Caminando con
Jesús |
La
Figura Evangélica de San José S.S.
Juan Pablo II, 19 de marzo de 1980: "Dedicamos
nuestro encuentro de hoy, 19 de marzo, a aquel a quien la Iglesia, en este
día, según una tradición antiquísima, rodeó con la veneración debida a los
más grandes santos. El
19 de marzo es la solemnidad de San José, el esposo de María Santísima, Madre
de Cristo. Ya en el siglo X encontramos señalada esta festividad en varios
calendarios. El Papa Sixto IV la puso en el calendario de la Iglesia de Roma
a partir del año 1479. En 1621 se inserta en el calendario de la Iglesia
universal. Interrumpiendo,
pues, la serie de nuestras meditaciones, que estamos desarrollando desde hace
tiempo, fijémonos hoy en esta figura tan querida y cercana al corazón de la
Iglesia, a cada uno y a todos los que tratan de conocer los caminos de la
salvación, y de caminar por ellos en su vida terrena. La meditación de hoy
nos prepara a la oración, a fin de que, reconociendo las grandes obras de
Dios en aquel a quien confió sus misterios, busquemos en nuestra vida
personal el reflejo vivo de estas obras para cumplirlas con la fidelidad, la
humanidad y la nobleza de corazón que fueron propias de San José. «José,
hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo
concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús, porque salvará al pueblo de sus pecados» (Mt
1,20_21). Encontramos
estas palabras en el capítulo primero del Evangelio de San Mateo. Ellas
_sobre todo en la segunda parte_ son muy semejantes a las que escuchó Miriam,
esto es, María, en el momento de la Anunciación. Dentro de unos días _el 25
de marzo_ recordaremos en la liturgia de la Iglesia el momento en que esas
palabras fueron dichas en Nazaret «a una virgen desposada con un varón de
nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc
1,27). La
descripción de la Anunciación se encuentra en el Evangelio de San Lucas.
Seguidamente, Mateo hace notar de nuevo que, después de las nupcias de María
con José, «antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del
Espíritu Santo» (Mt 1,18). Así,
pues, se realizó en María el misterio que había tenido su comienzo en el
momento de la Anunciación, en el momento en que la Virgen respondió a las
palabras de Gabriel: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38). A medida que el misterio de la maternidad de María se
revelaba a la conciencia de José, él, «siendo justo, no quiso denunciarla y
resolvió repudiarla en secreto» (Mt 1,19), así dice la descripción de Mateo.
Y precisamente entonces, José, esposo de María y ya su marido ante la ley,
recibe su «Anunciación» personal. Oye
durante la noche las palabras que hemos citado antes, las palabras, que son
explicación y al mismo tiempo invitación de parte de Dios: «no temas recibir
en tu casa a María» (Mt 1,20). Al
mismo tiempo, Dios confía a José el misterio, cuyo cumplimiento habían
esperado desde hacía muchas generaciones la estirpe de David y toda la «casa
de Israel», y a la vez le confía todo aquello de lo que depende la realización
de este misterio en la historia del Pueblo de Dios. Desde el momento en que
estas palabras llegaron a su conciencia, José se convierte en el hombre de la
elección divina: el hombre de una particular confianza. Se define su puesto
en la historia de la salvación. José entra en este puesto con la sencillez y
humildad, en las que se manifiesta la profundidad espiritual del hombre; y él
lo llena completamente con su vida. «Al despertar José de su sueño _leemos en
Mateo_, hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24). En estas
pocas palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena
característica de su santidad. «Hizo». José, al que conocemos por el
Evangelio, es hombre de acción. Es hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado
ninguna palabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones: acciones
sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la
realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de
la profundidad espiritual y de la sencillez madura. Así
es la actividad de José, así son sus obras, antes de que le fuese revelado el
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que el Espíritu Santo había
obrado en su Esposa. Así es también la obra ulterior de José cuando _sabiendo
ya el misterio de la maternidad virginal de María_ permanece junto a Ella en
el período precedente al nacimiento de Jesús, y sobre todo en las
