ADVIENTO 

«No queda defraudado quien en ti espera» (Sal 24,3).

Caminando con Jesús

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

www.caminando-con-jesus.org

 

SALUDO DE ADVIENTO

QUE ES EL ADVIENTO

ADVIENTO: HISTORIA, TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD

LOS PERSONAJES DEL ADVIENTO

LA CORONA DE ADVIENTO

HISTORIA DE LA CELEBRACION DE ADVIENTO

ESPIRITU DEL ADVIENTO

ORACIÓN CON LA CORONA DE ADVIENTO

EL ADVIENTO EN LA FIESTA DOMINICAL

     ESTÉN PREVENIDOS Y OREN INCESANTEMENTE


CICLO A

DOMINGO I DE ADVIENTO

El monte santo

Is 2,1-5

En el pórtico del Adviento nos encontramos con el texto de Isaías. Es la primera lectura que la Iglesia nos proclama en este Adviento. Más aún, es el primer texto que escuchamos en el nuevo año litúrgico que hoy empezamos. Y ello nos indica el calibre de la esperanza con que hemos de vivir esta nueva etapa. La visión no puede ser más grandiosa: pueblos innumerables que confluyen hacia la casa de Dios.

La Iglesia es el monte santo, la casa del Señor, la ciudad puesta en lo alto de un monte, la lámpara colocada en el candelero para que ilumine a todos los que están en este mundo (Mt 5,14-16). De esta nueva Jerusalén sale la Palabra del Señor. Ella da a los hombres lo más grande que tiene y lo mejor que los hombres pueden recibir: da la Palabra de Dios, la voluntad de su Señor. Más aún, da a Cristo mismo, que es la Palabra personal del Padre. Y con Cristo da la paz y la hermandad entre todos los que le aceptan como Señor de sus vidas.

Frente a todo planteamiento individualista, esta visión debe dilatar nuestra mirada. Frente a toda desesperanza porque no vemos aún que de hecho esto sea así, Dios quiere infundir en nosotros la certeza de que será realidad porque Él lo promete. Más aún, a ello se compromete. Por eso la segunda lectura y el evangelio nos sacuden para que reaccionemos: «Daos cuenta del momento en que vivís». En esta etapa de la historia de la salvación estamos llamados a experimentar las maravillas de Dios, la conversión de multitudes al Dios vivo. Más aún, se nos llama a ser colaboradores activos y protagonistas de esta historia. Pero ello requiere antes nuestra propia conversión: «Es hora de espabilarse... dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz, caminemos a la luz del Señor».

 

DOMINGO II DE ADVIENTO

El deseado de los pueblos

Is 11,1-10

Isaías es el profeta del Adviento. Él nos conduce de la mano hacia el Mesías que esperamos. Hoy nos lo presenta como Ungido por el Espíritu. «Sobre Él reposará el Espíritu del Señor». El mismo nombre de Mesías o Cristo significa precisamente ungido, aquel que está totalmente impregnado del Espíritu de Dios y lo derrama en los demás. El Cristo que esperamos en este Adviento viene a inundarnos con su Espíritu, a bautizar «con Espíritu Santo y fuego» (evangelio). Ser cristiano es estar empapado del Espíritu de Cristo. No se puede ser verdaderamente cristiano sin estar lleno del Espíritu Santo.

Este Cristo a quien esperamos se nos presenta también como «estandarte de los pueblos», como aquel «a quien busca el mundo entero». Cristo es «el Deseado de todos los pueblos». Aún sin saberlo, todos le buscan, todos le necesitan, pues todos hemos sido creados para Él y solo en Él se encuentra la salvación (He 4,12). Esta es la esperanza del Adviento: que todo hombre encuentre a Cristo. Clamamos «Ven, Señor Jesús» para que Él se manifieste a todo hombre. Nuestra misión es levantar bien alto este estandarte, esta en-seña: presentar a Cristo a los hombres con nuestras palabras y con nuestras obras.

