«Yo te
aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». Lc 23, 35-43 1.
En
versículo anterior, (v.34), Lucas recoge la primera palabra de Cristo en la
cruz: “Padre, perdónales, porque no saben qué hacen”. Que impresionante la
conducta de Cristo. Esta palabra debió de ser pronunciada por Cristo en
diversos momentos de su crucifixión e incluso ya crucificado. El perdón que
Cristo pide a su “Padre” — la mejor invocación que podía hacer, ya que estaba
siendo crucificado por haber revelado que era su “Hijo” — se refiere
probablemente a los cabecillas de Israel, los verdaderos culpables de su
muerte. Los soldados romanos no sabían quién era Cristo; se limitaban a cumplir
una ordenanza. Pero, si los cabecillas sabían quién era Cristo, ¿cómo dice
que “no saben qué hacen”? Cristo sólo presenta al Padre un hecho: el hecho
actual pasional de su ceguera. No alude a su acto voluntario “en causa.” San
Pablo dirá que, si lo hubiesen conocido como tal, nunca le hubiesen
crucificado (1 Cor 2:8). Pero no lo conocieron culpablemente. Y Cristo sólo
presenta esta ceguera pasional como hecho actual. Es la misericordia de
Cristo volcándose por los seres humanos (Hech 3:17; 13:27). 2.
HA SALVADO A OTROS: ¡QUE SE SALVE A
SÍ MISMO, SI ES EL MESÍAS DE DIOS, EL ELEGIDO!. Sin
embargo, parece que esta palabra tiene en el intento de Cristo un mayor
alcance. Pide perdón por todos los hombres, ya que el pecado de todos es la
causa real de su crucifixión. Pues en todas las palabras de Cristo en la
cruz, excepto en la segunda, al buen ladrón, que tiene un carácter más
personal, todas las demás tienen, directa o indirectamente, un sentido
universal por todos los hombres. En el “sentido pleno” de ella, probablemente,
tiene este sentido universal. Lucas
pone todavía ante el cuadro de los que escarnecen a Cristo a los “soldados”
de la custodia, que repetían lo que oían a los príncipes de los sacerdotes:
que, si era el Mesías, bajase de la cruz. Era el odio del soldado — romano o
samaritano — al judío. En
boca de los príncipes de los sacerdotes pone, como sinónimo del Mesías, el
“Elegido”. En
cambio, deja para lo último, para darle un desarrollo especial, la escena de
los dos ladrones crucificados con El; los otros dos Evangelios sinópticos
sólo aluden a que estos “bandidos” le ultrajaban. En efecto, los que van a
ser crucificados con Cristo eran “malhechores” y “salteadores,” bandidos que
asaltan a mano armada. 3.
¿NO ERES TÚ EL MESÍAS? SÁLVATE A TI
MISMO Y A NOSOTROS. Cuando
Cristo estaba en la cruz, el mal ladrón le injuriaba y le insultaba con las
palabras que oye a los asistentes. La
injuria era que, si era el Mesías, que había de estar dotado de poderes
prodigiosos, que bajase de la cruz y que los bajase con El. Así sería más
espectacular su triunfo. Era iniquidad. Pero probablemente también
servilismo, a ver si lograba una conmiseración en los presentes, y que,
excepcionalmente, un movimiento de masas le perdonase la vida (Hech 7:56-58;
Lc 4:28-30). Pero
el buen ladrón le reprende, y, reconociendo la justicia de la pena a sus
culpas, proclama la inocencia de Cristo, al tiempo que, por los insultos que
el otro dirige a un inocente, demuestra no temer a Dios, que le aguarda ya en
su tribunal. Seguramente el buen ladrón había oído hablar de Cristo: de su
vida de portentos y de su mesianismo. Y ahora, ante su majestad y conducta en
la cruz, se confirmaba en ello. Aquella conducta era sobrehumana. 4.
JESÚS, ACUÉRDATE DE MÍ CUANDO LLEGUES
A TU REINO. Y,
volviéndose a Cristo, le pidió que se “acordase de él,” La respuesta de
Cristo es prometerle, con gran solemnidad, «Yo te aseguro que hoy estarás
conmigo en el paraíso». Este disponer por parte de Cristo de la suerte eterna
de los seres humanos le presenta dotado de poderes divinos. No
es un profeta que anuncia una revelación tenida; es Cristo que aparece
disponiendo él mismo de la suerte eterna de un hombre. Y esto es poder de
Dios. El
“paraíso,” palabra persa, significa jardín. Los judíos conocían éste como
lugar de las almas justas bajo el nombre de “Gran Edén,” “Jardín del Edén.” Es
así como la escena culmina en la inauguración solemne del Reino en el hoy: el
“buen ladrón” —como le llamamos tradicionalmente roba el paraíso en el último
instante de su vida, confiándose a Jesús, del mismo modo que éste se
entregará confiadamente en los brazos del Padre. 5.
CRISTO ES UN REY CRUCIFICADO Estamos
invitados a vigorizar en nosotros el deseo de que Cristo reine verdaderamente
en nuestra vida. Para que esto ocurra, es necesario revivir siempre en
nosotros una adhesión plena a él, que nos amó primero y libró por nosotros la
gran batalla hasta dejarse herir de muerte para destruir en su cuerpo clavado
en la cruz nuestro pecado. Cristo venció así. Su triunfo es el triunfo del
amor sobre el odio, sobre el mal, sobre la ingratitud. Su victoria es, en
apariencia, una derrota: el modo de vencer del amor es, en efecto, dejarse
vencer. Cristo
es un rey crucificado; sin embargo, su poder está precisamente en la entrega
de sí mismo hasta el extremo: es un rey coronado de espinas, colgado en la
cruz, y sigue como tal para siempre, incluso ahora que está en la presencia
del Padre, a donde ha vuelto después de la resurrección. Se trata de una realeza
difícil de comprender desde el punto de vista humano, a no ser que
emprendamos el camino del amor humilde, de la vida que se hace servicio y
entrega. Si emprendemos ese camino, el mismo Espíritu nos hará capaces de
configurarnos con el humilde rey de la gloria, de quien todo cristiano está
llamado a ser discípulo enamorado. 6.
Esto
traerá consigo, necesariamente, una sombra de muerte, de muerte a todo un
mundo de egoísmos, de pasiones, de vanos deseos y de arrogancias indebidas:
una muerte que, sin embargo, se traduce en libertad para nosotros mismos y en
crecimiento para los otros, en vida verdadera y en plenitud de alegría. Nuestro
camino en la historia prosigue con sus cansancios, pero nuestro corazón puede
saborear de manera anticipada la dulzura de este Reino de luz infinita en el
que sólo se entra por la puerta estrecha de la cruz. (GIORGIO ZEVINI y PIER GIORDANO
CABRA (eds.)) ¡Oh
Rey de gloria y Señor de todos los reyes! ¡Cómo no es vuestro reino armado de
palillos, pues no tiene fin!........ ¡Oh Señor mío, oh Rey mío! ¡Quién
supiera ahora representar la majestad que tenéis!.
(Santa Teresa de Jesús, Vida, capitulo 6) El Señor les
Bendiga Pedro Sergio Antonio Donoso
Brant ocds |
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