MEDITACIONES SOBRE NUESTRA FE

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

LA LITURGIA DE LA PALABRA

 

Cristo, Palabra de Dios

Nos asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla» (SC 7a). En efecto, «cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso, las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración» (OGMR 9).

«En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGMR 33).

Recibir del Padre el pan de la Palabra encarnada

En la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su palabra, que no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la palabra encontramos el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra palabra humana transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud de su palabra, nos comunica así su espíritu, el Espíritu Santo.

Siendo esto así, hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-pan, pues incluso del pan eucarístico es verdad aquello de que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).

En la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena de Nazaret, cuando Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad le escuchamos nosotros en la misa. Y con esa misma veracidad experimentamos también aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron los discípulos de Emaús: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).

Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el pan consagrado, también por gracia divina hemos de creer en la realidad de la presencia de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí que la presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial» (Mysterium fidei).

Cuando el ministro, pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios», no está queriendo afirmar solamente que «Ésta fue la palabra de Dios», dicha hace veinte o más siglos, y ahora recordada piadosamente; sino que «Ésta es la palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está dirigiendo a sus hijos.

La doble mesa del Señor

En la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo segundo, lo prepara y lo fundamenta. Recordemos, por otra parte, que ése fue el orden que comprobamos ya en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la Cena del Señor, o en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc 24,13-32).

En este sentido, el Vaticano II, siguiendo antigua tradición, ve en la eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía» (PO 18; +DV 21; OGMR 8). En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo como palabra, y desde el altar se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la Palabra divina como por el Pan de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos vivifica en la eucaristía, comunicándonos su Espíritu.

Por eso San Agustín, refiriéndose no sólo a las lecturas sagradas sino a la misma predicación -«el que os oye, me oye» (Lc 10,16)-, decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39,2319). En la misma convicción estaba San Jerónimo cuando decía: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien come mi carne y bebe mi sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y sangre de Cristo» (ML 26,1259).

Lecturas en el ambón

El Vaticano II afirma que «la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (DV 21). En efecto, al Libro sagrado se presta en el ambón -como al símbolo de la presencia de Cristo Maestro- los mismos signos de veneración que se atribuyen al cuerpo de Cristo en el altar. Así, en las celebraciones solemnes, si el altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el ambón se besa, se inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia confiesa así con expresivos signos que ahí está Cristo, y que es Él mismo quien, a través del sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

((Un ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá tras la celebración, no es, como ya hemos visto, el signo que la Iglesia quiere para expresar el lugar de la Palabra divina en la misa. Tampoco parece apropiado confiar las lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que leen con dificultad. Si en algún caso puede ser esto conveniente, normalmente no es lo adecuado para simbolizar la presencia de Cristo que habla a su pueblo. La tradición de la Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lector como «un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29a; +Código 230; 231,1).))

Podemos recordar aquí aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la que se hace en Jerusalén, a la vuelta del exilio (538 a.C.), una solemne lectura del libro de la Ley. Sobre un estrado de madera, «Esdras abrió el Libro, viéndolo todos, y todo el pueblo estaba atento... Leía el libro de la Ley de Dios clara y distintamente, entendiendo el pueblo lo que se le leía» (Neh 8,3-8).

Otra anécdota significativa. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III, reflejaba bien la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector cuando instituye en tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a la prueba. En efecto, según comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de lector, ya que nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura; después de las sublimes palabras que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir al ambón después del potro; en éste quedó expuesto a la vista de la muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos» (Carta 38).

El leccionario

Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras en la primera parte de la celebración de la eucaristía. Al principio, los libros del Antiguo Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que éstos se iban escribiendo (+1Tes 5,27; Col 4,16).

Al paso de los siglos, se fueron formando leccionarios para ser usados en la eucaristía. El leccionario actual, formado según las instrucciones del Vaticano II (SC 51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues, distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la Biblia, y respeta normalmente el uso tradicional de ciertos libros en determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la lectura continua de la Escritura, según el leccionario del misal -y según también el leccionario del Oficio de Lectura-, nos permite leer la Palabra divina en el marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va actualizando los diversos misterios de la vida de Cristo.

Esta lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando las diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día, concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese día meditando y orando esas palabras de la sagrada Escritura que Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos decir: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).

Por otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma misa» (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase del Año litúrgico se están celebrando.

Profeta, apóstol y evangelista

Los días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando los domingos y otros días señalados hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el apóstol y el evangelista», como se dice en expresión muy antigua.

El profeta, u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá creciendo hasta el Evangelio.

En efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de su propio ser» (Heb 1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de modo perfecto lo que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44; +25.27).

El apóstol nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del Maestro: Juan, Pedro, Pablo...