El profeta nos dibuja también como objeto de nuestra esperanza un auténtico paraíso, donde reine la paz y la armonía entre todos los vivientes. Los frutos de la venida de Cristo –si realmente le recibimos– superan enormemente nuestras expectativas en todos los órdenes. Pero el profeta nos recuerda que esta paz tan deseada será sólo una consecuencia de otro hecho: que la tierra esté llena del conocimiento y del amor del Señor «como las aguas colman el mar».

 

DOMINGO III DE ADVIENTO

El desierto florecerá

IS 35, 1-6A. 10

«El desierto florecerá». He aquí la intensidad de la esperanza que la Iglesia quiere infundir en nosotros mediante las palabras del profeta. Nosotros solemos esperar aquello que nos parece al alcance de nuestra mano. Sin embargo, la verdadera esperanza es la que espera aquello que humanamente es imposible. Debemos esperar milagros: que el desierto de los hombres sin Dios florezca en una vida nueva, que el desierto de nuestra sociedad secularizada y materialista reverdezca con la presencia del Salvador.

Estos son los signos que Dios quiere darnos y que debemos esperar: que se abran a la fe los ojos de los que por no tenerla son ciegos, que se abran a escuchar la palabra de Dios los oídos endurecidos, que corra por la senda de la salvación el que estaba paralizado por sus pecados, que prorrumpa en cantos de alabanza a Dios la lengua que blasfemaba... Si esperamos estos signos, ciertamente se producirán, y todo el mundo los verá, y a través de ellos se manifestará la gloria del Señor, y los hombres creerán en Cristo, y no tendrán que preguntar más: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (evangelio).

El que tiene esta esperanza se siente fuerte y sus rodillas dejan de temblar. Pero el secreto para tenerla es mirar al Señor. La palabra de Dios quiere clavar nuestra mirada en el Señor que viene y dejarla fija en su potencia salvadora: «¡Animo! No temáis. Mirad a vuestro Dios que viene... Él vendrá y os salvará». Dejar la mirada fija en las dificultades arruina la esperanza; fijarla en el Señor y desde Él ver las dificultades acrecienta la esperanza.

 

DOMINGO IV DE ADVIENTO

La señal de Dios. Con ella cambió la historia

IS 7,10-14

«El Señor por su cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de la Navidad, la Iglesia quiere centrar más y más nuestra mirada y nuestro deseo en Cristo que viene. Con las palabras del profeta nos recuerda que Cristo es el signo que Dios nos ha dado. Esperamos signos de que el mundo cambia, de que las cosas mejoran. Pero Dios nos da un único signo: Cristo Salvador. Él es la respuesta a todos los interrogantes, la solución a todos los problemas. Cristo nos basta. Sólo hace falta que le acojamos sin condiciones. Si creemos firmemente en Él y le dejamos entrar en nuestra vida, Él hará lo demás, «Él salvará a su pueblo de los pecados» (evangelio).

«La Virgen está encinta y da a luz a un hijo». María está en el centro de la liturgia de este domingo. Cristo nos es dado a través de ella. Gracias a ella tenemos al Emmanuel, al «Dios-con-nosotros».

Para darlo al mundo, primero lo ha recibido. La vida de la Virgen no es llamativa en actividades exteriores. Al contrario, su vida fue totalmente sencilla. Y, sin embargo, ella está en el centro de la historia. Con ella la historia ha cambiado de rumbo. Al recibir a Cristo y darlo al mundo, todo ha cambiado.

Nuestra vida está llamada a ser tan sencilla y a la vez tan grande como la de María. No hemos de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo a Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación.


