, por los insultos que el otro dirige a un inocente, demuestra no temer a Dios, que le aguarda ya en su tribunal. Seguramente el buen ladrón había oído hablar de Cristo: de su vida de portentos y de su mesianismo. Y ahora, ante su majestad y conducta en la cruz, se confirmaba en ello. Aquella conducta era sobrehumana.

5.4   JESÚS, ACUÉRDATE DE MÍ CUANDO LLEGUES A TU REINO.

Y, volviéndose a Cristo, le pidió que se “acordase de él,” La respuesta de Cristo es prometerle, con gran solemnidad, “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Este disponer por parte de Cristo de la suerte eterna de los seres humanos le presenta dotado de poderes divinos.

No es un profeta que anuncia una revelación tenida; es Cristo que aparece disponiendo él mismo de la suerte eterna de un hombre. Y esto es poder de Dios.

El “paraíso,” palabra persa, significa jardín. Los judíos conocían éste como lugar de las almas justas bajo el nombre de “Gran Edén,” “Jardín del Edén.”

Es así como la escena culmina en la inauguración solemne del Reino en el hoy: el “buen ladrón” —como le llamamos tradicionalmente roba el paraíso en el último instante de su vida, confiándose a Jesús, del mismo modo que éste se entregará confiadamente en los brazos del Padre.

5.5   CRISTO ES UN REY CRUCIFICADO

Estamos invitados a vigorizar en nosotros el deseo de que Cristo reine verdaderamente en nuestra vida. Para que esto ocurra, es necesario revivir siempre en nosotros una adhesión plena a él, que nos amó primero y libró por nosotros la gran batalla hasta dejarse herir de muerte para destruir en su cuerpo clavado en la cruz nuestro pecado. Cristo venció así. Su triunfo es el triunfo del amor sobre el odio, sobre el mal, sobre la ingratitud. Su victoria es, en apariencia, una derrota: el modo de vencer del amor es, en efecto, dejarse vencer.

Cristo es un rey crucificado; sin embargo, su poder está precisamente en la entrega de sí mismo hasta el extremo: es un rey coronado de espinas, colgado en la cruz, y sigue como tal para siempre, incluso ahora que está en la presencia del Padre, a donde ha vuelto después de la resurrección. Se trata de una realeza difícil de comprender desde el punto de vista humano, a no ser que emprendamos el camino del amor humilde, de la vida que se hace servicio y entrega. Si emprendemos ese camino, el mismo Espíritu nos hará capaces de configurarnos con el humilde rey de la gloria, de quien todo cristiano está llamado a ser discípulo enamorado.

5.6  LA DULZURA DE ESTE REINO DE LUZ INFINITA

Esto traerá consigo, necesariamente, una sombra de muerte, de muerte a todo un mundo de egoísmos, de pasiones, de vanos deseos y de arrogancias indebidas: una muerte que, sin embargo, se traduce en libertad para nosotros mismos y en crecimiento para los otros, en vida verdadera y en plenitud de alegría.

Nuestro camino en la historia prosigue con sus cansancios, pero nuestro corazón puede saborear de manera anticipada la dulzura de este Reino de luz infinita en el que sólo se entra por la puerta estrecha de la cruz.

¡Oh Rey de gloria y Señor de todos los reyes! ¡Cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin!........ ¡Oh Señor mío, oh Rey mío! ¡Quién supiera ahora representar la majestad que tenéis!. (Santa Teresa de Jesús, Vida, capitulo 6)

El Señor les Bendiga

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

XXXIV Semana del Tiempo Ordinario Ciclo C

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO


Fuentes Bibliográficas:

www.caminando-con-jesus.org

Biblia Nácar Colunga y Biblia de Jerusalén

Julio Alonso Ampuero, Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico


www.caminando-con-jesus.org

caminandoconjesus@vtr.net

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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