circunstancias de la Navidad. Luego
vemos a José en el momento de la presentación en el templo y de la llegada de
los Reyes Magos de Oriente. Poco después comienza el drama de los recién
nacidos en Belén. José es llamado de nuevo e instruido por la voz de lo Alto
sobre cómo debe comportarse. Emprende
la huida a Egipto con la Madre y el Niño. Después
de un breve tiempo, el retorno a la Nazaret natal. Finalmente, allí encuentra
su casa y su taller, adonde hubiera vuelto antes si no se lo hubiesen
impedido las atrocidades de Herodes. Cuando Jesús tiene doce años, va con él
y con María a Jerusalén. En
el templo de Jerusalén, después que los dos encontraron a Jesús perdido, José
oye estas misteriosas palabras: «¿No sabíais que es
preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Así
hablaba el niño de doce años, y José, lo mismo que María, saben bien de Quién
habla. No
obstante, en la casa de Nazaret, Jesús les estaba sumiso (cf. Lc 2,51): a los
dos, a José y a María, tal como un hijo está sumiso a sus padres. Pasan los
años de la vida oculta de la Sagrada Familia de Nazaret. El Hijo de Dios
_enviado por el Padre_ está oculto para el mundo, oculto para todos los
hombres, incluso para los más cercanos. Sólo María y José conocen su
misterio. Viven en su círculo. Viven este misterio cada día. El Hijo del
Eterno Padre pasa, ante los hombres, por hijo de ellos; por «el hijo del
carpintero» (Mt 13,55). Al comenzar el tiempo de su misión pública, Jesús
recordará, en la sinagoga de Nazaret, las palabras de Isaías que en aquel
momento se cumplían en Él, y los vecinos y los paisanos dirán: «¿No es el hijo de José?» (cf. Lc 4,16_22). El
Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, durante los treinta años de la vida terrena
permaneció oculto: se ocultó a la sombra de José. Al mismo tiempo, María y
José permanecieron escondidos en Cristo, en su misterio y en su misión.
Particularmente José, que _como se puede deducir del Evangelio_ dejó el mundo
antes de que Jesús se revelase a Israel como Cristo, y permaneció oculto en
el misterio de aquel a quien el padre celestial le había confiado cuando
todavía estaba en el seno de la Virgen, cuando le había dicho por medio del
ángel: «No temas recibir en tu casa a María, tu esposa» (Mt 1,20). Eran
necesarias almas profundas _como Santa Teresa de Jesús_ y los ojos
penetrantes de la contemplación para que pudiesen ser revelados los
espléndidos rasgos de José de Nazaret: aquel de quien el Padre celestial
quiso hacer, en la tierra, el hombre de su confianza. Sin
embargo, la Iglesia ha sido siempre consciente, y lo es hoy especialmente, de
cuán fundamental ha sido la vocación de ese hombre: del esposo de María, de
aquel que, ante los hombres, pasaba por el padre deJesús
y que fue, según el espíritu, una encarnación perfecta de la paternidad en la
familia humana y al mismo tiempo sagrada. Bajo esta luz, los pensamientos y
el corazón de la Iglesia, su oración y su culto, se dirigen a José de
Nazaret. Bajo esta luz, el apostolado y la pastoral encuentran en él un apoyo
para ese amplio y simultáneamente fundamental campo que es la vocación
matrimonial y de los padres, toda la vida en familia, llena de la solicitud
sencilla y servicial del marido por la mujer, del padre y de la madre por los
hijos _la vida en la familia_, en esa «Iglesia más pequeña» sobre la cual se
construye cada una de las Iglesias. Y
puesto que en el corriente año nos preparamos para el Sínodo de los Obispos,
cuyo tema es De muneribus familiae
christianae, sentimos tanto más la necesidad de la
intercesión de San José y de su ayuda en nuestros trabajos. La
Iglesia, que, como sociedad del Pueblo de Dios, se llama a sí misma también
la Familia de Dios, ve igualmente el puesto singular de San José en relación
con esta gran Familia, y lo reconoce como su Patrono particular. Esta
meditación despierta en nosotros la necesidad de la oración por intercesión
de aquel en quien el Padre celestial ha expresado, sobre la tierra, toda la
dignidad espiritual de la paternidad. La meditación sobre su vida y las
obras, tan profundamente ocultas en el misterio de Cristo y, a la vez, tan
sencillas y límpidas, ayude a todos a encontrar el justo valor y la belleza
de la vocación, de la que cada una de las familias humanas saca su fuerza
espiritual y su santidad." Muchas
Bendiciones Pedro S. A.
Donoso Brant Año 2001 |
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