CICLO B

DOMINGO I DE ADVIENTO

Mc 13,33-37

El primer domingo está tomado del final del discurso escatológico. En consonancia con la orientación que tiene este domingo en los demás ciclos, el texto centra nuestra atención en la segunda venida de Cristo. La perícopa de Marcos subraya la incertidumbre del cuándo –«no sabéis cuándo es el momento»–, explicitada por la parábola del hombre que se ausenta. La consecuencia es la insistencia en la vigilancia –dos veces el imperativo «vigilad» «velad», al principio y al final del texto–, pues el Señor puede venir inesperadamente y encontrarnos dormidos. Finalmente, se subraya el carácter universal de esta llamada a la vigilancia: «lo digo a todos».

De mil maneras

Llama la atención en estos breves versículos el número de veces que se repite la palabra «velar», «vigilar». Esta vigilancia es base en que el Dueño de la casa va a venir y no sabemos cuándo.

Cristo viene a nosotros continuamente, de mil maneras, «en cada hombre y en cada acontecimiento» (Prefacio III de Adviento). El evangelio del domingo pasado nos subrayaba esta venida de Cristo en cada hombre necesitado; Cristo mismo suplica que le demos de beber, le visitemos... Estar vigilante significa tener la fe despierta para saber reconocer a este Cristo que mendiga nuestra ayuda y tener la caridad solícita y disponible para salir a su encuentro y atenderle en la persona de los pobres.

Además, Cristo viene en cada acontecimiento. Todo lo que nos sucede, agradable o desagradable, es una venida de Cristo, pues «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28). Un rato agradable y un regalo recibido, pero también una enfermedad y un desprecio, son venida de Cristo. En todo lo que nos sucede Cristo nos visita. ¿Sabemos reconocerle con fe y recibirle con amor?

Pero la insistencia de Cristo en la vigilancia se refiere sobre todo a su última venida al final de los tiempos. Según el texto evangélico, lo contrario de vigilar es «estar dormido». El que espera a Cristo y está pendiente de su venida, ese está despierto, está en la realidad. En cambio, el que está de espaldas a esa última venida o vive olvidado de ella, ese está dormido, fuera de la realidad. Nadie más realista que el verdadero creyente. ¿Vivo esperando a Jesucristo?

¡Ojalá bajases!

Is 63, 16-17; 64,1.3-8

Isaías es el profeta del Adviento. En todo este tiempo santo somos conducidos de su mano. Él es el profeta de la esperanza.

«¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!» No se trata de un deseo utópico nuestro. El Señor quiere bajar. Ha bajado ya y quiere seguir bajando. Quiere entrar en nuestra vida. Él mismo pone en nuestros labios esta súplica. La única condición es que este deseo nuestro sea real e intenso, un deseo tan ardoroso que apague los demás deseos. Que el anhelo de la venida del Señor vuelva crepusculares todos los demás pensamientos.

«Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero». Al inicio del Adviento, que es también el inicio de un nuevo año litúrgico, no se nos podía dar una palabra más vigorosa ni esperanzadora. El Señor puede y quiere rehacernos por completo. A cada uno y a la Iglesia entera. Como un alfarero rehace un cacharro estropeado y lo convierte en uno totalmente nuevo, así el Señor con nosotros (Jer 12,1-6). Pero hacen falta dos condiciones por nuestra parte: que creamos sin límite en el poder de Dios y que nos dejemos hacer con absoluta docilidad como barro en manos del alfarero.

«Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él». El mayor pecado es no confiar y no esperar bastante del amor de Dios. Y el mayor reproche que Dios nos puede hacer es el mismo que a Moisés por dudar del poder y del amor de Dios: «¿Tan mezquina es la mano de Yahvé?» (Núm 11,23). Ante el nuevo año litúrgico el mayor pecado es no esperar nada o muy poco de un Dios infinitamente poderoso y amoroso que nos promete realizar maravillas. «Si tuvierais fe como un granito de mostaza...»