El salmo responsorial da una respuesta meditativa a la lectura -a la lectura primera, si hay dos-. La Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese salmo con una clara intención cristológica. Así es como fueron empleados los salmos frecuentemente en la predicación de los apóstoles (+Hch 1,20; 2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya en el siglo IV, en Roma, se usaba en la misa el salmo responsorial, como también el Aleluya, es decir, «alabad al Señor», que precede al Evangelio.

El Aleluya

«Mientras se entona el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el incienso, lo pone en el incensario. Luego, con las manos juntas e inclinado ante el altar, dice en secreto el Purifica mi corazón [y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio]. Después toma el libro de los evangelios, y precedido por los ministros, que pueden llevar el incienso y los candeleros, se acerca al ambón. Llegado al ambón, el sacerdote abre el libro y dice: El Señor esté con vosotros, y en seguida: Lectura del santo Evangelio, haciendo la cruz sobre el libro con el pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho. Luego, si se utiliza el incienso, inciensa el libro. Después de la aclamación del pueblo [Gloria a ti, Señor] proclama el evangelio

El Evangelio es el momento más alto de la liturgia de la Palabra. Ante los fieles congregados en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio», y a veinte siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su palabra con la misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y gestos previstos están llenos de muy alta significación:

Una vez terminada la lectura, besa el libro, diciendo en secreto: Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados. Después de la lectura del evangelio se hace la aclamación del pueblo», Gloria a ti, Señor Jesús.

La homilía, que sigue a las lecturas de la Escritura, ya se hacía en la Sinagoga, como aquella que un sábado hizo Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el principio se practicó también en la liturgia eucarística cristiana, como hacia el año 153 testifica San Justino (I Apología 67). La homilía, que está reservada al sacerdote o al diácono (OGMR 61; Código 767,1), y que «se hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97), es el momento más alto en el ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente la promesa del Señor: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16).

«La homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la misa del día, teniendo siempre presente el misterio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes» (OGMR 41).

Un silencio, meditativo y orante, puede seguir a las lecturas y a la predicación.

El Credo

El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.

Puede rezarse en su forma breve, que es el símbolo apostólico (del siglo III-IV), o en la fórmula más desarrollada, que procede de los Concilios niceno (325) y constantinopolitano (381).

La oración universal u oración de los fieles

La liturgia de la Palabra termina con la oración de los fieles, también llamada oración universal, que el sacerdote preside, iniciándola y concluyéndola, en el ambón o en la sede. Ya San Pablo ordena que se hagan oraciones por todos los hombres, y concretamente por los que gobiernan, pues «Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4). Y San Justino, hacia 153, describe en la eucaristía «plegarias comunes que con fervor hacemos por nosotros, por nuestros hermanos, y por todos los demás que se encuentran en cualquier lugar» (I Apología 67,4-5).

De este modo, «en la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que esta oración se haga, normalmente, en las misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren algunas necesidades y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo» (OGMR 45).

Al hacer la oración de los fieles, hemos de ser muy conscientes de que la eucaristía, la sangre de Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos los hombres, para el perdón de los pecados». La Iglesia, en efecto, es «sacramento universal de salvación», de tal modo que todos los hombres que alcanzan la salvación se salvan por la mediación de la Iglesia, que actúa sobre ellos inmediatamente -cuando son cristianos- o en una mediación a distancia, sólamente espiritual -cuando no son cristianos-. Es lo mismo que vemos en el evangelio, donde unas veces Cristo sanaba por contacto físico y otras veces a distancia. En todo caso, nadie sana de la enfermedad profunda del hombre, el pecado, si no es por la gracia de Cristo Salvador que, desde Pentecostés, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b), sin la que no hace nada.

Según esto, la Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la oración universal y el sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales y espirituales, e impidiendo su total ruina.

De esto tenían clara conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y tan mal situados en el mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se refleja, por ejemplo, en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo... La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres... El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló, y no es lícito desertar de él» (VI,1-10).

Pero a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). O si pedimos algo -por ejemplo, que termine el comunismo-, cuando Dios por fin nos concede que desaparezca de muchos países, fácilmente atribuímos el bien recibido a ciertas causas segundas -políticas, económicas, personales, etc.-, sin recordar que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo, las religiosas de clausura y los humildes feligreses de misa diaria contribuyen mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de prohombres y políticos que llenan las páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión. Aquellos humildes creyentes son los que más influjo tienen en la marcha del mundo. Basta un poquito de fe para creerlo así.

   Fuentes: INSTRUCCIÓN GENERAL MISAL ROMANO (OGMR)

   "SACROSANCTUM CONCILIUM" (SC)


Dios les Bendiga

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

 

 

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Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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