DOMINGO II DE ADVIENTO

Mc 1,1-8

El segundo domingo –también en consonancia con los otros ciclos– se centra en la figura de Juan el Bautista (Mc 1,1-8). Marcos subraya fuertemente su carácter de mensajero y precursor: es como una estrella fugaz que desaparece rápidamente, pues está en función de otro –como subraya el inicio de la perícopa: «Evangelio de Jesucristo»–. Su estilo recuerda al gran profeta Elías, que según la tradición judía debía preceder inmediatamente al Mesías (cfr. Mc 9,11-13). En el contexto del adviento, este texto orienta enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene como el «más fuerte» y como el que «bautiza con Espíritu Santo». La respuesta multitudinaria con que es acogida la llamada de Juan a la conversión es signo de cómo también nosotros hemos de ponernos decididamente en camino para acoger a Cristo con humildad y sin condiciones.

Conversión y austeridad

Juan Bautista nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Hoy sigue haciendo lo que hizo para preparar la primera venida de Cristo. Ante todo, nos pide conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su venida cambie muchas cosas en nuestra vida. Es la única manera de recibir a Cristo. Si esta Navidad pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo. Pero para ponerme en disposición de cambiar he de darme cuenta de que necesito a Cristo. En este nuevo Adviento, ¿siento necesidad de Cristo?

Juan Bautista se nos presenta como modelo de nuestro Adviento por su austeridad –vestido con piel de camello, alimentado de saltamontes...– Pues bien, para recibir a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad (Rom 13, 13-14). Mientras uno esté ahogado por el consumismo no puede experimentar la dicha de acoger a Cristo y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero. La abundancia y el lujo asfixian y matan toda vida cristiana.

Cristo viene para bautizar con Espíritu Santo. Esto quiere decir que el esperar a Cristo nos lleva a esperar al Espíritu Santo que él viene a comunicarnos, pues «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). Con el Adviento hemos inaugurado un camino que sólo culmina en Pentecostés. ¿Tengo ya desde ahora hambre y sed del Espíritu Santo?

Aquí está vuestro Dios

Is 40, 1-5. 9-11

«Consolad, consolad a mi pueblo...» La Iglesia nos anuncia la venida de Cristo. Y Él viene para traer el consuelo, la paz, el gozo. Ese consuelo íntimo y profundo que sólo Él puede dar y que nada ni nadie puede quitar. El consuelo en medio del dolor y del sufrimiento. Porque Jesús, el Hijo de Dios, no ha venido a quitarnos la cruz, sino a llevarla con nosotros, a sostenernos en el camino del Calvario, a infundirnos la alegría en medio del sufrimiento. ¡Y todo el mundo tiene tanta necesidad de este consuelo! Este mundo que Dios tanto ama y que sufre sin sentido.

«En el desierto preparadle un camino al Señor». Es preciso en este Adviento reconocer nuestro desierto, nuestra sequía, nuestra pobreza radical. Y ahí preparar camino al Señor. No disimular nuestra miseria. No consolarnos haciéndonos creer a nosotros mismos que no vamos mal del todo. Es preciso entrar en este nuevo año litúrgico sintiendo necesidad de Dios, con hambre y sed de justicia. Sólo el que así desea al Salvador verá la gloria de Dios, la salvación del Señor. Por eso dijo Jesús: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21,31).

«...Alza con fuerza la voz, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: aquí está vuestro Dios». La mejor señal de que recibimos al Salvador, es el deseo de gritar a todos que «¡hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Si de veras acogemos a Cristo y experimentamos la salvación que Él trae, no podemos permanecer callados. Nos convertimos en heraldos, en mensajeros, en profetas, en apóstoles. Y no por una obligación exterior, sino por necesidad interior: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (He 4,20).

DOMINGO III DE ADVIENTO

La Buena Noticia

Is 61,1-2.10-11

«Como el suelo echa sus brotes... así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos». La palabra de Dios escuchada como es y como se nos da, saca del individualismo y de las expectativas reducidas. La acción de Dios se asemeja a una tierra fértil que hace germinar con vigor plantas de todo tipo. Así Dios suscita la santidad –«justicia»– y, en consecuencia, provoca la alabanza gozosa y exultante –«los himnos»–. Y eso no para unos pocos, sino para «todos los pueblos». Éstos son los horizontes en que nos introduce la esperanza del Adviento. Pues la acción de Dios es fecunda e inagotable, genera vida.

«Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren». Si prestamos atención a los textos, ellos nos dirán quiénes somos o cómo estamos y a la vez qué estamos llamados a ser. Nos encontramos desgarrados, cautivos, prisioneros... Nos encontramos llenos de sufrimientos porque todavía no conocemos ni vivimos lo suficiente la buena noticia, el Evangelio... Pero es a los que así se encuentran a los que se les proclama la amnistía y la liberación de la esclavitud; se les anuncia la buena nueva y se les invita a dejarse vendar los corazones desgarrados... ¿Lo creo de veras? ¿Lo espero?

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Para todo esto viene Cristo, el Mesías, el Ungido. Nosotros también hemos sido ungidos. Somos cristianos. Hemos recibido el mismo Espíritu de Cristo. Y también somos enviados a dar la buena noticia a los que sufren, a vendar los corazones desgarrados... además de acoger la acción de Cristo en nosotros, a favor nuestro –o mejor, en la medida en que la acojamos–, prolongamos a Cristo y su acción en el mundo y a favor del mundo, dejándole que tome nuestra mente, nuestro corazón, nuestros labios, nuestras manos..., y los use a su gusto.

Testigo de la Luz

Jn 1,6-8.19-2

Juan Bautista es testigo de la luz. Nos ayuda a prepararnos a recibir a Cristo que viene como «luz del mundo» (Jn 9,5). Para acoger a Cristo hace falta mucha humildad, porque su luz va a hacernos descubrir que en nuestra vida hay muchas tinieblas; más aún, Él viene como luz para expulsar nuestras tinieblas. Si nos sentimos indigentes y necesitados, Cristo nos sana. Pero el que se cree ya bastante bueno y se encierra en su autosuficiencia y en su pretendida bondad, no puede acoger a Cristo: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9,39).

Juan Bautista es testigo de la luz. Y bien sabemos lo que le costó a él ser testigo de la luz y de la verdad. Pues bien, no podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a jugarnos todo por Él. Poner condiciones y cláusulas es en realidad rechazar a Cristo, pues las condiciones las pone sólo Él. Si queremos recibir a Cristo que viene como luz, hemos de estar dispuestos a convertirnos en testigos de la luz, hasta llegar al derramamiento de nuestra propia sangre, si es preciso, lo mismo que Juan. «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt10, 32-33).

Juan Bautista es testigo de la luz. Pero confiesa abiertamente que él no es la luz, que no es el Mesías. Él es pura referencia a Cristo; no se queda en sí mismo ni permite que los demás se queden en él. ¡Qué falta nos hace esta humildad de Juan, este desaparecer delante de Cristo, para que sólo Cristo se manifieste! Ojalá podamos decir con toda verdad, como Juan: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).

DOMINGO IV DE ADVIENTO

Todo sucede en María

2Sam 7,1-5.8-11.16; Lc1,26-38

«¿Eres tú quien me va a construir una casa...?» Por medio del profeta Natán, Dios rechaza el deseo de David de construirle una casa... Dios mismo se va a construir su propia casa: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Jesús será la verdadera Casa de Dios, el Templo de Dios (Jn 2,21), la Tienda del Encuentro de Dios con los hombres. En la carne del Verbo los hombres podrán contemplar definitivamente la gloria de Dios (Jn 1,14) que los salva y diviniza.

«Te daré una dinastía». A este David que quería construir una casa a Dios, Dios le anuncia que será Él más bien quien dé a David una casa, una dinastía. A este David que aspiraba a que un hijo suyo le sucediera en el trono, Dios le promete que de su descendencia nacerá el Mesías: a Jesús «Dios le dará el trono de David su padre, reinará... para siempre, y su reino no tendrá fin».

La iniciativa de Dios triunfa siempre. Dios desbarata los planes de los hombres. Y colma unas veces, desbarata otras y desborda siempre las expectativas de los hombres. ¿Qué maravillas no podremos esperar ante la inaudita noticia de la encarnación del Hijo de Dios?

«Hágase en mí según tu palabra». Todo sucede en María. En ella se realiza la encarnación. Por ella nos viene Cristo. Y esto es y será siempre así: por la acción del Espíritu Santo a través de la receptividad y absoluta docilidad de María Virgen.

¿Se trata de que Cristo nazca, viva y crezca en mí? Por obra del Espíritu en el seno de María. ¿Se trata de que Cristo nazca en quien no le posee o no le conoce? ¿Se trata de que Cristo sea de nuevo engendrado y dado a luz en este mundo tan necesitado por Él? Por gracia del Espíritu Santo a través de María Virgen. Es el camino que Él mismo ha querido y no hay otro.

Enteramente disponibles

Lc 1,26-38

A las puertas mismas de la Navidad y después de habérsenos presentado Juan Bautista, se nos propone a María como modelo para recibir a Cristo. Sobre todo, por su disponibilidad. Ante el anuncio del ángel, María manifiesta la disponibilidad de la esclava, de quien se ofrece a Dios totalmente, sin poner condiciones, sometiéndose perfectamente a sus planes. Si nosotros queremos recibir de veras a Cristo, no podemos tener otra actitud distinta de la suya. Cristo viene como «el Señor» y hemos de recibirle en completa sumisión, aceptando incondicionalmente su señorío sobre nosotros mismos, sino que «somos del Señor» (Rom 14,8).

Además, María acoge a Cristo por la fe. Frente a lo sorprendente de lo que se le anuncia, ella no duda; se fía de la palabra que se le dirige de parte de Dios: «para Dios nada hay imposible». Cree sin vacilar y en esto consiste su felicidad: «Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho de parte del Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Para recibir a Cristo hace falta una fe viva que nos haga creer que es capaz de sacarnos de nuestras debilidades y que puede y quiere transformar un mundo corrompido, ya que «ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). No hay motivo para la duda, pues lo que está en juego es «el poder del Altísimo».

Finalmente, lo primero que experimenta María es la alegría: «¡Alégrate!». Es la alegría de recibir al Salvador. También nosotros, si recibimos a Cristo, estamos llamados a experimentar esta alegría: una alegría que no tiene nada que ver con la que ofrece el consumismo de estos días, pues es incomparablemente más profunda, más duradera y más intensa.


CICLO C

DOMINGO I DE ADVIENTO

«Se acerca vuestra liberación»

Lc 21,25-28.34-36

«Se salvará Judá». Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la liturgia de Adviento nos hablan de la salvación del pueblo entero. «Cumpliré mi promesa que hice a la casa de Israel». Hemos de ensanchar nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al empezar el Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de Dios: nuestra mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende por todo el mundo. No podemos conformarnos con menos de lo que Dios quiere darnos.

«Santos e irreprensibles». Lo mismo hemos de tener presente en cuanto a la intensidad de la esperanza. Si Cristo viene no es sólo para mejorarnos un poco, sino para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta obra suya de salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante todo el mundo que él es nuestra santidad, que no somos santos por nuestras fuerzas, sino por la gracia suya, hasta el punto de que a la Iglesia se le pueda dar el nombre de «Señor-nuestra-justicia».

«Se acerca vuestra liberación». Toda venida de Cristo es siempre liberadora, redentora. Viene para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados. Por eso, nuestra esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo incontenible, exactamente igual que el prisionero que contempla cercano el día de su liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y desata todas nuestras energías.

 

DOMINGO II DE ADVIENTO

Acontece Dios

Lc 3,1-6

«Vino la palabra de Dios sobre Juan». Lucas, con su mentalidad de historiador, tiene mucho interés en precisar los datos históricos de la predicación del Bautista. La palabra de Dios acontece. No se nos habla de algo irreal, abstracto o ajeno a nuestra historia. Dios interviene en momentos concretos y en lugares determinados de la historia de los hombres. También de la tuya. Quizá ahora mismo, en este preciso instante...

«Un bautismo de conversión». La misión de Juan ha estado marcada por esta llamada incesante a la conversión. También la Iglesia ha recibido este encargo. Y esta invitación no siempre nos resulta grata; nos escuece, nos molesta... Y sin embargo, la llamada a la conversión es llamada a la vida: sólo mediante la conversión será realidad que «todos verán la salvación de Dios». Convertirnos es en realidad despojarnos del vestido de luto y aflicción y vestirnos las galas perpetuas de la gloria que Dios nos da (1ª lectura: Bar 5,1).

«Elévense los valles, desciendan los montes y colinas». La esperanza del adviento quiere levantarnos de los valles de nuestros desánimos y cobardías, y abajarnos de los montes de nuestros orgullos y autosuficiencias. Quiere ponernos en la verdad de Dios y en la verdad de nosotros mismos. Quiere conducirnos a no esperar nada de nosotros mismos, y al mismo tiempo a esperarlo todo de Dios, a esperar cosas grandes y maravillosas porque Dios es grande y maravilloso.

 

DOMINGO III DE ADVIENTO

¡Alégrate!

Sof 3, 14

La liturgia de este domingo quiere infundirnos una alegría desbordante: «Regocíjate... Grita de júbilo... Alégrate y gózate de todo corazón...» ¿La razón? La Iglesia presiente la inminencia de Cristo –«el Señor será el rey de Israel en medio de ti»– y no puede contener su gozo; la esperanza,, el deseo de Cristo, se transforma en júbilo porque ya viene, está a la puerta. He ahí la gran certeza de la esperanza cristiana.

Y con la presencia de Cristo, la salvación que trae: «El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos». No sólo es la alegría por la presencia del Amado, sino también el entusiasmo por la victoria: «El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva». Los males que nos rodean tienen, por fin, remedio, porque llega Cristo, Salvador del mundo.

Se nos regala un nuevo Adviento para que aprendamos a vivir esta realidad: «¡Gritad jubilosos...! ¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!» Y eso que la salvación que experimentamos ya es sólo el comienzo, pues es Jesús viene a bautizarnos con Espíritu Santo y fuego. Este es su don, el don mesiánico por excelencia. Jesús anhela sumergirnos en su Espíritu. El Adviento nos abre no sólo a Navidad, sino también a Pentecostés.

 

DOMINGO IV DE ADVIENTO

Heme aquí

Lc 1,39-45

Cerca ya de la Navidad, la liturgia de este domingo nos invita a clavar nuestros ojos en el misterio de la encarnación: Cristo entrando en el mundo. Y en este acontecimiento central de la historia, la obediencia. Desde el primer instante de su existencia humana, Cristo ha vivido en absoluta docilidad al plan del Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Y así hasta el último momento, cuando en Getsemaní exclame: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Y gracias a esta voluntad todos quedamos santificados, pues «así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).

Y, además de la obediencia, Cristo vive desde el primer instante de su existencia humana en actitud de ofrenda: «No quieres sacrificios... Pero me has preparado un cuerpo... Aquí estoy». La entrega de Cristo en la cruz no es cosa de un momento. Es que ha vivido así toda su vida humana, en oblación continua, como ofrenda permanente. Su ser de Hijo ha de expresarse necesariamente en esta manera de vivir dándonos al Padre.

Y en el misterio de la encarnación está María. Más aún, la misma encarnación es posible gracias a la fe de María que se fía de Dios y acepta totalmente su plan. Por eso se le felicita: «¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!» Este acto de fe tan sencillo y aparentemente insignificante ha sido la puerta por la que ha entrado toda la gracia en el mundo.


 

FUENTE DE INFORMACION:

www.caminando-con-jesus.org Biblioteca de Documentos

www.vatican.va   Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

 

www.caminando-con-jesus.org

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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